Acoplada a la geometría más pura, ¿qué sientes detrás de ti? La observación innumerable, dirás. ¿Eso te basta? Pero el examen al que te someten los objetos no se traduce en aproximaciones. Pero tu mirada sólo se encuentra o en tu propio interior o en el vértice. Hablas con las aristas. Formas parte de ellas. Armonizas su rigidez y la tuya. Pretendes diluirte en el filo de su cavidad. Desaparecer entre sus intersecciones. Ése es el límite. Si volvieras la espalda sería otra cosa. Verías el campo a través. La geometría no sería ausencia, sólo proyección. Llamarías a sus ángulos, rincones. A la concurrencia de los planos, paisaje. A las rectas que rozan el infinito, cielo. A lo fractal, oleaje. Así, lo niegas. Y esa introspección, ese arrinconamiento, ¿hasta qué punto es útil? Al fusionarte con la geometría que te atrapa, pretendes rescatar la tuya propia pero tal vez cedes a ella. Al situarte en la vertical del vértice niegas el avance. Al pretender ese paso la fusión será posible, sí. Pero a diferencia de las Cariátides tú no sostienes el entablamento del pórtico del Erecteion, y te espanta ser un eco de las antiguas esclavas de Caria. Sólo tu pie izquierdo sugiere la última posibilidad. La apertura nueva. El retorno. Emprende la marcha. Gira sobre su talón. No vaciles. Nada es inmanente. De la posición de un pie depende que la nervatura de tu cuerpo se recupere y abandone la opacidad de lo inmóvil. Rebélate contra la geometría que encarcela tus dimensiones. No eres línea, sino despliegue.
(Fotografía de Misha Gordin)
(Fotografía de Misha Gordin)
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