"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 2 de diciembre de 2006

La armonía perdida



Te estás viendo niño sentado a la orilla del arroyo. Te sujetas las piernas con los brazos y olisqueas en tus rodillas. Te estás despidiendo. Acaban las vacaciones y con ellas el paisaje. Tienes que volver quinientos quilómetros al sur. Echas un vistazo pausado a la arboleda. Sin embargo, te sientes agitado. Has elegido esta hora de la caída de la tarde y te has separado del grupo de los amigos. Te abrazas para retener. Quieres estar sólo, quieres sentirte solo. Necesitas absorber el máximo del entorno. Respirar profundamente. Deseas captar por última vez el olor de la hierba desde donde has contemplado tirado el juego de luces del día, entreverado por las hojas de los álamos, y donde te has sobrecogido al admirar las estrellas de la noche. Necesitas fijar imágenes de los montes, de los caminos, de las casonas. Necesitas tocar los troncos de los abedules y de los alisos. Llevarte en el tacto de tus manos el calor de la tierra que vas a abandonar. Ahora, junto al río, repasas los largos dos meses que te han dado otra vida. Recuerdas. El día que viniste te costó hacerte. El día que te vas te abre una herida. Empiezas a saber lo que es la melancolía. Y aún eres muy joven para sufrir. Ahora, contemplando las aguas calmas, permaneces con la vista fija. Con una vara de cerezo remueves la corriente sosegada. Por un instante la rompes. Pero enseguida se recompone. Tiene su ritmo. Y el río te reconoce como un aliado. Una rata de agua se ha quedado inmóvil. Os miráis. Os ignoráis. El viento cimbrea los juncos y enaltece las hojas de armonio de los chopos. Te recoges más. Sólo escuchas el rumor de la corriente y el chapoteo de las ranas. El traqueteo de un ferrocarril arcaico que atraviesa el valle te traslada su melodía. Te has acercado al puente, lo recorres por abajo, palpas las piedras de sillar, amas su modesta pero firme arquitectura. Ansías llevarte el máximo de sensaciones, sin darte cuenta de que ya las has acumulado durante el verano rompedor. Que lo que pretendes ahora sólo es un ritual de despedida. Sabes que vas a llorar en cualquier momento. Y lloras. Amargamente. Impotente por no poder retener el tiempo. Las aventuras vividas, los amigos, la trilla, las fiestas, las tormentas, la subida a los nogales y a los cerezos, el parto de la vaca, la mujer muerta en la vía, estallan en tu mente. Tienes conciencia de que pasó. Piensas en la niña que se interesó por ti y a la que tú unas veces hacías rabiar, pero que enseguida os convertíais en cómplices. Recuerdas cómo le gustaba que le acariciaras el pelo. Y lloras por la niña. Y ella no lo sabrá nunca. Comprendes muy bien que todo ha terminado. Aunque te cueste aceptarlo. Ha sido el fin de la armonía. Más allá de este tiempo serás otro. Ni el de antes ni el de ahora. Otro. Un día serás mayor del todo y te obsesionará la idea de la armonía perdida. Lucharás por experimentar, por conocer, por poseer, por amar, por ser reconocido. Responderás a las demandas sociales. Aceptarás las convenciones al uso. Pero los humanos te harán sufrir. Te exigirán, te condicionarán, te ordenarán, te pedirán un precio. Y un día deberás rebelarte, aunque nunca acabarás de rebelarte. Y acaso un día leas cosas como ésta y trates de apaciguarte:


"No es que odies a los hombres, ¿por qué habrías de odiarlos? ¿Por qué habrías de odiarte? ¡Tan sólo desearías que pertenecer a la especie humana no fuera acompañado de este insoportable estrépito, que esos pocos pasos irrisorios que hemos dado dentro del reino animal no se pagasen con esta perpetua indigestión de palabras, de proyectos, de grandes comienzos! Pero es un precio demasiado alto por dos pulgares oponibles, por la posición erecta, por la imperfecta rotación de la cabeza sobre los hombros: ¡esta caldera, este horno, esta parrilla caliente que es la vida, estos millones de conminaciones, de incitaciones, de advertencias, de exaltaciones, de desesperaciones, este baño de coacciones que no termina nunca, esta eterna máquina de producir, de triturar, de engullir, de triunfar sobre los obstáculos, de recomenzar una y otra vez, este dulce terror que se empeña en regir cada día, cada hora de tu pobre existencia!"


Ahora has juntado tu memoria de infancia y una lectura de hombre adulto. La has extraído de un relato de Georges Perec, Un hombre que duerme se titula. La fusión la has hecho acompañar de una pintura romántica de Caspar David Friedich, Ein Mann und eine Frau in Betrachtung des Mondes)

2 comentarios:

  1. Tus letras continuan teniendo tristeza. Y las sensaciones de entonces continuan en ti. La melancolía.
    Buenas noches Fackel

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  2. Si las sensaciones permanecen, pervive la memoria, Daniela. ¿La melancolía? La melancolía es tal vez un arma cargada de pasado que dispara al futuro. Sobrevivamos, pues, como si jamás antes hubiésemos nacido.

    Buen día dominical.

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