Casi lo logra. Hoy hubiera cumplido cien años. De haber vivido, naturalmente. Pero decirlo así es una incongruencia como cualquier otra. Ella mira desde la lejanía, no sólo del tiempo que nos parece pasado y muerto, sino del tiempo que en ese momento estaba por llegar. Hay unos grandes ojos ligeramente saltones que se extravían en una mirada triste pero expectante. Con la serenidad y la calma que exhibe se acoraza de cierta luctuosidad familiar. Probablemente también de una tribu numerosa. Puede que incluso de sus fantasmas. No parece tampoco que quiera despedirse de una inocencia que acaso nunca la perdió del todo. Probablemente no quedaba mucho para una guerra de la que se protegió con bastante fortuna en el ámbito familiar. Que era tanto como decir de los que iban a resultar triunfadores. Preguntarse qué esperaba ella de la vida, en una sociedad tradicional del primer tercio del siglo veinte, llevaba la respuesta implícita y clara. La mujer, mito a la horma del hombre. O mejor, de las instituciones que pontificaban sobre la vida de los humanos. Sumisión, maternidad, domesticidad, familiaridad. Valores de uso, valores de cambio indiscutibles en la España eterna. Y sin embargo, lo que parece tan evidente está cargado de enigmas. Al final, conocemos los efectos, pero apenas comprendemos el por qué de las causas. Qué poco se nos ha legado sobre las pequeñas rebeldías y luchas cuando tanto se ha dado por hecho sobre las grandes aquiescencias. Un parapeto bestial: la religión. Escudo y sacrificio. Entrega y condescendencia. Reducción y asimilación. Dejación y abandono. Los agentes del ejército negro de Dios se repartían por toda la geografía para procurar con afán salvífico por la bondad de las almas con carne y debilidad. Después de la masacre del treinta y seis, todas. A la fuerza. El país, convertido en la agustiniana Ciudad de Dios. Los unos, creyentes; los demás, conversos. Los muertos están desprovistos. Son la solución de los vivos. Ella tiene una mirada cálida y desasistida. Sus labios aprestan una dulzura impagable. Probablemente ya era entonces la mujer cargada de ilusión y de ternura que yo conocí más tarde. No puede imaginar que, tras la guerra, su vida se alterará. No puede ver todavía la contundencia de sus hermanos mayores, el fanatismo, el desasosiego. Ni medir la fe ciega. No puede sospechar los pasos que irán marcando huellas en su entorno. No puede dibujar en su mente aquellos trazos que acabarán desubicándola de sus raíces. Si alguien le dice entonces que un día vendrá un hombre normal, trasuntado de soldado herido, desde otra apartada región del país para seducirla (¿o le sedujo ella a él?), no lo hubiera creído. El precio del desarraigo. Nunca renunció a sus referencias del otro lugar. Y sin embargo, si se la compara con tantas otras mujeres de ese momento y de esa historia, fue una mujer de extraordinaria suerte. Al menos aparentemente. Pero siempre me he preguntado: más allá de lo aceptado y asimilado por ella ¿fue realmente feliz?
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Nostalgica semblanza, pero Fackel crees que alguien es realmente feliz, que significa 'realmente feliz'?
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