¿Hay algo que nos acompañe más fielmente durante el día que el ruido? Sí, las bacterias, o los microorganismos en general, se dirá. Pero el ruido, como efecto multiplicador de los comportamientos humanos, deviene en algo contundente, extensivo, arrasador. Y no se trata sólo de todo aquello que se desprende de los desplazamientos de masa y el tránsito de vehículos, de los quehaceres laboriosos, de los encuentros grupales o de las ocupaciones ociosas. Este ruido, digamos técnico, más o menos llevadero, costosamente soportable, muy abominable en ocasiones, difícil de digerir con frecuencia y de efectos cada vez más perniciosos sobre el organismo, es una consecuencia de un cúmulo de actividades y pautas humanas que se han disparado desde la segunda mitad o último tercio del siglo veinte y que amenaza cada vez más la convivencia y la quietud, así como la misma salud mental de los individuos. Si a eso se le suma la tradicional conducta española de medio vivir en la calle o de hacer de los pisos una travesía peatonal, la patología está servida.
Pero hay otro ruido que también abruma. Es el de las palabras desmesuradas. Esas que salen de la boca de los flamantes representantes de las instituciones sociales a los que les encanta salir en la foto. O la que como cascada monótona emiten nuestros conspicuos políticos profesionales. También ese atronador aplomo de los triunfantes empresarios que se permiten discernir sobre el bien y el mal, siempre, claro, en función de que sus negocios prosperen. Ni qué decir tiene cuán pretencioso amaneramiento resulta el de los predicadores portadores de la verdad, clericales o no. O las aseveraciones, en ocasiones apocalípticas, a las que nos someten los medios de comunicación (otra clase de predicadores) que compiten ferozmente y tratan de vender sus productos con sus fórmulas de tele o prensa basura. Uno piensa también en esa ralea de escritores psicoconsejeros, algunos de extraordinario éxito con acento argentino y chileno, cuyo plagio de los antiguos aforismos e historias orientales las traducen en actualizaciones fáciles, adornadas de presuntas recomendaciones psicológicas y morales, que les permiten vender tiradas millonarias. Qué decir de los columnistas vacuos que se han reclinado en sus pertinentes pesebres, a cambio de ver su nombre registrado como habitual colaborador en tal periódico o en tal otro, aparte del precio, naturalmente. Sin mencionar la legión de iluminados improvisados que moran en todos los ambientes con su afán castigador.
Ese ruido palabrero se ha convertido en un fenómeno atosigante, pesado, confuso. No es ya sólo la manera de hablar precipitada y cargante lo que rechina. Lo que hiere es la manera frágil y superficial de exponer el discurso, los modos repetitivos y machacones, el mal uso del vocabulario y de la gramática, la pedantería impositiva que exhiben, el vacío de sus contenidos, la torpeza de sus contradicciones. Este ruido no sólo está bloqueando los argumentos enriquecedores que fomenten la conversación o la atención precisa para un análisis de los hechos, sino que se constituyen como un tapón que obtura el flujo de esa esencia misma que es la necesidad de las palabras.
Lo pinto duro, ya lo sé. Tal como lo siento. Yo mismo soy también generador y reproductor de ruido y no me libra más la voluntad que pongo por desahogarme con visceralidades orales o escritas. Pero uno se siente identificado con la mujer del anuncio. El ruido se cierne sin límites, acaso sin piedad, como una tenaza sobre nuestras mentes receptivas y sobre nuestras conciencias decisorias. El riesgo es desesperante. ¿Qué hacer? ¿Asumir la provocación acechadora sobre el sistema nervioso del cerebro? ¿Ignorar el flujo desorbitado de la palabrería insensata? ¿Desechar la capacidad de intercambio de ideas que ha caracterizado desde antiguo a los humanos? ¿Cómo conseguir rebajar la tensión causada por los ruidos? ¿Quién nos asiste ante la marea incesante de los ruidos que nos consumen? La solución, en el próximo y desconocido cambio de ciclo histórico. Para quienes lo conozcan.