¿Por qué me han gustado siempre tan poco las aglomeraciones? ¿Tal vez por el ruido y el griterío desaforado? ¿Porque te obligan a identificarte con el todo aunque solo estés por la parte? ¿Porque no ignoras que tras el apelotonamiento del que todos participan hay quien señala por dónde hay que ir y a ti no te gusta ir por donde te dicen las minorías si no compartes sus instrucciones? ¿Porque se diluye el individuo en un amontonamiento abigarrado que igual podría ser de hormigas que de individuos, y tal estética rechazas? Ah, pero las hormigas no se acumulan, siguen un orden, te dices. Los hombres, ¿qué orden siguen cuando se rompe su línea habitual? Y sin embargo los hombres tienden a formar núcleos de masa que están compuestos de ellos pero no son ellos. ¿Buscan en esa conducta un ser superior que no solo les dé seguridad y fortaleza sino que les represente a su vez algo más allá de la pobrecita calidad que somos cada humano por separado? No me refiero a creaciones metafísicas.
Ante tantas preguntas, muchas de la cuales incluyen respuesta, Judith me pone de ejemplo la mano extendida. Los dedos sueltos, van cada uno por su lado, dice. Pero todos agrupados forman un puño. ¿Quieres decir que un puño golpea, como en el ring?, la interpelo con sarcasmo a medida que avanzamos por calles más escondidas y seguras. Sí, pero de otra manera. Las metáforas son bonitas pero pueden ser equívocas, Judith. Porque detrás de una mano con los dedos separados o juntos, en movimiento o en resistencia, ¿qué fuerza realmente se oculta? Tú siempre con tu sabiduría de libro, salta Judith, si bien con un tono cada vez más enternecedor. Lo digo porque la fuerza nunca procede de una parte sola, es detentada desde muchos ángulos y no son precisamente las mayorías quienes la tienen de su parte. Ella es rápida argumentando. Pues tenemos que hacer que las mayorías, como dices, sean las que decidan. Y ahora es el momento de hacer coincidir empuje y fortaleza colectiva. Para superar a quienes quieren impedir una vez más que protagonicemos la historia para cambiarla.
La chica me parece luminosa pero tan inocente todavía. ¿Se cambia la historia, Judith? Ella salta como un resorte. La pasada no, pero la que está por hacerse puede ser de otro modo. Me gusta polemizar con ella. Lo que se hace es vivir, Judith, aunque a la vida la designemos una categoría en cierto modo ficticia llamada historia. Además, ¿hasta qué punto tenemos claro lo que queremos?, insisto. Eres un agorero, nunca te decides más allá de tus indagaciones filosóficas, y por eso yo misma también te doy miedo. Tus ideas no me dan miedo, Judith. Estoy acostumbrado a escuchar de todo. Pero distingo entre lo deseable y lo realizable en un momento dado. Judith sujeta mi brazo. Ya, como dicen otros, entre lo posible y lo probable, ¿no es así? Y según tú, ¿qué tenemos por delante? De momento, le digo al llegar a una encrucijada de callejuelas, aquella tropa apostada a la altura del bulevar. Vamos por otro lado, propone nerviosa, pero no te sobresaltes, de muchas más difíciles hemos salido. ¿O es que vas a tener pánico estando yo contigo, aunque yo misma te dé miedo y no lo quieras reconocer?
Me hace reír la seguridad maternal que improvisa. Y su doble juego insistente. Creo que me ha calado, pero yo me reafirmo y solo me doy por aludido en una parte de su juego verbal. Lo que me temo es que tú y los tuyos os perdáis para siempre, digo. Me dan ganas de añadir: y de paso yo también, que me estáis arrastrando a vuestras ilusiones.
"Los dedos sueltos, van cada uno por su lado, dice. Pero todos agrupados forman un puño".... Una buena metáfora, aunque también los dedos pueden hurgar en la miseria humana cuando se ponen a escribir.
ResponderEliminarEl artista crítico John Heartfield diseñó una mano para un cartel y en la revista AIZ, muy expresiva. Y sí, los dedos hurgan mecánicamente, pero a dictado de la mente.
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