"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 5 de octubre de 2008

La tortuga y el monte (Monogatari, 4)

La pobreza no exhibe riquezas, pero resguarda tesoros. Lo que quedaba del antiguo templo del Amanecer Dorado me cautivó. No eran los restos exquisitos de la arquitectura apenas inexistente, ni la biblioteca modesta, ni los paseos de castaños que tejían una estrella de ramajes en derredor, con ser hermoso y apreciable todo ello, lo que más me conmovía, sino la hospitalidad con la que fui acogido. Eso y mi curiosidad por tratar de saber cómo habían sobrevivido aquellos monjes a la incuria de los años y a las adversidades hizo que me detuviera más tiempo de lo previsto. Mi presencia fue aceptada de buen grado. Para los ancianos, porque se consideraban apreciados al detener mi viaje y acogerme entre ellos. Y para Eiko, el novicio, porque yo era referencia de un tipo de vida que él desconocía y que jamás habría imaginado. Los monjes aceptaron con bondad que el viajero hiciera libremente su vida de observador, si bien compartía comidas e incluso algunos momentos de preces con ellos, como condescendencia a sus cuidados. Eiko buscaba la manera de librarse de las tareas cotidianas para interrogarme con pasión acerca de esa otra vida sobre la que mantenía una expectación rayana en lo tentador. Me mantuve discreto y calmo al informarle, porque no quería que interpretaran en la pequeña comunidad que el viajero venía a alterar orden alguno. Si este caso se llegaba a producir tendría que verse como asunto de disensión interior, y yo tuve sumo cuidado en no provocar tensiones entre el febril joven y los callosos ancianos. Uno de los días en que retornó la llovizna me concentré en mis lecturas y en mis reflexiones. Eiko me llevó a un lugar protegido de la pagoda, abrió una especie de altar y extrajo tras la estatua de Buda un rollo que contenía una pintura apreciable en tonos sepias, con una serie de leyendas. En ella se representaba a una tortuga trasladando una roca sobre su caparazón. La visión me anonadó. Pero la roca podía ser el monte. Pero la roca podía representar el templo. Pero la roca podría tratarse de la naturaleza entera. Pero la roca podía constituir la carga de la existencia. ¿Y la tortuga? ¿Acaso la fuerza de la vida? ¿Tal vez el empuje, la constancia, la firmeza? ¿O puede que más aún, la tenacidad, la perseverancia, la dirección correcta? Ya no hubo día suficiente para llenarme. La lluvia exterior no alteraba mi capacidad de asombro. Y escribí, indagué, prospecté.


Vieja tortuga:
sobre tu caparazón
cargas el todo.

(Pintura de Nagayama Koin)


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