"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 24 de marzo de 2009

El sello (Traslado, I)



Apareció al hacer el traslado. Es curioso. Un traslado es un acontecimiento ambivalente. Y este valor reside en su inevitable contradicción, efecto del movimiento agitado de los bártulos. Pueden desaparecer objetos o ser hallados. En cualquiera de los dos casos las situaciones son imprevistas. El sello apareció en el doble fondo de un plumier. Bajo lápices sin punta y mermados, una goma de borrar gastada, dos portaplumas pringados de tinta china seca y una insignia de solapa de un equipo de fútbol desaparecido. El estuche parece obra de un ebanista hábil. Al abrirlo da la impresión de que tiene un solo espacio. Pero por la parte de abajo, con cierto cuidado y destreza se logra deslizar una tapa incrustada que muestra otro espacio autónomo. Ni Karl ni yo acertamos a comprender el significado de aquel compartimiento escondido, de tal modo que nos pasamos el resto de la tarde haciendo cábalas sobre su fin. Los humanos diseñan mecanismos ingeniosos cuando quieren ocultar cosas o significados. Unas manos diestras pueden ser capaces de hacer un estuche con una base disimulada. Una mente audaz puede fabricar palabras y construir oraciones sintácticas con diversas acepciones, listas para expresar algo diferente a lo que aparentemente dicen. Sus intenciones pueden ir dirigidas a determinados destinatarios sin que alguien que las oiga o las lea detecte lo que realmente pretenden decir. Karl siempre solía comentarme que los hombres están dispuestos a crear cualquier tipo de artificio con tal de preservar lo que desean, si es que lo que anhelan no lo obtienen. Mi hermano estuvo jugueteando un buen rato con el anillo, introduciéndoselo y sacándolo, comprobando la holgura de su caña y de paso el grosor de sus dedos. Incluso contemplaba coquetamente el efecto que causaba al alzar su dedo anular. El sello llevaba una inscripción, unas iniciales, algo muy del gusto de otro tiempo. Nunca comprendí muy bien aquella olvidada moda narcisista consistente en hacer grabar dos iniciales superpuestas. La pátina oscurecía el registro de las letras y no acertamos a distinguir con claridad de qué letras se trataba. En realidad sabíamos muy poco sobre los propietarios originales de todos aquellos objetos que iban apareciendo. Suponíamos que habían pertenecido a la familia y que se habían salvado de la intemperie de los tiempos. O bien que algún coleccionista ocasional de la casa los recogió por mercadillos de ocasión y los había guardado. Pero lo que menos podíamos esperar es que desfilaran ante nuestros ojos también los secretos. Karl se manifestaba inquieto y convulso ante el descubrimiento, y no sabía decirme más sino que aquello tenía que llevarnos a encontrar otros escondites. Y quién sabe si nos conduciría a nuevos enigmas. Si teníamos que demorar el traslado, lo haríamos. Lo importante de cambiarnos de casa, dijo Karl categóricamente, era dejarnos llevar por la emoción de lo inesperado. Y mientras, no dejaba de acariciar con su pulgar aquel sello tan convencional, tan estéticamente obsoleto.

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