"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 25 de agosto de 2008

Inédita de Vladimir M.



Estimada Lilya Urievna. He leído cinco veces su carta. En cada lectura se apodera de mi una emoción reincidente. Leo lo mismo y leo algo diferente. Es como si tras su curso lineal los significados se multiplicaran. ¿O es mi deseo de escuchar lo que implícitamente se encuentra en ella pero usted lo cubre con un tul enigmático? Usted dice que estamos hechos de fisuras. ¿Sabe? No se sorprenda, Lilya Urievna. Al igual que en los movimientos tectónicos de la Tierra, nuestra geología personal se va haciendo. Hay quien piensa que procedemos de un estado bruto cuando nacemos y que vamos afinándonos a lo largo del tiempo. ¿Afinándonos hacia dónde? ¿No será más bien que vamos descubriendo nuestras superficies abruptas y ahondando en nuestras profundidades desconocidas, sin acabar de conquistar ni unas ni otras? Es evidente que en las vidas humanas sucede como con la naturaleza en general. Hay elevaciones, hay depresiones, hay resquebrajamientos, hay llanos. Hay contracciones, en fin, porque nada permanece estable de una manera ideal. Nos nutre el perpetuo movimiento incandescente que se proyecta de manera concéntrica sobre todas las esferas de nuestras conductas, actividades y comportamientos. Lo que en ocasiones da la impresión de armonía, apacibilidad o simple quietud, características que la gente denomina normalidad, con frecuencia son simulaciones, consensos o sencillamente un dejar hacer. Siempre me he preguntado si los humanos somos sustancialmente diferentes al resto de la materia de la que está formada el planeta. Si nuestras formas, cuya apariencia revela un derroche de energía, movilidad y dispersión, son algo superior a las que rigen los bosques, las otras especies o los sustratos que sostienen nuestros pies. ¿No somos más bien reflejos, adaptados y adecuados a nuestras características, del resto de elementos y seres que conforman la totalidad diversa, bruta y sutil de la naturaleza? Dice usted en su misiva, mi estimada Lilya Urievna, que no sólo nos reconocemos en lo pulido del mármol, sino en las divergencias del mineral y en sus espacios huecos. Usted da en la clave, mi apreciada amiga, y eso me hace feliz porque creo que a su vez usted me comprende. El reconocimiento por la obra terminada con frecuencia es algo efímero, porque siempre deseamos conformar otra obra. Y tampoco es fácil ponerse de acuerdo en la calidad, objetivo y significado de lo pulido. Sin embargo, en el esfuerzo por tallar nuestras aristas escarpadas, en el ejercicio por ahondar en las galerías subterráneas de nuestra personalidad, en la demostración de nuestras debilidades, confusiones y quiebras cuando tratamos de acercarnos al otro es donde verdaderamente nos comprendemos y posibilitamos el sentimiento entre los individuos. Coincido con usted en que el conocimiento no es un relámpago. Un relámpago es simplemente el aviso de la energía desencadenada que llega detrás y que, ésa sí, está cargada de conocimiento, de comprensión y de fuerza cuya dimensión apenas se intuye con las fugaces centellas iniciales o los bramidos exagerados del trueno. La sangre de la naturaleza humana es un eco de la sangre circulante y embriagadora de la naturaleza total. Comprender esto es vital para sentirnos arropados, para no sucumbir a las incomprensiones y desaciertos, y para no ser pasto de la melancolía destructora. Discúlpeme, Lilya Urievna, pero no dude usted. Poner en cuestión los lugares comunes y las vulgaridades que asolan y separan el diálogo entre los humanos es necesario, útil y liberador. Pero en su fuero interior, no dude de usted misma, ni de aquel que se siente estimulado por su presencia. Cuando vuelva usted a Moscú medirá de otra manera sus inquietudes, que yo agradeceré comparta conversacionalmente conmigo. Volveré a leer por sexta vez y ávidamente su carta. Con ella, como con mis propios poemas, a cada relectura se me muestra alguna luz nueva, por leve o insensata que sea.


N.B. Huelo en el papel de su carta un ligero aroma que presumo procede de usted misma. Mi amigo Petrov-Vodkin me mostró en su estudio unos hermosos cuadros que, a buen seguro, tendrá especial gusto en mostrarle a usted. Por cierto, ¿sigue inmerso en sus negocios su esposo Osip Brik?

7 comentarios:

  1. Menuda carta ficticia... impresionante, Fackel. Desde luego, el hombre se encuentra en sus fallas, en sus laceraciones, en sus pérdidas. Ahí se tienden puentes hacia el otro, hacia el decir del otro...

    Te superas a ti mismo cada día, y es tanta la alegría que da leerte que te perdono los pecadillos de hacer caso omiso de mis comentarios maillardianos o barbarianos (jur).

    abrazos

    ResponderEliminar
  2. ¿Qué demonios, qué tengo que perder? Aquí te dejo una reseña que intenté hacer a "Diarios indios", de Chantal Maillard. Como complemento a tu flamante reseña de "Hilos". Hala:

    Diarios indios (Pre-Textos, 2005), de Chantal Maillard, es la segunda entrega de lo que se ha configurado como una especie de trilogía involuntaria: ubicado entre Filosofía en los días críticos (2001) y Husos. Notas al margen (2007), tiene sin embargo la singularidad de aparecer como una especie de isla en la obra de la poeta y ensayista. A diferencia de los otros dos, Diarios indios no ha sido el germen de ningún poemario; Filosofía en los días críticos es la fuente indirecta de Lógica borrosa y Husos el crisol del que emerge, transfigurado, el poemario Hilos. Por lo tanto, Diarios indios no tiene un espejo poético en que mirarse y queda como discurso autocontenido, sin puntos de fuga, y sin embargo se inserta en un proceso de depuración estilística radical, que desde la “prolijidad” de Filosofía en los días críticos desemboca en la aspereza y la ruptura del lenguaje en Husos y su posterior declinación poética.

    A su vez, Diarios indios está compuesto por tres cuadernos que dan cuenta de otros tantos viajes a la india: “Jaisalmer” (1992), “Bangalore” (1996) y “Benarés” (1999) fraguan, así, tres estancias en otras tantas ciudades del subcontinente indio.
    Podríamos definir esta obra singular, extraña e inclasificable, como un “diario de viajes filosófico” que entroncaría vagamente con la genealogía del Michaux de Un bárbaro en Asia o el Bruce Chatwin de Los trazos de la canción. Sin embargo, Maillard se aleja de la distanciada ironía del primero y del análisis de los mitos del segundo. Y avisa en el prólogo: “Los cuadernos que componen este libro no son crónicas de viaje. Tampoco son el resultado de un experimento antropológico, ni mucho menos se proponen fomentar una espiritualidad exótica. Dan cuenta tan sólo de un punto de vista, o más bien de un punto de estar, un punto en el que estarse para, desde la mayor extrañeza, atemperar el juicio que precede, siempre, a la experiencia, y procurarle a la mirada, dentro de lo posible, un medio de neutralidad”.

    Nos encontramos ante un proceso de introspección consagrado a revelar los mecanismos mentales, sus trampas, su ambigüedad esencial. Este proceso tropieza, en primer lugar, con la conciencia del deseo, deseo que ha de entenderse no sólo como apego a las formas mudables del mundo fenoménico, sino como adhesión incondicional al “yo” que, ilusoriamente, nos conforma. A continuación, encuentra la siguiente objeción: ¿cómo observar al yo que observa? ¿No sería necesario otro yo que observara al primero, y luego un tercer yo para observar al segundo, y así ad nauseam? La autora sortea parcialmente esa hipotética refutación de su método en los siguientes términos: “Identificarse con los propios estados mentales es la condición natural del ser humano; observarlos no es propio de esa condición, es el resultado de un entrenamiento, algo así como un ejercicio de esquizofrenia controlada. La escritura de mis “diarios” no es sino el testimonio de una voluntad comprometida en ese empeño; son una obra en marcha que terminará al tiempo que mi capacidad de observarme y dar cuenta de ello”.

    No hay, por lo tanto, una instancia o conciencia superior que englobe estratos inferiores, sino una íntima escisión, una frontera antinatural y premeditada.
    Ese proceso no impugna la presencia acuciante, a veces visceral, del mundo exterior, que en “Jaisalmer” se ofrece como extrañamiento, en “Bangalore” provoca una reacción de rabia y en “Benarés” se refleja con una suerte de ecuanimidad. Por ello, el estilo cambia de un cuaderno a otro: expectante en el primero, deja paso a letanía en el segundo y se sumerge en la contemplación distante en el tercero.

    En “Jaisalmer”, primer viaje, la autora renuncia al eros y toma partido por el thanatos, no necesariamente negativo como lo ha lastrado el pensamiento occidental. El thanatos facilita el extrañamiento, la mirada volcada en el umbral de la conciencia, a punto de quebrarse, de extralimitarse… pero queda, pese a todo, dentro de sí misma:

    “El tiempo de las cosas se mide por su sombra, y sólo el que no tiene sombra es eterno. El desierto, por eso, es eterno. Con el sol en el cenit un hombre pierde su sombra. Puede decirse que entonces se le otorga la posibilidad de estar en su propio centro, de no distinguirse de sí mismo. Por un instante, es un iluminado. Pero a luz le gusta jugar en la llanura. Basta que aquel hombre levante un brazo: hallará su sombra debajo. Cualquier movimiento lo habrá de delatar. Basta con que quiera verse a sí mismo y comprobar la ausencia de su sombra: aparecerá la huella de su rostro a sus pies. Nadie puede estar iluminado y verse a sí mismo. El ser y el conocer no pueden ser simultáneos si existe una llanura o una línea de horizonte. Ser y conocer simultáneamente sólo es posible en el vacío porque en el vacío no hay nadie”.

    “Bangalore” asume el aprendizaje de la compasión como una tarea primordial en el camino. Para llegar a uno mismo, es menester llegar primero a los demás, dar el rodeo por el otro para descubrirnos mejor. Como señala la autora, no se trata de la compasión cristiana; es un sentimiento que tiene que ver con cierta fiereza primordial, desprovista de cualquier idea ética o imperativo categórico.
    El mundo sigue ahí:

    “Violaron a una niña inglesa, anoche, en Bangalore. A él, le mataron. Dicen que fue casualidad, que no estaban juntos, que sus almas se habían separado mucho antes. Pero no lo creo. Yo los vi, a ambos, cruzando la tarde, ayer, ella sosteniendo una pereza azul en su vientre; él, unos anteojos dorados. Tan sólo los separaba la tela de algodón transparente que cubría sin ocultarla la estela de su cuerpo.
    No fue causalidad, fue aquella blancura del tejido. Hay veces que la vida no soporta tanta blancura”.

    “Benarés”, cronológicamente el último cuaderno, está dividido en dos partes. “48 ghats” traza un itinerario por las escalinatas que bajan al Ganges. En cada una de ellas, la observadora se detiene y nos hace partícipes de sus impresiones. Asombra el modo en que se deslastra de los prejuicios de la sentimentalidad occidental: todo es observado con la imparcialidad de quien contempla un mundo cuyas fuerzas precipitadas, que en Occidente rápidamente asimilamos al bien o al mal, no provocan la respuesta moral automática y preconcebida con la que nos defendemos de lo ajeno en virtud de una inmunología preventiva meticulosamente inoculada. Los niños vuelan las cometas, los ascetas amasan boñigas, la perra negra se alimenta de fetos en el Ganges… el observador no siente horror ante ello, no juzga: todos los estímulos han quedado igualados por una mirada ecuánime, que contempla sin perplejidad las mudanzas del mundo:

    “La perra negra es especialista en fetos. Tiene tiña como casi todos los perros de Benarés, pero sabe como ninguno rastrear los fetos hinchados que las aguas devuelven a la orilla. Aquí está. Empieza por el cerebro. Una joven japonesa se acerca a la escena, se pone la cámara en la cara. Duda. No se atreve a disparar. Los intestinos ya se escapan por el cuello derramándose entre las guirnaldas amarillas y las bolsas de plástico que se estancan en el ghat y un olor nauseabundo corre como una brisa rozando el papel en el que escribo. El suelo de piedra ya cobra el tono rosa de la sangre aguada. La perra se relame. Da unos pasos a lo largo del ghat y vuelve al festín que ya es un tronco abierto por la espalda. Tres niños juegan a sumergir guirnaldas a su lado. La perra cumple con el cielo, restituye la carne a otra carne, lo impuro a lo impuro, devuelve a la totalidad la parte que le corresponde. Ya no puede reconocerse a qué ha pertenecido el trozo de carne que bambolea entre la pata derecha del animal y su hocico. El sol se está poniendo despacio en los escalones. Los niños juegan”.

    Las respuestas automáticas de rechazo y repugnancia quedan desactivadas y la mirada emerge liberada. Ha sido desnudada hasta el tuétano y, acantilada, está dispuesta a invertir su dirección. “Diario de Benarés”, segunda parte de “Benarés” y conclusión del libro, “describe el itinerario de una conciencia observadora que acaba siendo objeto de su propia observación”. Para ello, se despoja de todo sentimiento y todo deseo, se aquieta, se remansa, se vuelca en el ahora. La descripción del proceso se acompaña de una reflexión profunda sobre la naturaleza del deseo, sobre cómo éste engendra la multiplicidad, la diferencia, la escisión y, a la postre, se erige en motor genesiaco de toda divinidad. Lo cual lleva a la autora a gritar: “¡Muéstrame tu dios y te diré cuál es el color de tu miedo!”. Sigue un ataque frontal a las religiones y a las servidumbres que las propician, pues los seres humanos “tienen poca fuerza para la orfandad”. Y caen las máscaras: “Jehová: uno de los dioses que ocupan la parte superior izquierda del mandala tántrico. El error: confundir a uno de los devas (dioses) con el Absoluto. El dios de los judíos: un deva vengativo en guerra contra los asuras (demonios). Un dios que necesita la ayuda de los hombres: ellos son su alimento. Al rezarle le dan su fuerza, le entregan su energía. Los dioses se alimentan de las preces de sus “fieles”” […] El error del hebraísmo: hacer de uno (de los dioses) el Uno. El error de Cristo: asumir el hebraísmo. El error de muchos cristianos: confundir a Jehová con el Dios del Cristo o, incluso, con la síntesis última del racionalismo”.

    El proceso de escisión es tal que incluso genera paradojas o poéticas de la percepción:
    “Me apuntaron a mí, pero ahí donde llegó el dardo no había nadie.
    ¿O sí lo había?
    Yo acechaba, detrás del árbol.
    Vi algo caer.”

    De regreso del viaje, parece que el umbral que define ambas conciencias –la conciencia y la conciencia observadora– vuelve a espesarse y a investirse de la ceguera que rige nuestra vida. A tientas se vuelve de otro mundo, de un mundo radicalmente ajeno que sirvió de excusa para una íntima ordalía, y acaso para una derrota, no menos secreta.

    Uno de los últimos párrafos revela que persiste el deseo de protección, que quizá la mirada que pretendió desencarnarse ha fracasado y naufraga en la orfandad, en la niñez que denunciaba:

    “Por haber sufrido, tal vez, o inmerecidamente me concedieron un ángel (es una manera de decir; todo es una manera de decir).

    Cuando un ángel cae, al principio sufre porque no sabe nada salvo la tarea encomendada. Después, poco a poco va recuperando la visión y el poder. Cuando lo recupera del todo, entonces se va. Dicen que ha muerto, pero no: es que le han vuelto a crecer las alas.

    No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego?”.

    Y ya el libro deja a esa escritura, muy limpia y despojada de ornamentos, al borde del abismo del lenguaje: en Husos ya no habrá que limpiar el verbo, sino dinamitarlo, romper las cadenas lógicas de sentido y los ensamblajes predecibles que traducen el mundo.

    ¿Qué ocurre con el poema si cae desde un sexto piso?
    Pero esto es otra historia.

    Y un vídeo para ti de propina:

    http://es.youtube.com/watch?v=aO6Eux9DsOc

    Hoy me he lucido, con valor!!

    ResponderEliminar
  3. Estimado Hacker. De cierta huída veloz de Vostochnyy -tan próximo a Moscú- en tiempos peores hubo quien trajo ciertas cartas y otros escritos íntimos que se habían cruzado entre Vladimir M. y Lilya (Urievna) Brik. La frontera entre la comunicación y la recreación ni siquiera estaba clara para ellos. Salvo en los momentos más apasionados y para compensar ciertas separaciones forzosas y evidentes, en que la sinceridad rasgaba descarnadamente los labios y los oídos de ambos. Esas cartas permanecen inéditas; traducirlas es lento y abrumador, de ahí que las dé a conocer a cuentagotas de vez en cuando. A mi también me emocionan, a pesar de que con frecuencia me parecen herméticas. Pero ¿no es el hermetismo un recurso pra evitar la interferencia de terceros?

    Celebro que te gusten.

    ResponderEliminar
  4. Hombre, Hacker, tu texto sobre Diarios indios es interesante, tanto que me pica la curiosidad y voy a indagar sobre el libro, es decir, trataré de localizarlo y ponerme ante él (¿Lo leeré después?) Por cierto, ¿llegaste a publicar el comentario o lo tienes sin publicar? ¿Fue una mera recesión para tu satisfacción personal?

    Ah, veo que una cantante ya demodé (desde el punto de vista comercial), Barbara, te tiene abducido. Yo de ella, y de mis viejos tiempos, sólo recordaba la soberbia e impresionante L'Aigle Noir. ¡Hasta Carla Bruni la ha cantado últimamente! Esa canción es un clásico. Me alegro que me des a conocer otras de ella, las oiré en youtube poco a poco. Pero no me hagas sentirme obligado a que me gusten, jaj.

    Salud y fuerza.

    ResponderEliminar
  5. ¿Traduces eso del ruso? Mi admiración sigue intacta...

    "Diarios indios", Fackel, te gustará, así como "Husos". Son libros impactantes, arriesgados, sinceros, encarnizados; creo que los párrafos que he seleccionado son de sobra elocuentes. De lo mejor que he leído en los últimos años. Por supuesto la recensión la hice para mí, me horrorizaría hacer algo así por dinero...

    Ah, Barbara, Fackel, Barbara... la verdadera belleza nunca está demodé, nunca se anquilosa. Sólo a Barbara le he visto hacer esto (hablo, en concreto, del último minuto y medio):

    http://es.youtube.com/watch?v=VMQ-ahRITho

    Verás: Barbara nunca hizo grandes éxitos, salvo "L'aigle noir", su única canción comercial que fue un hit radiofónico en 1971. Su estilo es otro: sutil, ambiguo, perfilado en armonías clásicas, muy alejado del pop y de la chanson pija que, con todos mis respetos, cultivan figuras como Carla Bruni, Dominique A y tantos otros. La gran chanson encarnada por Brel, Brassens, Ferré, no ha tenido dignos continuadores. Y entre aquella estrellas Barbara aunaba la gravedad y la gracia, la transparencia y el peso del dolor del mundo.

    Claro que no te obligo a que te guste, faltaría más: la emoción musical suele ser intransferible, cada cual se abreva de acuerdo a su sed.

    Ah, otro detalle: hay una gran sintonía entre Barbara y Maillard. La última cita a la primera varias veces en sus libros, y se refiere a canciones como "Le mal de vivre", que se nota la han marcado. Como bien sabes, todo se toca en este rizoma que desafía cualquier intento de revelación exhaustiva.

    ¿Cuán viejos son tus tiempos, Fackel? ¿Es indiscreto preguntar tu edad?

    ResponderEliminar
  6. Hacker, hermano: lea usted también siempre entre líneas. O al margen de ellas. O por encima de ellas. ¡Reclamo la imaginación como objeto de uso individual! (Jamás podrá estar en el poder, a pesar de aquello que nombrábamos en el 68)

    Bona noite.

    ResponderEliminar
  7. Sin duda, así lo haré, hermano, puesto que tan donosamente me has convocado a maitines... :)

    Abrazos.

    ResponderEliminar