"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 6 de diciembre de 2006

El tren



Se te ha quedado el té frío, tanto mirar el día por delante. Pero en ese instante de quietud muestras una dulzura ajena. Es decir, eres tú, pero no es tu actitud habitual. Por supuesto, no me estabas viendo. Las puertas se pueden entornar, y basta con que uno se coloque de perfil, silente e inadvertido, para que la observación permita descubrimientos. Desde luego, no debes temer confidencias que no vienen al caso. Me interesaba sobre todo tu abandono, la levedad del apoyo sobre tu brazo, la mirada perdida y a la vez viajera. Contemplando sueños, tal vez. Analizando planes, tal vez. Añorando situaciones desaparecidas, acaso. Una de esas situaciones ausentes, que no lejanas, tenía nombre de ferrocarril y una noche atravesando toda la geografía del país, y la sombra de un hombre que apareció y desapareció con el murmullo de la noche. Desde que te has vuelto rupturista, no te interesan demasiado los viajes en avión, salvo para desplazamientos urgentes o inevitables. En aquella ocasión te lo propusiste, muy a pesar de tus obligaciones profesionales en destino, y a contrapelo de las exigencias de tus amigos. Incluso arriesgaste la demora, como una necesidad interior que te reclamaba saltar las normas y los compromisos. Recuerdo que me habías comentado algunas veces que siempre tenías pendiente un recorrido de tren largo y que te recordaran los tiempos imaginarios del Oriente Exprés. Sorprendiste a todos con tu decisión, pero no a mi. Por eso me elegiste a la vuelta para desvelarme tu encuentro fugaz de aquella noche. Te habías dado el placer, sin medir costes, de contratar un compartimento para ti sola. Querías hacerlo todo con arreglo al uso de los relatos: toma de posesión del coche cama, cena en el vagón restaurante, observación del entorno, té y lectura reposada. En la hora vespertina contemplabas junto a la ventanilla el crepúsculo, y las luces del día se difuminaban cargando de sombras el paisaje que atravesabas. Habías abandonado la lectura de aquel texto de Racine sobre el que pretendías trabajar, para sumergirte en la descripción de la materia por sí misma, la que te ofrecía la desescalada del sol y su inmersión en algún lejano punto donde la tierra debía convertirse en abismo. Pediste otro té porque deseabas prolongar un estado de bienestar que no era habitual en ti. Saboreaste la última gota de la taza, recogiste el libro y tus apuntes, atravesaste los pasillos de los demás vagones hasta llegar al que te correspondía. El africano estaba allí dentro cuando abriste la puerta corredera. De momento pensaste que cometías un error, que tratabas de entrar en otro compartimento; luego viste que tu equipaje y tu abrigo estaba sobre la cama que había desplegado el empleado de ferrocarril para tu acomodo. Tú misma reconoces que no te sobresaltaste especialmente, que en ningún momento sospechabas que el intruso pretendía robar, y que la molestia fue mínima. El africano no dijo nada, ni se excusó ni se puso nervioso. Esgrimió sus grandes palmas con los brazos en cruz y salió de medio lado asintiendo con la cabeza, como si se tratara de una ceremonia de despedida ritual. Cerraste la puerta, echaste el botón de seguridad, un vistazo al entorno y ninguna novedad. Nada había sido tocado. Sólo la cama tenía la huella de que un cuerpo había ocupado su horizontalidad, ligeramente arrugada la manta pero sin que las sábanas hubieran sido abiertas. Fue cuando te acostaste cuando empezaste a darle vueltas al asunto. Amenaza de insomnio. Temiste haberte excedido en la dosis de la teína habitual, no conseguías dormirte. El hombre de tez cetrina que había salido hacía un rato de allí te intrigaba. Pensaste que podría tratarse de un viajero clandestino, de alguien que hubiera tomado estimulantes, de un oportunista a la búsqueda de una aventura arriesgada. Todo era posible pero nada encajaba. Por haber dejado alguna pista, ni siquiera quedaba rastro de olor ni humedad de sudor ni huellas de uso del aseo. Entonces el ritmo del tren lejos de acunarte y hacer que cayeras dormida, te excitó. Te pusiste los jeans, el jersey grueso de lana de cuello alto y los botines y saliste al pasillo. En el pasillo la temperatura era considerablemente más baja y se hallaba desierto. Miraste hacia los dos extremos y te apoyaste en la barra de la ventanilla, desde donde habrías podido disfrutar de la hermosa zona de valles por donde se deslizaba ahora el ferrocarril, de haber sido día. Pero ahora, el cristal se tornaba opaco y te devolvía tu imagen: el pelo revuelto, tu torso provocadoramente erguido, tu talle modelado, tus pantalones ajustados, la curvatura de tu simetría. Decidiste que era un lugar inhóspito y necesitabas tomar algo, incluso pensaste en echar mano de un valium. Como un reflejo desechaste la idea, porque habías elegido el tipo de viaje porque sí, por puro gusto y sin necesidad de alteración alguna. Estabas dispuesta a encarar cualquier imprevisto, a asumir cualquier novedad. Te presentaste en el vagón restaurante, pero estaba cerrado el servicio. Un empleado te señaló el pequeño bar en un extremo. Pensaste pedirte otra vez té, pero preferiste un botellín de agua con gas. Una pareja se confidenciaba con entrega, un hombre de edad provecta semidormitaba apoyado en una pequeña mesa circular, el camarero limpiaba algunos vasos. Mientras echabas tragos cortos apoyándote en respiración profunda, seguías pensando en la aparición. La imagen en sombras de aquel hombre alto, oscuro y prudente calaba en tu inquietud. Debías de estar atravesando un río ancho, porque el sonido del desplazamiento se hizo más chirriante, incluso dirías que más metálico y la presión se hizo notar con intensidad sobre tus oídos. ¿Habías ido a despejarte de la tensión que te acosaba o a dilucidar un misterio? Te sentías ridícula, eso me dijiste, te parecías infantil, eso me dijiste, y que qué necesidad tenías de buscar lo que no debías. Tus razonamientos, tus dudas, tus sensaciones contradictorias te obligaban a claudicar y decidiste retornar al coche cama. La vuelta se te hizo eterna. El vacío te pareció un desierto. El frío violaba tu piel. Abriste la puerta, la luz tibia estaba dada, permaneciste muda. El africano estaba tendido, con los ojos encendidos y abiertos, sin emitir palabra ni sonido alguno. Le miraste y él te miró. No tuviste intención en ningún momento de echarte hacia atrás ni de salir corriendo ni de plantearte pedir ayuda. Te apoyaste en la puerta, frotándote los brazos, contemplando su cuerpo largo y delgado, sus ojos de luz y la sonrisa sincera que esbozaba lentamente. Él no tuvo para ti mirada lasciva, ni actitud de agresión, ni dio orden alguna para intimidarte. Simplemente, te extendió la mano. Tú echaste el seguro de la puerta y le ofreciste tus dedos indecisos. El movimiento del tren sobre un cambio de vías te estremeció.



(La fotografía de la mujer es del canadiense Patrick Jan Van Hove y la ilustración del tren es del norteamericano Michael Gibbs)

2 comentarios:

  1. Fackel gracias, he estado dentro de ese tren. Me ha gustado mucho la historia y la mirada tranquila de ella.Es necesaria y deseada calma.

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  2. Hola. No hay como las historias a punto de ser historias (y luego historia, simplemente)Pero para vivirlas in situ y aquí te pillo ergo aquí te mato. Lo efímero si bueno...¿o no era así?

    Me ha tentado, Fakel.

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