"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 19 de julio de 2007

De camino


A veces la ciudad es una sombra. Los tranvías son como el encendido de un cigarrillo. Luminosos pero fugaces. Pasa el que va para la 92, justo de donde yo vengo. Saco un Farways y me lo pongo en los labios. La humedad desmoviliza a hacerlo, preferiría esperar a llegar a la calle 55, entrar donde Rockwell, encontrarme con Bill y pedir una copa. Preferiría. Me lo pienso por un momento, más por vagancia que por otra cosa. Además no apetece sacar las manos de la gabardina. Así que dejo el cilindro dentro del paquete, me rindo por una vez. No me sienta mal respirar el aire por respirar. Es como los que toman sesiones de oxígeno, pero esto sale más barato. La lluvia ha limpiado el ambiente, y le dan ganas a uno de embriagarse con el ozono. Mientras avanzo, pienso en mis tareas del matadero. Empiezan a cansarme. Es menos incómodo que descargar desde una grúa la chatarra de aquel desguace donde trabajé antes, bajarse, enderezar toda la metalurgia desfigurada, volver a subir a la grúa, vaciar la carga de golpe pero a la vez situarla ordenadamente. Demasiadas labores, haga frío o calor, demasiado ruido, demasiado rechinar. Tenía ya los oídos desgastados y las mandíbulas desencajadas por el efecto de los roces chirriantes. Y dominaba el color gris. No sé por qué, pero entrara lo que entrara en aquel cementerio de deshecho, todo se tornaba gris, y ya podía hacer sol o salir el arcoiris, y ya podía ser el amanecer o el crepúsculo, que una nube parda cubría el espacio. Hasta mis ojos se volvían más turbios. Algunos amigos me decían que incluso la mirada la tenía más descolorida. Entonces fue cuando aquella mañana, tras una resaca de órdago, me miré al espejo como si me estuviera mirando la novia más pura que hubiera tenido en mi juventud. Me costaba reconocerme. Mis ojos adquirían una forma cúbica, descolocada, y se situaban a distinto nivel. No había tonalidad en ellos, ni brillo, ni pigmentación, sino que formaban una especie de duplicidad geométrica cubierta de una película opaca. Me asusté mucho ante el espejo. Pensé en el efecto de la noche sobre mi cuerpo, pero al día siguiente y al otro comprobé que seguían igual. Era una desocularización a marchas forzadas la que tenía lugar en mis ojos. En el fondo estaba deseando una especie de revelación como la que cuento para abandonar aquella tarea. Entrar en el matadero supuso un cambio tajante con lo anterior. Durante un tiempo, bien por la novedad, bien por el aprendizaje, me sentí a gusto. Y eso que no se trataba precisamente de una actividad quirúrgica. Degollar cerdos, abrir en canal vacas, descuartizar conejos era un trabajo lleno de colorido. Nada que objetar en ese sentido. Las riadas de sangre que corrían por los canales del piso me recordaban algunos vinos que mi primo Pierce me había traído en cierta ocasión de California. Vino y sangre estaban vinculados por el color, pero también por la textura líquida. Incluso por el olor agrio y esa acidez que se convierte en vapor. Además no podía quitarme de la cabeza aquel simbolismo que sucesivamente aparecía en diversas historias bíblicas. Incluso un acontecimiento relevante de los Evangelios vinculaba el sacrificio del hombre con el vino, y sublimaba a éste a través de la exaltación de una muerte concebida para redimir a los que lo desearan. Si aquello tuvo lugar o no, no lo sé. He comprobado durante todos estos años que la vida está repleta de cuentos y fábulas y de imaginaciones varias, y que todo consiste en repetir ciertas historias o al menos ciertas frases, sobre todo en el momento adecuado y ante un público entregado. Es verdad que los ganchos que colgaban de las grandes vigas que se desplazaban por las alturas me recordaban algo al cementerio de morralla que había dejado. Demasiados garfios por todas partes, demasiadas herramientas afiladas, demasiados cadáveres bocabajo, demasiado vino, quiero decir sangre, derramada por todas partes. Las mangueras a presión trataban de desalojar aquella fábrica de tintes naturales, pero la actividad no cesaba. Se limpiaba más por efectos higiénicos y porque la visión de los animales exterminados estuviera siempre a salvo que por borrar las huellas de la matanza. Porque no se pueden borrar huellas cuando éstas son el ser mismo, el peso que las dibuja, el volumen que las traza. Si llevo ya una temporada en el matadero es porque desde el primer momento no quise ver las cosas sentimentalmente. A veces me tienta proyectar mi mirada como sobre una película de Tom y Jerry. Pero el ejercicio lo veo exclusivamente a través de mi propio esfuerzo. He pensado que, en cierto modo, sigo desarrollando mi actividad anterior, y eso es lo que me hace resistir. Y gracias a ver la masa como algo puramente físico, incluso bestialmente material, y a que me pagan mejor, para qué engañarme, es por lo que perduro. Y a pesar de todo esto, no sé por qué, pero empiezo a sentirme cansado. Un desaliento difícil de situar, una sensación de que me aburro, de que llevo camino de eclipsarme nuevamente. De que acaso una mañana volveré a mirarme al espejo y encontraré mi mirada disuelta, y los ojos esparcidos por el pavimento y un denso fluido rojizo rebosando los párpados, como si me estuviera devorando el sol.


(La fotografía es de Francesca Vergnano)

2 comentarios:

  1. Tiene su puntito esta redacción style neoyorquino. Resulta fresquita.

    ResponderEliminar
  2. Bueno, anónimo, si lo sientes así se acepta.

    ResponderEliminar