Todas las mañanas llegaba la mujer a la plaza del mercado. Allí compartía con los ociosos el entretenimiento de dar de comer a las palomas. Se desplazaba de un lado a otro, observando con intensidad, pero disimuladamente, a los niños. Si un día faltaba alguno de los habituales preguntaba por él. Se ha ido a pasar unos días con sus tíos a Novi Travnik, le decían. O bien: hoy le han llevado hasta Igman como premio a sus estudios. Se movía despacio, trazando círculos con el vuelo del oscuro niqab. A veces se quedaba parada, inestable, como tomada por un leve mareo. Luego alzaba con discreción los ojos al cielo y pronunciaba muy bajo algo que no se sabía si era invocación o queja o simplemente un suspiro. Los niños, aunque la querían por la fuerza de la costumbre, recelaban de ella. Se sabía los nombres de todos los que jugaban ordinariamente allí. Les preguntaba por su familia, les daba consejos. En su afán protector no dudaba en derrochar gestos de bondad. El mismo tono de su voz era una caricia. Un día uno de los más pequeños, tan decidido como ingenuo, no pudo reprimir su curiosidad. ¿Dónde están sus hijos?, la espetó. ¿O no ha tenido jamás hijos? No están ya, respondió. ¿Se hicieron mayores hace mucho?, persistió la criatura. Sí, se hicieron demasiado mayores. Y eso fue hace tanto que no puedo calcular. ¿Y no vienen nunca a verla?, siguió diciendo el inocente. Sí, vienen por la noche, cuando estoy dormida. ¿Y no puede verlos?, razonó el pequeño en una escalada entrometida. Sí, sí, los veo, tal como eran. Tal como me dejaron una madrugada de nieve. ¿La abrazan fuerte y le dicen cosas bonitas?, exclamó el niño. Me abrazan tanto que hay días que me cuesta despertar. Y me hablan con tanta ilusión como cuando salían a jugar al patio o a correr por las calles del barrio. El niño no parecía conformarse nunca con las respuestas de la mujer. ¿Y qué le dicen? Ay, tantas cosas me dicen. Sobre todo que venga a veros, que os diga que sigáis siempre así, como ahora. ¿Es que sus hijos no quieren que nosotros crezcamos? La mujer dudó en ese momento. Me dicen que ellos no debieron haber crecido nunca. Luego se quedó callada, apagada. Al niño le llamaron los demás y echó a correr. Confuso, apenas le dio tiempo a decir: si no es bueno hacerse mayor, yo no quiero serlo. La mirada de la mujer fue una sonrisa que blanqueaba su tristeza.
(Fotografía de Inés González)
Dura historia... Un abrazo
ResponderEliminarLas hay a miles, tales o análogas. Un abrazo.
EliminarCon NEOGÉMINIS...
ResponderEliminarSalut
La cruz de la vida, y sin embargo la necesidad de sobrevivir...¿hasta qué punto de olvidar?
EliminarBufff... Me ha hecho sentir muchas cosas esta entrada. Me reitero en el hecho de que escribes como los ángeles, de tal forma que algo tan dramático se puede convertir en belleza. Me ha impresionado especialmente la forma que tienes de narrar la inocencia del niño que, en su incesante cuestionamiento, no se da cuenta de lo que sus preguntan implican, a la vez que son de una pureza extraordinaria. En fin, una preciosidad.
ResponderEliminarY yo que veo ciertos entornos de individuos y de sociedades tan demoníacos...El niño es un personaje que debemos seguir llevando de alguna manera dentro de nosotros para sortear lo inicuo, ¿no crees? Gracias.
EliminarUna historia muy triste pero muy bien contada. Y sí hay muchas, demasiadas.
ResponderEliminarUn saludo
Es que pienso en la de historias anónimas que habrá, o bien que no han llegado hasta nosotros...Te saludo también.
Eliminarcuántas madrugadas de nieve...
ResponderEliminarDe una nieve definitiva, aterradora, atroz, sí.
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