"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 13 de mayo de 2008

Berlín, 1933 (Farsa en un acto)



No, en el principio inexistente o al menos impreciso, no fueron los libros. Ni las palabras. Éstas no existen desde siempre. Como todo. Ya lo he dicho otras veces. Acaso antes, en ese lento y complejo devenir de lo que ha llegado a denominarse humanidad por los humanos actuales, fueron los gruñidos, las actitudes, los nerviosismos, las miradas severas o solícitas, los apartamientos o aproximaciones, las sensibilidades toscas o timoratas, acaso el simple ir haciendo...Habría tiempos donde lo útil directo y lo observante y el simple abandono tendrían una frontera precisa, tal vez como ahora. Y a la vez ocupante de la otra, transversal, transgresora. Pero las palabras, ah, las palabras. No se sabe bien si nacidas de la función, de la relación, de la contemplación o de todo un poco, son una manifestación muy reciente. Más reciente todavía ese intento por atraparlas y de que no se quedaran en lo etéreo o en la simple tradición oral, que decimos ahora, y que se materializó en soportes. Tablillas, paredes, pergaminos, libros...Estoy seguro que en la carencia o privación de los soportes anteriores, hasta las arenas de las playas, el humus húmedo de ciertos terrenos, las paredes calizas o la mano de un hombre fueron también soportes efímeros. Los siguen siendo; yo me sigo asombrando de las frases que me encuentro por los muros de las ciudades, me asomo discreto a la servilleta de papel de un solitario en espera dentro de un café, o corro a la orilla del mar cuando un grupo de chicos se van tras escribir algún nombre, algún deseo...Los libros: aunque ya superados técnicamente por la revolución informática, permanecen ahí, y han conformado extraordinariamente los últimos siglos. Especialmente, el siglo XX.




Estos días, de una manera más o menos extensiva, se ha comentado en la prensa que hace setenta y cinco años (ya se sabe, la manía y el tópico por hablar de los acontecimientos históricos en las cifras redondas) tuvo lugar la pretendida purificadora quema de libros por parte de los nazis. Sí, el 10 de mayo de 1933, en lo que es hoy la Bebelplatzt de Berlín, entonces Plaza de la Ópera, tuvo lugar la representación. Porque aquello revestía todas las características de un montaje teatral de baja entidad: una farsa, un escenario, unos figurantes, un mal acompañamiento musical, una pésima dirección, unos protagonistas chabacanos, un vulgar tema y un más ordinario argumento. ¿Tan baja había caído la elevada cultura alemana heredada de la Aufkärung y de la modernidad del Estado unitario formado en el siglo diecinueve? ¿O precisamente porque se manifestaban los rasgos más extremos que los nacionalismos muestran cuando no consiguen todos sus objetivos de poder y hegemonía en los tiempos anteriores? Preguntas para una búsqueda. Con aquella quema de cierto tipo de escritura de pensamiento y literaria se pretendía convertir en símbolo el afianzamiento del pensamiento único, sólo posible a través de la persecución del pensamiento y de la expresión de los demás, dejémonos de rodeos. Un símbolo imbécil, pero admonitorio de las quemas más terribles que iban a llegar después. Ya el poeta alemán Heine dijo en 1820 que “donde se queman libros se acaban quemando hombres.” Y no era nuevo en la Humanidad, no. Se suele citar la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, pero aquello queda muy lejos en geografía y tiempo histórico. En 1502 ya hubo quema de libros árabes en la España del nuevo Estado unitario. Y sólo era la antesala de uno de los instrumentos más terribles que la cultura occidental y cristiana ha inventado: la Inquisición, que siguió con sus prácticas de requisiciones y quemas librarias, materializadas consecuentemente en la quema de ese libro irrecuperable que es un simple ser humano. Pero yo no quería hablar de todo. Quería recordar los setenta y cinco años de aquél día fatídico nazi. Sin embargo los libros, señores y señoras, se recuperan. Los sufrientes humanos exterminados fueron el verdadero símbolo de la extinción real. Hay un cinismo muy mecanicista extendido por ahí que, para justificar los avatares de la destrucción y la muerte por parte de unos humanos con poder sobre otros, dice que la biología humana también se reproduce en su cinta de Moebius. Pero mire, si usted, usted en persona física y no usted en abstracción semántica, deja de reír, de emocionarse, de amar, de admirar y de comprobar porque le eliminan físicamente, es usted quien lo deja todo muy a su pesar y sin su permiso. No la abstracta humanidad. Y ahí, por favor, no olvidemos nunca el valor de lo verdaderamente irrecuperable y esencial.

1 comentario:

  1. Hola, Fackel, cuánto tiempo. Es verdad, una farsa, pero no en un acto, sino en un rosario de actos que vinieron después...De acuerdo con Heine y contigo en que lo impòrtante es el Hombre. El hombre perseguido, quemado, torturado, extinguido, reprimido, gaseado...El verdadero Libro es el Hombre. Ni los libros ni las religiones del Libro...La vida única no se recupera con su extinción. El libro soporte siempre puede ser redditado, desde luego. Como símbolo, aquello de 1933 fue como poco soez, soberbio, pero cutre, significativo y acobardador. Quien lo ejecutó era víctima de su propia cobardía y temor a lo ajeno. También hoy día hay quienen lanzan fatwas sobre musulmanes o ateos disidentes en el mundo islámico, por ejemplo. Las mismas fuerzas negras subyacen y si se crecen lo intentarán de nuevo. Respuesta: leer. Pero leer, ¿no hace entender al Hombre? Un abrazo.

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