(Indagaciones VI)
El amanecer es frío, pero la luz emergente consuela. Las vías se le antojan sombras de personajes de Giacometti. Se desgajan en su horizontalidad, sólo interferida por planos secantes. Una vez que los convoyes pasan veloces sobre ellas, se consolidan en su estatuaria de acero. Los trenes son como pinceladas adolescentes. Su transcurso recurrente, pero efímero, dotan a los raíles de justificación, pero éstos reviven con una identidad propia más allá de las horas del tránsito. Hay también tramos de vías abandonados que siguen teniendo el mismo orgullo, aunque no cumplan ya la función. Con frecuencia le gusta pasear por el territorio yermo de los ferrocarriles obsoletos. Los hierbajos crecen entre las traviesas, recordando a los que invaden el perímetro de las tumbas olvidadas. Las heladas de la hora temprana tiñen de palidez el balasto ennegrecido. Cuando camina por las vías, va dando saltos de traviesa a traviesa y, sorprendentemente, mira a sus espaldas por si se acerca algún tranvía fantasma. Hay una metáfora incorporada a los trazados del tren que le cautiva. Esa manera de avanzar como si se dirigiera hacia un infinito bastante improbable. Donde se afirma cada paso, sabiendo que sigue una recta que desafía su pensamiento. Cuanto más camina hacia lo desconocido, más reclama su procedencia. En la proyección de la geometría de los raíles, que pareciera existir naturalmente desde siempre, se concede a una entrega que no va a llevarle a ninguna parte, pero juega a intentarlo. Winckelman piensa entonces con especial intención en las propuestas del Tao. Lo que simula rectitud no es sino curvatura. Donde señala el Norte no hay sino retroceso. Donde se pretende llegar ansiosamente a un destino sólo se reafirma la certeza del origen. Desde que mantuvo el pulso del enigma con la mujer fugaz de la cantina, ha visitado en varias ocasiones la estación. Puede más la desazón que la conciencia clara de por qué él está en aquella parte del país, donde antes nunca se había asomado. El país es grande. El viajero es una actitud. El recorrido, siempre una excusa. Sospecha que este tipo de sucesos que depara el azar no son sino procedimientos reflejos a través de los que él se va integrando en la novedad. Es en este marco más vivo en el que Winckelman incrusta el legado recibido. Y lo reconoce. Donde empieza a dotar de significado a la casa y a la huerta y al paisaje circundante. Es en esa vinculación incipiente donde puede plantearse un cambio de talante. No lo razona ordenadamente, no lo interioriza de manera apriorística, sino que deja que hagan mella en él los factores casuales. Piensa que una toma de contacto con el medio implica siempre una actitud plural. Comienza a intuir un arraigo secreto con el lugar. Aquella sensación de pasajero, de visitante accidental, de huésped de paso que tuvo los primeros días, pierde densidad. Supera el distanciamiento desconcertado. Una jornada más, se ha llegado hasta la cantina en una hora aproximada a la de aquella mañana. Se ha sentado y toma un café cuyo humear traza interrogaciones. A la espera de un signo. Lo que parecía marginal al objeto de su presencia en el pueblo se ha convertido en motivo añadido, tal vez fundado, tal vez imprescindible. Hay un misterio arcano que le reclama, pero hay otro latente, soñado o no, que le confunde. Ahora sabe con claridad, ¿o es sólo el afianzamiento de una intuición?, que debe ponerse manos a la obra a recuperar la vivienda. Buscar el hilo de un pasado que se le está resistiendo. Le excita vivamente la idea de empeñarse en una presencia real.
El amanecer es frío, pero la luz emergente consuela. Las vías se le antojan sombras de personajes de Giacometti. Se desgajan en su horizontalidad, sólo interferida por planos secantes. Una vez que los convoyes pasan veloces sobre ellas, se consolidan en su estatuaria de acero. Los trenes son como pinceladas adolescentes. Su transcurso recurrente, pero efímero, dotan a los raíles de justificación, pero éstos reviven con una identidad propia más allá de las horas del tránsito. Hay también tramos de vías abandonados que siguen teniendo el mismo orgullo, aunque no cumplan ya la función. Con frecuencia le gusta pasear por el territorio yermo de los ferrocarriles obsoletos. Los hierbajos crecen entre las traviesas, recordando a los que invaden el perímetro de las tumbas olvidadas. Las heladas de la hora temprana tiñen de palidez el balasto ennegrecido. Cuando camina por las vías, va dando saltos de traviesa a traviesa y, sorprendentemente, mira a sus espaldas por si se acerca algún tranvía fantasma. Hay una metáfora incorporada a los trazados del tren que le cautiva. Esa manera de avanzar como si se dirigiera hacia un infinito bastante improbable. Donde se afirma cada paso, sabiendo que sigue una recta que desafía su pensamiento. Cuanto más camina hacia lo desconocido, más reclama su procedencia. En la proyección de la geometría de los raíles, que pareciera existir naturalmente desde siempre, se concede a una entrega que no va a llevarle a ninguna parte, pero juega a intentarlo. Winckelman piensa entonces con especial intención en las propuestas del Tao. Lo que simula rectitud no es sino curvatura. Donde señala el Norte no hay sino retroceso. Donde se pretende llegar ansiosamente a un destino sólo se reafirma la certeza del origen. Desde que mantuvo el pulso del enigma con la mujer fugaz de la cantina, ha visitado en varias ocasiones la estación. Puede más la desazón que la conciencia clara de por qué él está en aquella parte del país, donde antes nunca se había asomado. El país es grande. El viajero es una actitud. El recorrido, siempre una excusa. Sospecha que este tipo de sucesos que depara el azar no son sino procedimientos reflejos a través de los que él se va integrando en la novedad. Es en este marco más vivo en el que Winckelman incrusta el legado recibido. Y lo reconoce. Donde empieza a dotar de significado a la casa y a la huerta y al paisaje circundante. Es en esa vinculación incipiente donde puede plantearse un cambio de talante. No lo razona ordenadamente, no lo interioriza de manera apriorística, sino que deja que hagan mella en él los factores casuales. Piensa que una toma de contacto con el medio implica siempre una actitud plural. Comienza a intuir un arraigo secreto con el lugar. Aquella sensación de pasajero, de visitante accidental, de huésped de paso que tuvo los primeros días, pierde densidad. Supera el distanciamiento desconcertado. Una jornada más, se ha llegado hasta la cantina en una hora aproximada a la de aquella mañana. Se ha sentado y toma un café cuyo humear traza interrogaciones. A la espera de un signo. Lo que parecía marginal al objeto de su presencia en el pueblo se ha convertido en motivo añadido, tal vez fundado, tal vez imprescindible. Hay un misterio arcano que le reclama, pero hay otro latente, soñado o no, que le confunde. Ahora sabe con claridad, ¿o es sólo el afianzamiento de una intuición?, que debe ponerse manos a la obra a recuperar la vivienda. Buscar el hilo de un pasado que se le está resistiendo. Le excita vivamente la idea de empeñarse en una presencia real.
Me gusta el desconcierto de Winckelman. iene razón los trenes esconden muchas metáforas.
ResponderEliminarBuenas noches Fackel
Las metáforas se nutren con frecuencia del desconcierto de los hombres, Olvido. Gracias por acercarte a esta salpicada página de Fackel.
ResponderEliminar"Esa manera de avanzar como si se dirigiera hacia un infinito bastante improbable."
ResponderEliminarEs eso , exactamente, lo que me fascina de vías y trenes. El camino por hacer, no el destino.
Buen viaje!
O la ruta por navegar, no el puerto que se marque uno. Gracias y buena navegación, a bordo ya de 2008 (casi)
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