"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 28 de noviembre de 2007

La durmiente



En su último sueño a ella le pareció escuchar pisadas quedas. Se le representaba el eco de un sonido apagado, como si fuera producido por el desfile ordenado de una serie de caminares pausados. No lo veía con claridad, pero le parecía que una pequeña legión de hombres articulados, como aquellos que los aprendices de dibujo utilizan con frecuencia para tener en cuenta las proporciones, se deslizaba una y otra vez arriba y abajo de su cuerpo desnudo. Cuanto más se aferraba a la almohada, más se repetían los paseos seriados de los hombrecillos inermes. Su trabajo como modelo en un estudio de pintura por las mañanas y en otro de fotografía por las tardes la había extrovertido de tal manera que ni sus sueños parecían propios. Ella se había entregado de forma tan exclusiva a la observación de aquellos ojos que intentan percibir las dimensiones del objeto y de aquellas manos que tratan de obtener los trazos o los encuadres, que era prácticamente el centro de una aprehensión. Durante las sesiones, ella se evadía reduciendo el pensamiento, espantando las tensiones, desvinculándose del círculo de artistas en ciernes. Eso sí, transcurrido el horario laboral, ella se transformaba espontánea pero convictamente en pura posesión de sí misma. Se recluía en su casa, cocinaba por el mero hecho de disponer de otro arte entre sus manos, acariciaba a su negro pastor belga, escuchaba sonatas, leía, se dejaba llevar sensorialmente por un aseo prolongado. A veces citaba a un pequeño grupo de amigos, siempre elegidos por ella misma, y en aquellas veladas que podían durar hasta bien entrada la medianoche se limitaba a observar a los invitados, hasta que ellos se convertían en sustancia parlanchina, en objeto de ebriedad pacífica, en amarga materia abandonada a sus soledades y confidencias. Pero los sueños la traicionaban. En los sueños su vida seguía siendo una prolongación de las miradas ajenas. Sólo que en ellos, era ella misma la que se contemplaba, la que se distanciaba y se aproximaba y se colocaba de perfil o debajo o aérea, para captar todos los ángulos posibles de su corporeidad. Nunca se veía reposando sobre un sofá o durmiendo en una cama, sino que en sus apariciones oníricas adquiría las posturas más intrincadas. Se veía yaciendo sobre el techo de un tren, postrada cómodamente sobre una tumba, rendida sobre las tapias de una obra en construcción, hecha un ovillo sobre el regazo del conductor del autobús, flotando sobre las ramas de un árbol de generosa densidad. Esa propensión a soñarse durmiendo en los sitios más aparentemente inestables la dejaban perpleja al despertar. Pero jamás se había sentido tan relajada, ni su cuerpo lucía tan esbelto al ejercitar los estiramientos de la mañana. Tras el último sueño aún le picaban ciertas zonas de la piel. Cuando se metió en la ducha tuvo que frotar con cuidado pero con tesón y firmeza sobre el eje de su propia columna vertebral. Las huellas recurrentes de aquella procesión de figurantes nocturnos no se habían borrado simplemente por el hecho de haber amanecido a un nuevo día.


(Creación de Zademack)

2 comentarios:

  1. Creo que colgué en el post anterior un comentario que debía ir aquí, lo siento, las velocidades ninformáticas no son buenas para nadie.

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  2. TRanquilo, Sebastián, lo imaginé. Las velocidades dsequilibran a todos. Y lo que tú dices, las inestabilidades son oníricas, pero también en este otro lado se dan. Un abrazo.

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