Entonces, la sensación que el color rojo te transmite, coronado por una espuma que se va diluyendo en tu boca, y la copa que enfría tu mano, que acaricia tu garganta, que reposa en tus entrañas, sabiendo que la necesitas, que la urges, y cuando elevas la copa la miras fervorosamente como si contemplaras el nacimiento de un mineral, cuántas advocaciones cruzan tu memoria en ese instante simbólico, y qué ausencia desearías cubrir al absorber la casta del lúpulo, dándote en pensar en cómo eres tan capaz de asumir el amargor, con lo arduo que te resultaba soportar los sabores agrios, y cómo el amargor de la planta se ha transformado en distintas dimensiones para que tu paladar no lo sienta ajeno, sino para que se funda con el eco de la hiel que tus vísceras emite, o acaso es tu sentido del gusto el que ha cambiado, el que aparece más receptivo, lo que te hace dispuesto a aceptar el valor profundo que aún sigues buscando y sigues descubriendo entre la materia arraigada, lo que te hace desligarte felizmente de aquellas sensaciones tibias cuya forma y cuya ductilidad te engañaban fácilmente, y así ahora degustas lo hondo, lo que ves acontecer de sólido a licuado, lo que declama por sí mismo serenidad y aletea una solicitud apacible, por eso tu mano palpa el vidrio y sostiene la llama.
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