Ocurre que hay días en que las sombras y las luces se conjuran. Los ojos de los hombres son opacos cuando sólo miran por sí mismos. Los ojos de los hombres no se ponen en la mirada del árbol ni en la de la nube ni en la del suelo. Los ojos de los hombres se creen los únicos ojos de la inmensa mirada que es el mundo. Por eso su mirada, casi siempre, es triste. Porque es inaprensible respecto a la luz. Porque es insaciable con el deseo. Porque es inapetente con la bondad. Es verdad que hay niños, una especie a extinguirse en su apresuramiento por dejar de serlo, que pueden ver lo que luego no verán. Es cierto que hay soñadores, que siempre imaginan, aunque perecen en sus recreaciones ideales. Y que también hay bufones que, al reírse de las miradas hieráticas de los hombres, intentan ver la representación de otra manera. Y hasta hay pequeños pasos por la abstracción que a uno se le brinda en cualquier instante, si sabe escuchar un rumor, percibir una brisa o capturar un beso entre la muchedumbre. De ahí las conjuras de los cielos, las de los movimientos imperceptibles de la arboleda, las del desplazamiento perpetuo del polvo de los caminos, las del flujo imparable de los arroyos, las del caminar de los insectos. Conjuras para mirar la vida de otra forma. Para mirarla, oigan, para mirarla.
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Y para verla...!Hay que mirar, y ver con los ojos bien abiertos lo que se mira para que llegue bien adentro y se convierta en parte de uno mismo. Si no, ¿qué más da?
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