"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 15 de julio de 2007

Mirada atrás


Al amanecer tomo la dirección que se aleja de la ciudad. El aire trae olor a lluvia. Puede ser la respuesta a una noche sin estrellas. A mis espaldas abandono ilusiones y tal vez una oportunidad. O dos. He cambiado oportunidad por posibilidades. De entrada, el cambio es desigual. Acaso funesto. Las posibilidades son más etéreas, más improbables, si se permite la licencia. La oportunidad toca lo concreto, casi es lo concreto. Estaba al alcance de la mano. Mis amigos de atrás lo comentarán. Ha despreciado la fortuna, dirán. No sabe lo que quiere, censurarán. Los pinos se despliegan a mi paso, sin advertir mi riesgo. La ciudad estaba plagada de ocasiones donde asentar una larga y próspera vivencia. O varias. Demasiada repetición, excesivas obligaciones, escasas novedades. Cuando creía que surgía un aprendizaje, ya me sentía avezado. Cuando pretendía consolidar una amistad, ésta se manifestaba puro interés. Cuando me deslumbraba una querencia, la tal se revelaba acostumbramiento. La cosa pública dejó de interesarme en cuanto me di cuenta de que lo público se reducía a las maniobras de las castas. Cuando mostré intenciones de acceder a ella me cercaron para que me definiera. La cosa pública no admite advenedizos que piensen por sí mismos, y mucho menos disidentes natos. Mi obsesión por el urbanismo empezó a quebrar cuando percibí que los cánones pasaban porque éste tenía que transformarse en monumentalidad. Y a continuación en exaltaciones y memorias imperecederas a los rectores de la patria. Más tarde, me aparté de los gabinetes que diseñan la ciudad porque veía demasiado afán por la ganancia fácil, en detrimento del pensamiento que debía acompañar el mismo diseño. Al principio frecuentaba el foro y los debates y tertulias que se animaban en las casas de algunos patricios ilustrados. La presencia de innumerables ciudadanos, el ardor en la defensa de sus criterios y los planteamientos variados y argumentados, que tanto me entusiasmó en una primera época, dejaron de seducirme cuando comprobé que tanto en el fondo como en la forma aquello era algo excluyente para otras partes de la población, cuyo status distaba de ser reconocido. Siempre defendí la necesidad de una política tributaria razonable y bien enfocada, que revirtiera en las obras públicas y en las mejoras colectivas. Sin embargo, el ansia de una recaudación que esquilmaba a los menos favorecidos y que iba dirigida al mantenimiento de campañas militares de dudosa eficacia en lejanos confines, acabó por desesperanzarme. Mi fe en la magistratura la defendí con muestras palpables de interés y de apoyo. Cuando tuve conocimiento de la larga cadena de sobornos, que amenazaban con socavar el propio sentido republicano, empecé a tocar fondo. Y, no obstante, todo esto podría haberlo disculpado, o simplemente haber hecho la vista gorda, dejándome llevar buenamente y viviendo mi vida. Fue cuando conocí la persecución de que estaba siendo objeto mi amigo Flavio, cuyas narraciones satirizando el momento social y denunciando las corruptelas de los patricios más conspicuos y conservadores resultaban molestas y difíciles de digerir por estos, cuando decidí que esta ciudad, esta metrópoli madre de todas las metrópolis, se me estaba quedando pequeña para mi sensibilidad. Hoy parto con las escasas luces del alba, con poco equipaje y con una gran pesadumbre por no haber sabido mantener lo que se me ofrecía. Mis amigos, mis amantes, mis colaboradores y vecinos, si han sabido captarme y percibir mi susceptibilidad fundada, me comprenderán. Espero haber dejado en ellos un grato recuerdo. Deben entender ahora que soy un hombre de búsquedas y no de asentamiento fácil. Mis hados son diferentes a los suyos, pero creo sinceramente que me protegerán, de la misma manera que deseo que, a pesar de todas las turbulencias, ellos se sientan protegidos.


(La Via es fotografiada por Rolfe Horn)

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