Mientras jugueteábamos con el sello, lo advertimos. Un corte limpio en la parte posterior del aro rompía el círculo. Karl y yo nos estremecemos, y esa sensación nos aproxima. Sabemos de sobra qué indica, pero nos miramos con cautela. Karl pasa su yema por el corte lentamente y acusa un ligero escalofrío. Dónde pudo ser, y de qué manera, dice. Y es ese roce con el metal herido lo que lleva a preguntarnos cómo perdería el aire aquel hombre. Recuerdo entonces un proverbio, acaso una sentencia: las guerras no traen nada bueno para nadie. Es probable que se revele como verdad en el preciso momento histórico que tienen lugar y se sufren sus desdichas. Mas todos sabemos que no es cierto, que las guerras han traído ganancias para muchos. Que la riqueza de hoy es hija de la sangre de ayer. Que los que vivimos decentemente lo hacemos a costa de la destrucción de lo anterior. Pero, ¿y si no hubiera habido guerra? ¿Diríamos lo mismo? ¿Viviríamos con el bienestar que tenemos? ¿O estaríamos sumergidos todavía en una espiral inacabable hacia el abismo? La gente es muy dada a barajar alegremente posibilidades imaginarias; los más enterados lo llaman hipótesis. Señalar que si hubiera habido entendimiento no habría tenido lugar la tragedia. Después de haber acontecido los sucesos, qué fácil es predecir. Karl se muestra muy racional al respecto y no le gustan las ficciones sobre la historia que no fue. Siempre suele decir que si lo acontecido lo ha sido de una manera tan concluyente es porque era inevitable. Él cree en una especie de biología de la historia. En que las relaciones de los hombres con los hombres, y de los hombres con el medio, y del medio con la naturaleza tienen sus leyes intrincadas pero inexorables que no son fáciles de discernir por el pensamiento. Es terrible que solamente se vean los efectos, y estos son siempre consecuencia, destino. Es obvio que hay demasiados intereses en litigio, no siempre del mismo lado. Intereses enfrentados, visiones diferentes, proyectos opuestos. Y demasiada ideología. Excesiva turbulencia que oscurece las manifestaciones de la vida. Aún no ha desaparecido el olor nauseabundo de las últimas ideologías que sumieron al continente en el caos y ya palpitan otras que han recogido el testigo de las anteriores. La última guerra fue una parálisis que nos hizo reflexionar. A pesar de la experiencia dolorosa, parecía que iba a permitir encarar el futuro y la reconstrucción con otros elementos. En cierto modo fue así. Pero fue así porque abundantes rincones del planeta, donde los conflictos no han dejado de tener lugar durante estos años, han heredado las injusticias que incubamos nosotros. Territorios que nos han procurado nuestra salvación egoísta, mientras ellos accedían al infierno. Es como si nos hubiéramos quitado la mugre de encima y hubiéramos cubierto con ella a africanos, asiáticos o alejadas zonas del mismo continente nuestro que no hemos querido reconocer. Cuando Karl mira y frota el pequeño pero profundo abismo de la circunferencia que tiene entre los dedos, piensa y se agita. Él siempre ve tras un pequeño objeto, siempre lee en una huella, siempre vibra con sus vidas imaginarias.
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