"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 20 de septiembre de 2011

huele el otoño




El calor del final del verano es pegajoso. También ambivalente. Tumbarse sobre la hierba de la arboleda enfría la espalda. El rumor del río es constante, no cesa. Nunca ha entendido por qué llaman río a un arroyo sencillo y de poca profundidad. Simplemente porque los del lugar, a toda corriente de agua que fluye y acaba en otra, le otorgan el título genérico. Sus lejanos amigos de verano que vienen cada año a no perder las raíces de sus orígenes se ríen. Nada que ver con aquel río que desciende atravesando el norte de la Pampa húmeda buscando el océano. Donde las orillas, le cuentan, no se distinguen. Él se asombra, pero prefiere su río. Por su río se puede caminar, algo que no se puede decir de todos los ríos. A los grandes ríos se les nombra navegables, pero él, que ha visto muchas películas, no acaba de hacerse a la idea. Ese tipo de río de envergadura puede estar al lado o sentirse debajo si se navega en barcaza, pero no se puede caminar por él. A él le gusta pisar el fondo de cantos rodados y resbaladizos, sentir el filo refrescante de la corriente en sus muslos, caminar en dirección opuesta a la leve y acariciante fuerza del agua. En los tramos mansos ensaya sus lanzamientos de piedrecitas planas, que recorren la húmeda planicie de cristal y la salvan hasta el otro lado. ¿Será una metáfora de la existencia? El arroyo de su infancia ya no es lo que era. Recoge deshechos de algunas industrias que descaradamente vierten en sus humildes aguas. Pero hay días y zonas en las que el agua no es opaca y da gusto verla pasar. También hay pozas en su río. Lugares oscuros que todo el mundo procura evitar. Diámetros que hacen sospechar que preservan bajo su turbia superficie no sólo trampas, sino antiguos secretos. ¿O será lo mismo? Nadie ha sabido nunca la profundidad de esas pozas. El cieno impide sumergirse y bucear, y no se contiene la respiración con seguridad. Cuando ve pasar lo que los chicos llaman la patada, esa hilera de patos que se deslizan sin aspavientos, que se desplazan corriente abajo y corriente arriba, sin premuras ni ruido alguno, sabe que el agua aún es aceptable. Él se sienta con la chica junto a la ribera de juncos. Se miran, se callan. Ambos sienten dos paisajes. Pero al atardecer, el rumor de los chopos y el anochecer más temprano trasladan un escalofrío a los cuerpos. Los suyos se resienten. Sin el calendario delante sabe lo que llega. Pero él no puede desasirse de los dones que ha recibido. Se ha quedado para siempre en lo más impenetrable y protegido de la cella que su corazón puede brindar a la vida. Y ella, él, no pueden ignorarlo.



(Fotografía de Sara Saudková)

2 comentarios:

  1. Sí ya se acerca, viene prendido en el aire. Beso.

    ResponderEliminar
  2. A mí siempre me llegó a través de los sentidos, prendidos de la memoria.

    Buen descanso, Emejota.

    ResponderEliminar