Cuando recorro las calles de la ciudad vieja, le digo a Alisa, nunca sé si voy acertadamente hacia atrás o si me pierdo en el tiempo como me sucede a menudo sorteando los recovecos de la trama urbana. Los trazados y los edificios supervivientes de otras épocas se embozan entre sombras. Podría preguntar ante la duda a algún vecino pero temo interrumpir su carácter taciturno. Además me gusta perderme, es tanto o más un deseo que un hecho. En ocasiones hasta lo provoco. Antes o después se sale de los laberintos. He paseado con más incertidumbre por la kasbah abigarrada de alguna que otra ciudad norteafricana. Sin prisa por salir, más bien dejándome llevar por su vórtice, persiguiendo un punto invisible donde supuestamente se pudo originar la espiral de aquella suma de vidas seculares. He acabado comiendo con los moradores generosos en alguna de sus casas. Me han dado posada si se me hacía tarde. Sin ningún precio, simplemente pidiéndome a cambio que les hablara de mi mundo, a donde habían huido muchos de sus jóvenes. Agradecían también que yo les escuchara. Y en aquellos diálogos se borraban procedencias y las creencias de cada cual quedaban de lado. Se hablaba de los tiempos desaparecidos y se hacían conjeturas imprecisas sobre el futuro. También en esas ciudades de sol intenso sucede como aquí. Que todos los caminos llevan siempre hacia el pasado. No hay un mañana garantizado, aunque a los humanos nos apremie la esperanza. Pero el deseo del porvenir es lento en cuajar y no asegura sendas cuyo recorrido esté claro. Y nos remitimos una y otra vez, como sucede con el conglomerado de los cascos antiguos de las ciudades, aún vivos y en parte fenecidos, a fantasear sobre lo que hubo. De tal modo que cualquier huella, una casa que haya sobrevivido o un templo que se haya respetado o simplemente el firme empedrado de una calle, tira de nosotros hacia su origen. Cada rincón quiere hablarnos de su tiempo. Es como si nos dijera: mira mi encalado, rasca para que descubras lo que hay debajo. O bien: frota la suela de tu zapato en la baldosa, viejas decoraciones estrelladas te hablarán de lo lejano. O incluso: desciende a estos sótanos cegados, no son solo cimientos sino túneles de la vida que no nos fue permitida. ¿No serás tú quien buscar dialogar con los elementos físicos de una ciudad a través de tu imaginación?, dice Alisa con su acostumbrada sagacidad. No digo que no, replico, pero me ha salpicado la saliva de una boca humana allá donde una conversación en corro nos ha convocado. O me han abierto el apetito más agudo los olores de los guisos en sus fogones. O me ha hecho girar la cabeza el perfume de jóvenes acicaladas para un visitante inesperado. Creo, Alisa, que los individuos no elegimos la ciudad. Caemos en ella por nacimiento o por accidente, un viaje de placer o aventura, por supuesto, o un desplazamiento masivo desde otra zona por motivos de persecución, por ejemplo. Una echada de dados. Aunque cuántas veces sucede que se ve venir al azar.
(Fotografía de Inés González)
(Fotografía de Inés González)
Toda pérdida lleva implícita la emoción de un encuentro. Tantas veces me perdí y no me enteraba ...., pero siempre acababa encontrando algo que distraía mi atención para recargar energías y así poder volver a perderme.
ResponderEliminarTe entiendo, también he tenido esa percepción y ciertas experiencias. Incluso a veces uno piensa si no será el último morador de la casa de Asterión.
EliminarMe parece que todos nuestros caminos son el resultado de un juego de dados.Lo escribió Ausias March y estaba en lo cierto.
ResponderEliminarDemasiada complicada la existencia como para que `se la pudiera prever en todas sus dimensiones. Apenas unas pocas y ya nos damos por satisfechos. Pero como diría el clásico ni el día ni la hora se sabe muchas veces dónde y cuándo llega. Y no me refiero a la muerte, que por supuesto, también forma parte de las reglas desarregladas del destino.
EliminarLas cuestas acusadas son parte de la ciudad de Sarajevo, especialmente en este barrio antiguo, caminar sus calles fortalece el cuerpo, y también el alma, especialmente en invierno cuando debes hacer verdaderos malabarismos entre la nieve y el hielo. Múltiples mezquitas habitan en el,sus cánticos son inconfundibles, como así también el llanto angustioso de los perros cada vez que escuchan las voces llamando al rezo. Siempre me he preguntado por qué lloran así los perros, serán que en su ADN anida el miedo y los recuerdos de la guerra.
ResponderEliminarCreo que es más bien una reacción perruna a las voces de la llamada. A los perros les rechina tanto la música y el vocerío...Aunque acaso el recuerdo de la guerra esté ahora más arraigado, sin duda.
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