Bajo la bóveda del lugar soterrado un estuco representaba a un hombre y una mujer con ricos vestidos elevando una copa de vino moscatel. Ambos se sonreían con complicidad en la penumbra y giraban sus rostros hacia mí ofreciéndome el cáliz. Es la eternidad, me proponían en su lengua arcaica. Yo rehusaba. Prefiero lo inmediato, les respondía humilde.
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