Robert Burton en su Anatomía de la melancolía:
"¿Cómo se habría quedado Demócrito al ver estas cosas?
Al ver a un hombre convertirse en cualquier cosa, como un camaleón, o como
Proteo, que se transforma en todas las formas posibles, representar veinte partes y
personajes a la vez, ser oportunista y variar como el planeta Mercurio, bueno con
lo bueno, malo con lo malo; tener una cara, un aspecto y un carácter diferentes
para cada uno con el que se encuentra; de todas las religiones, humores, inclinaciones, mover la cola como un spaniel, con obediencias fingidas e hipócritas,
enfurecerse como un león, ladrar como un perro, luchar como un dragón, morder
como una serpiente, tan manso como un cordero, y sin embargo enseñar los dientes como un tigre, llorar como un cocodrilo, insultar a algunos, y aun así otros le
dominan, aquí mandan, allí se rebajan, tiranizan en un sitio, se les frustra en otro;
un sabio en casa, un necio fuera para hacer felices a otros.
Al ver tanta diferencia entre las palabras y los hechos, tantas parasangas entre
la lengua y el corazón, los hombres que, como actores, representan una gran variedad de papeles, dan buenos preceptos a otros, mientras que ellos mismos se arrastran y revuelcan sobre el suelo.
Al ver a un hombre declarar amistad, besarle la mano, a quien quería ver
decapitado, sonreír con la intención de perjudicar, o engañar al que saluda, alabar a su amigo indigno con elogios hiperbólicos; a su enemigo, aunque buen hombre, envilecerle y deshonrarle, así como a todas sus acciones, con el mayor rencor
y malicia que se pueden inventar.
Al ver a un hombre comprar humo en vez de mercancías, castillos construidos con cabezas de necios, hombres que siguen las modas como monos en las ropas, gestos y acciones; si el rey se ríe, todos se ríen; «Si te rieses, él se reiría a carcajadas; te ve llorar y las lágrimas brotan de sus ojos». Alejandro se inclinaba, y así lo hacían sus cortesanos; Alfonso volvía la cabeza, y así lo hacían sus parásitos. Sabina Popea, la mujer de Nerón, llevaba el pelo de color ámbar, y así lo hicieron todas las mujeres romanas al instante; la moda de aquella era la de todas.
Al ver a hombres totalmente llevados por el afecto, admirados y censurados por opiniones sin juicio; una multitud desconsiderada, como los perros de un pueblo, si uno ladra, todos ladran sin motivo. En la medida que gira la rueda de la fortuna, si un hombre está favorecido o recomendado por algún grande, todo el mundo le aplaude; si cae en desgracia, en un instante todos le odian, y como el sol cuando se eclipsa: antes no lo tenían en cuenta, ahora lo contemplan y fijan la mirada en él.
Al ver a un hombre que tiene el cerebro en el estómago, las tripas en la cabeza, que lleva cien robles a la espalda, que devora cien bueyes en una comida, es más, devora casas y ciudades, o como los antropófagos, que se comen unos a otros.
Al ver a un hombre revolcarse como una bola de nieve desde la más baja mendicidad a los títulos de venerabilísimo y honorabilísimo, colocarse injustamente honores y oficios; a otro que mata de hambre a su genio, daña su alma para acumular riquezas que no disfrutará, que su hijo pródigo funde y consume en un instante.
Al ver la envidia de nuestros tiempos, a un hombre aplicar sus fuerzas, medios, tiempo, fortunas para ser el favorito del favorito del favorito, etc., el parásito del parásito del parásito, que puede despreciar el mundo servil, como si tuviese ya suficiente.
Al ver al mocoso de un mendigo hirsuto, que, alimentado últimamente de mendrugos, se arrastraba y lloriqueaba, llorando por todo, y que por un viejo sayuelo llevaba un mensaje, que ahora se agita en seda y satén, valerosamente montado, jovial y educado, ahora desprecia a sus antiguos amigos y familiares, descuida a su familia, insulta a sus superiores, domina sobre todos.
Al ver a un sabio rebajarse y arrastrarse ante un paisano iletrado por carne para la comida. Un escribano mejor pagado por una obligación; un halconero que recibe mayor paga que un estudiante; un abogado que gana más en un día que un filósofo en un año, mejor recompensa por una hora, que la de un estudiante por doce meses de estudio; el que puede pintar a Thais, tocar el violín, rizar el pelo, etc. ganan ascensos antes que un filólogo o un poeta.
Al ver a un pobre tipo o a un sirviente asalariado arriesgar su vida por su nuevo señor, que apenas si le dará su paga al final del año; un colono del campo trabajar como una bestia, cultivar y afanarse por un zángano pródigo y ocioso que devora toda la ganancia o la consume lascivamente con gastos absurdos; a un noble que encuentra la muerte en una bravata, y por un pequeño fogonazo de fama se arroja a la muerte; a una persona mundana temblar ante un albacea testamentario, y no temer al fuego del infierno; desear y anhelar la inmortalidad, desear ser feliz, y sin embargo evitar por todos los medios la muerte, un paso necesario para llegar a ello."
Etcétera.
Estas cosas -estas actitudes, estos comportamientos, estas voluntades, estos desdoblamientos, estas contradicciones, estas hipocresías, estos cambios de chaqueta- que dice Burton en su obra (1621) o que intuye que Demócrito (siglos V-IV a.e.c.), como buen reidor de su escepticismo, ya habría advertido a lo largo de su vida, estas cosas siguen en vigor en nuestros días. A nuestro alrededor, en las instituciones, en los negocios, en la hueca educación, en los pseudo medios de comunicación, en las aspiraciones absurdas y en las ambiciones torpes, en las relaciones que pretendemos desprendidas y generosas pero se truecan en obtención de algo a cambio, en los arcaicos conceptos sobre la vida que seguimos adorando mezcla de becerro de oro y dios salvador, en nuestra personalidad contradictoria y falsa, en la perturbadora inocencia que como adultos perseguimos todavía enarbolar irresponsablemente y que ni nosotros mismos nos creemos.
Estas cosas y muchas más dice el erudito Robert Burton en la suculenta y sabrosa obra citada donde un aprendiz de descreimiento como yo aún intenta hallar consuelo.
Y que bien las dice y desdice las cosas humanas, Burton. Aunque me temo que más que curar el descreimiento, lo va a confirmar y acrecentar.
ResponderEliminarA veces me pregunto cómo hemos podido ser la especie dominante desde el punto de vista de la evolución. Tal vez por eso: por la capacidad camaleónica de fingir, de representar mil papeles diferentes a lo largo de la vida, por esa cualidad, innata o adquirida, de la impostura.
ResponderEliminar¿Adaptación al medio? Será eso.
Saludos.