miércoles, 30 de octubre de 2019

Max y yo degustando a John Donne




En una de las cosas en que coincidimos Max y yo es en nuestro gusto -en nuestro degustar- por la obra de John Donne (1572-1631, Londres) Su poesía es asunto serio y magistral. Pero de su obra en prosa solo conozco sus Paradojas y sus Devociones, reflexiones de tipo ensayístico sui generis, y tienen el punto de la frescura, del ojo observador, de la advertencia sagaz. Las Paradojas las escribió con veintitrés años y son lo que dice el título. Puesto que se trata de escritura en edad joven aún es irónica, atrevida, divertida incluso. Que los breves capítulos los titule, por ejemplo, Que la desunión hace la fuerza o Que los hombres viejos son más insensatos que los jóvenes o Que todo se destruye a sí mismo ya da idea del tipo de reflexión a la contra, poniendo el dedo y la mirada crítica sobre costumbres, modos, tópicos, ideas fijadas en la opinión general. La otra obra, Devociones, está escrita en edad madura, y en ella se manifiesta su interés y, por qué no decirlo, su obsesión por los temas de la enfermedad, los médicos, los cambios físicos, los tratamientos, la muerte. Consideraciones como podemos hacer cualquier a medida que el avance de la edad nos coloca en la tesitura de afrontar quebrantos y modificaciones corporales, por decirlo de manera suave. Por supuesto, no son tanto pensamientos científicos como  el desarrollo de pensamientos personales, probablemente ya tocados por circunstancias familiares dolorosas y por el encaramiento con su salud. Tanto Paradojas como Devociones están editadas por Ediciones Cuatro (Valladolid, 1997)

Leyendo a Donne uno tiene una sensación análoga a cuando lee a Montaigne. Por supuesto, el corpus de pensamiento de este último es inmenso, inagotable, una mina continua. Pero es ese estilo de escritura indagadora, que le da vueltas a todo, que considera lo humano con la amplitud y hondura precisas para tener entre las manos cierta explicación de las cosas y, sobre todo, cierta actitud ante las contradicciones y las afrentas que la edad y en general la vida nos depara a todos.

La poesía, ah la poesía de John Donne, la dejamos para otra ocasión.





(Fotografía: Escultura del escritor en el John Donne Memorial de Londres, tomada de The Epoch Times)


domingo, 27 de octubre de 2019

Naida. Emina surge de dentro de la piedra




Dirás: Emina, que parecía tan dura, que se mostraba sin fisuras, que aparentaba pétrea como sus mármoles, es ahora esto, una superficie liviana y maleable. Dirás: ella que es capaz de dividir el bloque en líneas a través de las que golpea con firmeza, cae aquí ahora desordenada, hendida. Dirás: la talladora contumaz, a la que no se le resiste ningún material se convierte en mis manos en el mineral más dúctil. Dirás: ay qué vulnerables quienes alardean de vigor y seguridad. Diré: ay de los débiles, cómo ocultan su fortaleza tras la máscara de la fragilidad. Diremos: quién es más cobarde, quién más dañino. Dirás: dejemos de ser los dos la roca impenetrable, el volumen deforme, la masa inerte, la expresión callada. Diré: esculpe de mí hasta lograr la ignota presencia. Conviérteme en modelo y en obra, en habilidad y en herramienta. Diremos: extraigamos de nuestros cuerpos otros cuerpos, incidamos con nuestras manos más allá de la piel, configuremos formas que solo habíamos intuido en sueños. Diremos: confluyan nuestros músculos dispares, sosiéguense los temperamentos, que se despierten los impulsos recatados. Ni tú debes ser tú, ni yo debo ser la misma, propondrás. Cincela en mi torso otro torso, enerva el busto arrancado a la apatía, complementa el rincón más olvidado de mi cuerpo, sugeriré. Las voces hablarán con otras bocas. Los pensamientos serán convertidos en esquirlas que saltarán sin rozarnos. El deseo tránsfuga balbuceará un nuevo alfabeto. ¿Quién puede impedir que oficiemos como arte este ritual? Diremos una y otra vez, en esta duración brevísima, aspiremos a la plenitud de la obra, desplacemos el tiempo hasta hacerlo invisible, sometamos las horas. Dejemos aflojar las riendas del caballo desbocado en el que galopamos. Tú dirás: vas a temer luego el alejamiento. Tú te preguntarás con la voz de otra mujer que no conocías y que habitaba dentro de ti: ¿cómo latiré cuando hayamos superado este tiempo en que nos hemos engendrado el uno al otro? Tu corazón no será el mismo, osarás desafiarme. Tu corazón modelará otra sangre, te retaré. En nuestros ojos los cristales se esparcen en infinitas partículas. Las manos tiemblan, las auras de los dos tiemblan. ¿Cuántos hombres eres?, preguntarás sin apenas agresividad. ¿Dónde has estado antes?, responderé convulso, ignorando que yo tampoco sabría decir dónde estuve antes de llegar a ti.



(Fotografía de Inés González)

jueves, 24 de octubre de 2019

De piedras sencillas, en recuerdo de los olvidados, que no de montañas blasfemas





Una vez traje unas piedras de caliza del páramo. Llevaban tierra adherida, también telarañas, también sangre. La sangre estaba seca, no estaba visible salvo para los ojos que la querían ver. Como los míos. Aquel flujo noble, componente de la historia, emanaba de la misma aridez del páramo. El manantial de los inocentes se remontaba muchas décadas. Cerca vivía la familia de mi padre dedicada al cuidado de ganado ovino, propiedad de otros dueños. Llegadas las infaustas fechas en que los matones se crecieron, apropiándose de vidas y destinos, los ungidos por dios y por la patria se dedicaban a sacar a gente de sus casas para a continuación darles lo que llamaron ignominiosamente el paseo. Mi familia escuchaba de madrugada las detonaciones descargadas por unos cuerpos ebrios de odio y de alcohol contra los cuerpos nobles de otros hombres. A veces algunos escapados de la persecución se escondían entre la mies crecida, era julio caluroso, y cuando pasaba mi abuelo por el camino le chistaban para atraer discretamente su atención y le pedían un trozo de pan. En otras ocasiones los matones se presentaban en el caserío y preguntaban a mi abuelo si había visto algún rojo. Como el hombre dijera que no había visto a nadie le prevenían para que si veía a alguno les avisasen. Los días de gloria de los asesinos siempre llevan sangre en sus horas. En las piedras que me traje del páramo, repletas de agujeros y aristas desiguales, producto de la eterna erosión de la larga noche castellana, se intuían galerías profundas, inextricables. Durante un tiempo seguía saliendo de vez en cuando una hormiga para sorpresa del hombre perplejo. ¿Seguían resistiendo algunas en oscuros conductos, retorcidas galerías, diminutos hábitats por la inercia biológica? Yo veía en los humildes insectos que de vez en cuando se mostraban a la luz y corrían por la habitación la reencarnación de la vida más allá de su secuestro. Hoy miro todavía las piedras y pienso en el daño, en el dolor, en la desgracia de los hombres. Por eso me gustan las piedras sencillas: inconsistentes guijarros de río, puntiagudos cantos de los caminos, crecidos pedruscos de caliza de los oteros, porque representan la anónima llaneza de los hombres olvidados.




(Por Julio, Jesús, Paco, José Antonio, Julio R., Antonia, Rafa, Lena, que resistieron cerca de mí pero que en estos últimos años han ido desapareciendo por causa de alguna que otra enfermedad o suicidio, aunque yo creo que todos en melancolía. Estarían de acuerdo conmigo en dar valor a las piedras sencillas e ignorar la montaña blasfema que hoy los medios de comunicación pretenderán convertir en protagonista) 


lunes, 21 de octubre de 2019

Postal de Naida (y una llamada de Emina)





He recibido una postal de Naida. No te veré hasta dentro de cuatro o cinco días. Me han ofrecido un trabajo en Tuzla y quiero saber de qué va. Esta postal que te envío nada más llegar es también para decirte que me gustaría recurrir aquí a nuestros paseos de las horas libres. Aunque estoy sola y no me arredro ni ante los perros ni ante los hombres, disfrutaré de los recorridos imaginando que paseas a mi lado. Me basta el placer del recuerdo. Así que si te suena el oído es porque te voy contando lo que veo. Cuatro días pasan pronto. No malgastes tu soledad sin Naida. Siempre tan sorprendente esta mujer. Pero ¿por qué dirá que no malgaste mis días sin ella? ¿Temerá mi soledad realmente o acaso los riesgos de la suya? A veces tengo la sensación de que va un paso por delante de mí. Como si me conociera más que lo que uno se conoce o que intuyera mis comportamientos antes de descubrirlos yo mismo. Sabe que mi estancia en Sarajevo implica explorar, mirar con proyección multiplicada cuanto hay entre el monte y el río, observar las casas que visito no solo como continentes acogedores sino para pulsar el tono con que se fortalecen las vidas. En este sentido qué provechoso es para mí escuchar cuanto narran sus habitantes sobre los pasados generosos y los pasados desgarradores. Estar en esta ciudad es como ir experimentando otras formas de crecimiento. En ideas, en visiones generales y concretas, en emociones, en reflexiones que cierren el círculo de lo que se me ofrece. Hasta en gustos. Y ahí el animal que late dentro de mí también crece, y todo crecimiento lleva consigo más necesidad nutriente y, por lo tanto, más hambre y más sed, es inevitable. Admito que no me falta capacidad de resistencia para no ceder a todas las tentaciones que me agitan. Al precio de no verme nunca satisfecho. Cuando Naida deja caer alguna frase enigmática me inquieto. Así que ¿cómo le digo que hoy me ha buscado Emina para comer juntos? Conozco a Naida, es tolerante, pero tiene accesos a veces un poco tensos. Además Emina y ella son amigas. Soy consciente de que desde que aparecí se está trabando una amistad triangular, y no por ello preveo nada más. Pero Emina es tan apasionada y vehemente. Tiene una manera natural, en ocasiones selvática, de enfrentarse a las circunstancias y a los individuos. En su manera de encarar el mundo Emina y Naida se parecen, son energías con expresiones diferentes.  A veces me pregunto si la rudeza y decisión que Emina manifiesta al tratar la piedra y parir de ella un ingenio que solo se fecunda en su mente se desarrollarán también en las demás situaciones de su vivir cotidiano. La he visto mostrarse exigente, disconforme, alejada de condescendencias fútiles.  Como si ella misma fuera una roca. Me intriga que hoy me haya dicho que va a descansar de su último trabajo, que prefiere la distensión en torno a una mesa. Ni debo ni quiero negarme. Tal vez la conversación me haga conocerla mejor y, de paso, saber algo más sobre Naida. Pero esto, ¿tiene interés? ¿Desde cuándo indago o recabo informaciones sobre personas por las que siento afecto? ¿Acaso debo saber de aquellos con los que me vinculo para estar a gusto y sin compromisos ni negocios que aten lo que no escuche de sus propias bocas?

Es lo que pensaba antes. Uno aquí cambia. ¿Se trata de una transformación ordinaria, que se habría producido en cualquier otro lugar, o es sobre todo una metamorfosis? Supongo que la respuesta no la puedo tener hasta el final. Pero el final ¿de qué? Pase lo que pase, con Naida y con Emina, sólo sé que debo mantenerme equilibrado en mi navegación, no obstante esta se muestre insegura. Me apetece seguir viviendo el tránsito ordinario, silencioso, sin importarme llegar a parte alguna, aceptando mi fragilidad en medio de un todo que nadie controla. Si soy aceptado con mis flaquezas e inseguridades el descubrimiento de mí mismo no tendrá fin. Además por nada del mundo se me ocurriría hacer dejación de mi arriesgada personalidad, en la que me reconozco. Simplemente porque si lo hiciera estaría muerto.




(Fotografía de Inés González)

sábado, 19 de octubre de 2019

Naida y los perros de Sarajevo




Cerca de la mezquita de Gazi Husrev-beg varios perros callejeros se nos aproximan. Se oye un silbido y casi todos echan a correr. Sin embargo, dos se quedan dando vueltas a nuestro alrededor.  Naida me tranquiliza. Vendrán a husmearnos, estarán atentos a ver si sacamos un cevapi o cualquier chuchería, nada de inquietarnos. No tienen dueños pero no nos verán como enemigos. ¿De qué hablarán los perros?, pregunté a Naida por decir algo. De nosotros, sin duda, saltó ella rápido. No solo de nosotros dos, por supuesto, sino en general de los humanos. O tal vez hablen de su maldita orfandad. Puede que incluso conserven una memoria, digamos biológica, de otros tiempos vividos por sus antepasados. Eso es fantasear demasiado, le replico. Pero quién sabe, al fin y al cabo esta vida de merodeo que llevan, buscando el alimento caritativo, disputando con otros perros o enfrentándose a humanos de los que intuyen que son poco amigables tal vez sea síntoma de que se estén volviendo salvajes. Ni la domesticación ni el salvajismo son etapas que se originan de un día a otro, precisa Naida. Pero puede que el estado salvaje sea una etapa adormilada en su genética, replico. O que sigan la tónica de los hombres, en los que si el estado de cosas es estable reina una normalidad, a la que suele llamarse paz, pero si en un momento dado nuestro sistema de vida salta por los aires los hombres nos enfrentamos manifestándonos como los animales más feroces. Naida se pone en guardia. ¿Es una indirecta por lo que conocimos aquí? Oh, no te molestes, y suavizo la voz para sustraer cualquier rastro de mensaje crítico. Son maneras de funcionar en cualquier parte del mundo. A nosotros también nos pasó y aún se mantiene viva una clase de memoria para descendientes de quienes sufrieron los horrores. Naida parece ignorar mi comentario, pero recoge la pregunta de antes. Me he quedado pensando en los diálogos de los perros. ¿De qué hablarán en sus agitaciones cotidianas? Se amodorran, juegan, se incitan, se encelan, buscan juntos el alimento, pelean por él si escasea...todo eso lo vemos, no tiene misterio para las miradas humanas, pero lo que piensen, lo que comenten ellos en secreto, ¿cómo será? ¿Qué clase de razonamiento, siquiera primario, esbozarán? ¿Qué sistema de comunicación analítica, a su manera, intercambiarán? Y lo que me intriga más. ¿Qué consideración mereceremos los de nuestra especie para ellos? Tus devaneos no tienen freno, suelto a Naida con cierta chacota. Son perros solamente. ¡Son listos!, dice y me devuelve una carcajada vengativa. ¡Y son sumisos!, salto yo, se venden al que les ofrezca algo en la mano. En eso, ¿se diferencian de los humanos?, se impone la mujer. Observa a estos mismos que no nos quitan ojo, intercambian miradas rápidas entre sí, están al tanto de nosotros. ¿Y si esas miradas contienen un lenguaje desarrollado que no necesitan palabras para interpretarnos? Estoy segura de que entienden lo que hablamos. Saben que son los protagonistas de nuestra conversación, y de ahí que estén pendientes de nuestros movimientos. Podría ser, le concedo a Naida. No hay más que ver las caras bonachonas, casi suplicantes, que saben poner. ¿No estarán pidiéndonos que los acojamos?, apuntillo mordaz.

La mujer se ha adelantado hacia los perros. Se agacha, acaricia sus cabezas, les susurra. Ya vi que lo hacía en otro paseo que dimos. Cómo te los ganas, Naida, deslizo quedamente. Chis, calla, me están contando historias muy interesantes.



(Fotografía de Inés González)

viernes, 18 de octubre de 2019

Or i flama (antropofágica)





Los dirigentes son insaciables.
Sus seguidores son insaciables.

¿Quién estará ya devorando a quién?

(Ils pensent que leurs jours de gloire sont arrivés)



martes, 15 de octubre de 2019

Naida me cuenta la tragedia de Emina




Emina se vale a dos manos o, mejor dicho, a cuatro; escribiendo y cincelando no hay quien pueda con ella, me cuenta Naida. Perdió al hombre al que amaba cuando aún no habían vivido suficiente tiempo juntos. Lo asesinó un francotirador cobarde que no sabía que mataba a un poeta. Aunque le hubiera dado lo mismo saberlo. Y de haberlo sabido el depravado se preguntaría: ¿Vale más la vida de un poeta que la de un individuo cualquiera? Un poeta es también un hombre común, y no solo para el ojo que te tiene en el punto de mira de tu descuido. El amante de Emina se llamaba Edin Gorik, de familia de lejana procedencia, y se consideraba a sí mismo un poeta cosmopolita, algo que no era muy bien aceptado por los más radicales de esta parte del país y mucho menos de la otra. Decía que un hombre no puede amar solo a una parte de la tierra o a una clase de hombres y a otra parte no. Y que los poetas están para defender una mirada armónica sobre el mundo. Demasiado risueño para mi gusto, aunque la verdad es que era un artífice de las palabras. Más que eso, un orfebre. No creía en las patrias, a las que veía como formaciones poco naturales y bastante injustas, que se traicionaban a sí mismas, no en su concepto como tal, sino en los hechos con sus hijos. Los poemas que publicaba en la revista literaria La fronda no eran complacientes con los vientos de violencia, cada vez menos larvada. Jamás aireaba ideas de supremacía pero tampoco se regodeaba en victimismos. Para él el sentimiento del amor o de la amistad eran indisolubles de la convivencia y del entendimiento en la vida social, un deseo arriesgado más que una duradera realidad por estas tierras. Edin Gorik decía que todas las emociones están conectadas, se tenga conciencia de ello o no, y que quien es sensible a una manifestación determinada, por ejemplo a la afectiva, lo es también a la estética o a la emoción que produce dentro de un hombre obrar con bondad. Un planteamiento raro que pocos entendían pero que él argumentaba con cierta levedad en sus artículos. No era un racionalista obligado. Soñaba demasiado. No era ningún místico, aunque conocía bien la literatura sufí e incluso a poetas antiguos de tu país que no escribían precisamente en la ortodoxia. Tampoco creo que Emina hubiera entendido toda la mentalidad de Edin mientras estuvo vivo. Ella se ha quejado siempre de que le faltó tiempo para conocer la riqueza de sus pensamientos revueltos. Quién sabe. Era un hombre en una evolución incesante, que la comunicaba casi a diario. Emina y Edin hablaban mucho entre sí, pero él iba por delante en conocimientos de culturas extranjeras y también en la euforia por dar a conocer cómo las iba descubriendo. Todo esto deslumbraba a Emina.  Fueron los poemas que había dejado sin publicar los que ella leyó una y mil veces hasta identificarse con el hombre que ya solo iba a ser una sombra en su vida. Hoy Emina se desquita a través de la palabra y del esculpido. Las considera expresiones tan complementarias que busca estimularlas entre sí. Es mi doble homenaje a Edin, suele decir. Aunque yo creo que es su modo de intentar conjurar el dolor que aún le causa el recuerdo de la tragedia. Con la palabra propia se empeña en proseguir la obra del hombre. Con la escultura golpea la masa para liberar resentimiento, dice con esa ironía alegre y descarada que gasta. Porque solo expulsando el odio, afirma, puede nacer una nueva criatura. Sé de sobra que ni una dedicación ni otra darían frutos tan gratificantes como los que consigue si solo se dejara llevar por el impulso animal de revancha.

Naida me mira, atusa con sus dedos el cabello de mis sienes. No dices nada. ¿En qué piensas? Callo, me mantengo absorto, alejado. Mi sonrisa cabalga todavía sobre la vida imaginada de la escultora y el poeta. Antes de que se frustrase.




(Fotografía de Inés González)


lunes, 14 de octubre de 2019

No puede ser




No, no puede ser que, de ningún modo, la ficción supere a la realidad.



(Ilustración de Milo Manara)

domingo, 13 de octubre de 2019

Tarde de domingo de otoño con el reloj del abuelo





Hoy el reloj de mi abuelo ha echado a andar. Lleva ya hora y media larga marcando la hora. Lo observo con avidez infantil.

Mi abuelo murió cuando yo tenía ocho años. Estoy seguro que su muerte fue una injusticia de la vida o, más que de la vida de la historia, es decir que su afección en aquel lejano noviembre hoy la habría superado sin duda. Pero todo transcurrió tan rápido y en unos años en que la asistencia médica era muy limitada, que a mí me descolocó. Cuando me muera, me había dicho más de una vez, este reloj será para ti. Él lo llevaba prendido de un ojal y acomodado en un bolsillo del chaleco. Ropa de otros tiempos. Yo no uso chaleco, pero ganas me dan de ponerme uno, como en su época, siquiera para dar satisfacción a ese recuerdo.

Esta tarde el reloj me tiene encandilado. He abandonado quehaceres simplemente para observar el movimiento de las manecillas, recorriendo con apariencia lenta, pero con realidad exacta, los arábigos sobre fondo verdoso. El minutero y el segundero tienen formas exquisitas, orfebrería que casi los hace invisibles. Su sonido, bajo, casi apagado, contiene el peligro de que me haga recordar. Verme de nuevo con ocho años y las manos grandes y elegantes de mi abuelo poniéndome el reloj al oído. Entonces teníamos oído hasta para los relojes; hoy apenas queremos oír.

Algún día, es decir, en cualquier momento, cuando uno menos se lo piensa, no me creo eterno, también tendré que ceder el reloj a alguien de este mundo porque allá en el vacío, en el no ser, no hay tiempo que valga y no admiten, por razones obvias, objetos que lo midan. Pero acaso pida que hagan una excepción. Ser sepultado con el reloj entre mi piel y la sábana en que me envuelvan. Pero eso sí, con su tic tac en pleno funcionamiento. Hasta que se pare, que no es lo mismo que decir que se muera. Capricho del muerto.



viernes, 11 de octubre de 2019

Emina, la amiga de Naida, y su escultura




¿Has venido porque te ha dicho Naida que ya había terminado la escultura?, y Emina se pone delante de una piedra que ha esculpido, ocultándola con sus hombros rectilíneos y anchos, como si no quisiera que yo la viese todavía. Asiento con la cabeza, y añado: Naida vendrá dentro de un rato. Emina, tan lenguaraz con su boca como con sus manos talladoras, no tiene inconveniente en expresar sus sentimientos respecto a la ejecución de su trabajo. Cada vez que termino una obra o, mejor dicho, cada vez que la doy por terminada, porque acabar una escultura es un tiempo falso, siento un pudor tremendo. Es como si los que ven el trabajo me vieran a mí en la desnudez de mi personalidad. ¿Tú crees que se puede considerar acabada una escultura?, insiste. Me encojo de hombros con prudencia. Emina se precipita con vértigo. ¿En función de qué se puede confirmar que tal trabajo ha tenido fin? ¿Cuando el espectador la contempla? ¿Cuando el comprador da el visto bueno? ¿En el momento que parece expresar con suficiente exactitud la idea propuesta? O algo más sencillo: ¿acaso en el instante en que el artífice ya no puede más, porque no sabe afinar todo lo que pretende o porque el cansancio le rinde? Como no sé dar respuestas, desvío la conversación por otros derroteros. Oye, Emina, ¿surgen tus esculturas de tus poemas o es a la inversa? Ella ríe mientras me perdona la vida. Pareces un periodista de escasos recursos. Pues bien, los poemas y las esculturas surgen de mi vientre. ¿Te parece correcto? Puestas a parir las mujeres somos capaces de eso también, ¿no crees? Y su carcajada, estruendosa y cálida, me saca los colores. Mira, prosigue ya caritativa, escribo poemas para desquitarme de mis cuentas pendientes. Y en ese sentido son una venganza. ¿Que suenan demasiado duros y pesimistas? Tengo derecho a vengarme con palabras de los desastres del pasado, ¿no? Pero tranquilo, no escribo para representar épicas, no me interesan. La barbarie es barbarie sea cual sea la mano ejecutora. No me veo ensalzando a nadie, pero sí denunciando a los brutos. Así son los poemas que escribo. Miro largamente las manos de esta mujer. Se mueven ágiles al hablar, dibujan imágenes, rozan la respiración de ambos. Emina, Emina, pienso absorto, cuando hablas con excitación te multiplicas. Tus manos que escriben, tus manos que esculpen, ¿sabrán modelar otras pasiones? ¿Qué obras crearás con ellas sobre la superficie tosca de un hombre?, me pregunto mientras permanezco evadido de la conversación. Ella advierta mi despiste y me pone de nuevo a la escucha. Ahora estarás pensando qué significa para mí la escultura, ¿verdad? Sois tan lineales como previsibles los hombres...Es muy sencillo. Esculpir es esconderme. Toda roca es una abstracción y solo cabe rescatarla con la misma moneda. Convertir un mármol en una alegoría, con personajes y situaciones, ¿para qué? Si lo hiciera no entendería ni a la piedra ni a las figuraciones, y yo necesito esconderme de la representación del mundo que salta a los ojos. Porque hay otro mundo no visible a primera vista, porque hay otros ojos que pueden penetrar más lejos. Me interesa ahondar en las fuentes de la vida. No concibo ni la muerte ni lo muerto como objeto de exploración. Ah, ¿se curó el corte que te diste la otra vez?, salta de improviso. Cuidado hoy. Entonces Emina se aparta, deja de eclipsarme con su cuerpo, cede el espacio a la obra en cuya dirección alarga la mano indicadora. Si no te hieres los dedos con las aristas procura que tu mirada no sangre. Y lo dice mientras me fulmina con una sonrisa traviesa, desafiante. Provocadora.




(Fotografía de Unés González)

miércoles, 9 de octubre de 2019

Naida busca su refugio




Pero ¿cómo encontrar un refugio cuando se han ido perdiendo todos aquellos ámbitos que proporcionaban seguridad? Parte de lo que había tenido era ahora polvo. Otra parte, si bien sobreviviente,  había dejado de ser fiable. Lo de atrás había saltado por los aires cediendo la penosa herencia de la inestabilidad. Pero esas mismas pérdidas que, por un lado, la empujaban a ser más tenaz y constructiva eran también recordatorio que le llevaba a titubear y a mostrarse más indecisa en los momentos en que se le presentaba por sorpresa un cruce de caminos. Ah, la costosa prueba de la elección. Ella misma había dicho en una ocasión a su amigo: un cuerpo es una morada efímera pero inexpugnable mientras se la cuide y se mantenga su calor. ¿Reclamaba Naida de nuevo un trozo de territorio humano prestado que la hiciera sentir menos vulnerable? Había aprendido a vivir sin amor, pendiente exclusivamente de enderezar su vida y atender a lo más elemental y perentorio. Tampoco quería mostrarse menesterosa, pues su orgullo no solo no había mermado sino que, como una propiedad destinada a sobreponerse a las desdichas, aún lacerantes, se había erigido en rector de su caminar. Qué difícil es compaginar los sentimientos con la lucha por la vida, solía decir en sus confidencias a aquel moreno visitante del sur.  A veces el hombre estaba tentado a preguntarla si había sido amada durante los largos días de asedio, pero renunciaba a hacerlo pues le parecía obvio que la respuesta estaba implícita en su actitud. Nadie que no haya perdido el amor, sea cual sea la circunstancia o el objeto del mismo, puede manifestar aquella ansiedad que Naida apenas podía contener. Pero ella, ¿lo había perdido o es que jamás había tenido una percepción clara del acompañamiento? Las metáforas que empleaba eran subterfugios para no quedar en evidencia, pero a la vez alertas en las que trataba de implicar al extranjero circunstancial. Naida pensaba: ¿hasta qué punto este hombre puede contener mis desgarros aunque me abra de par en par? ¿Hasta dónde seré yo para él algo más que un cuerpo de deseo, más que un espacio contradictorio donde él descubra y me haga descubrir un hábitat de sosiego y serenidad? ¿O aquello a lo que aspiro es todo lo contrario del amor? El remolino de la melancolía agitaba a Naida, pero no quería hacerlo evidente. Sus fantasmas convivían con sus insatisfacciones. El recuerdo de algún tiempo más feliz y ya tan lejano le obligaba a fantasear con otra oportunidad que sabía que no estaba en su mano. Tal vez vivir en otro país, ya que no veía claro que pudiera vivir otra historia, fuese la alternativa, ponderaba nerviosamente en sus reflexiones más críticas. Pero al recuperar el control concluía que no debía presionar al hombre. Que no podía hacer obvias sus debilidades. No era dando lástima como podría recabar la atención de él, y mucho menos consideró que ese fuera el recurso de seducción.




(Fotografía de Inés González)

domingo, 6 de octubre de 2019

Naida y el hombre bajo la ventisca




Bajaron en silencio, dejando atrás la Fortaleza Amarilla, que se iba diluyendo entre la neblina. Los primeros copos de la ventisca excusaban cualquier conversación, cómplices de las reflexiones en que ambos iban sumidos. Alcanzaron la Vijénicka, que la mujer ignoró, pero que él aprovechó para contemplar desde otro ángulo la biblioteca reconstruida. La nieve comenzó a arreciar. No sé si te has dado cuenta pero la nieve me pone melancólica, dijo Naida. La melancolía es una propiedad de viejos, cortó el hombre. Naida se detuvo y se encaró severa con él: es propia de quien tiene motivos, sea cual sea la edad. Nadie está libre. No la proporciona el tiempo, la carga el sentimiento dolorido. Él no se atrevió a llevarla la contraria. De haberlo hecho Naida habría esgrimido razones, algo que venía haciendo con frecuencia, conduciéndolas por los territorios sinuosos del pasado. Se habría enfurecido. No era cosa de incidir sobre el estado de ánimo de la mujer. Se limitó a comentar que iba siendo tarde para comer. La melancolía me quita el apetito, si quieres puedes ir tú. En la taberna del mutilado Suljo, que ya conoces, comerás hasta saciarte. Además para ti será barato. Él ya había advertido el tono desapacible de Naida, pero aquel ímpetu tan adverso le preocupó. ¿Era consecuencia de la amargura de los pensamientos de Naida o le pasaba algo más?  Fue prudente y desvió la conversación. Tiene toda la pinta de que la nevada va a ir cuajando, deberíamos llegar cuanto antes a alguna parte donde sentirnos protegidos. Naida estuvo a punto de responder que ella estaba sobradamente acostumbrada a la nieve, al frío, al hambre y en general a la necesidad. Estuvo a punto de gritarle que si de los dos alguien sabía algo de protección era precisamente ella, que tanto le había faltado antes, que tanto le había urgido cuando nadie podía garantizársela. Pero se moderó. Una ha pasado por demasiados rigores, dijo, si bien nunca se hace del todo a ellos. Además no soporto el padecimiento gratuito. Y ¿sabes lo que menos aguanto? Ignorar los recursos para hacer frente a las carencias. Contempló el gesto mudo y ausente de su compañero, volvió a detenerse. ¿Vas a seguir sin decir nada en medio de este tiempo inclemente?  Los copos que se iban enredando en los cabellos de la mujer se escurrían rostro abajo, decoraban sus largas pestañas, opacaban sus ojos vidriosos, besaban con fruición sus labios en celo. El vaho de la boca de Naida emitía una llamada de socorro. Quieres que vayamos a la casa silenciosa del otro día, ¿verdad?, dijo por fin él. La mujer sonrió débilmente. La luz de su rostro derritió el hielo que les había paralizado. Necesito un refugio más profundo y sobre todo más sereno que la casa, dijo con voz quebradiza, sin poder evitar que la tiritona conmoviera su cuerpo.





(Fotografía de Inés González)

sábado, 5 de octubre de 2019

De una carta de Cayo Julio César a Lucio Mamilio Turrino




"...Estoy acostumbrado a que me odien. Ya en mi temprana juventud descubrí que no necesito la opinión de otros hombres, ni aun de los mejores, para confirmarme en mis acciones. Pienso que solo existe una soledad más grande que la del comandante militar que está a la cabeza del Estado, y ella es la del poeta..., porque ¿quién puede aconsejarle en esa ininterrumpida sucesión de elecciones que es un poema? En este sentido es en el que la responsabilidad es la libertad; cuantas más decisiones te ves obligado a tomar solo, más cuenta te das de tu libertad de elegir. (...) Y, sin embargo, soy un político; tengo que representar la comedia de extrema deferencia a la opinión de los demás. Un político es uno que pretende que está sujeto al apetito universal de estimación ajena; pero no puede pretenderlo a menos que esté libre de él. Tal es la hipocresía básica de los políticos, y el triunfo final del que conduce llega con el temor reverencial que se despierta en los hombres cuando sospechan, aunque nunca lo sepan de cierto, que su conductor es indiferente a su aprobación: indiferente e hipócrita. ¡Cómo! -se dicen- ¿Cómo? ¿Es posible que este hombre esté libre de ese nido de víboras que todos llevamos dentro y que es a la vez nuestra tortura y nuestro deleite..., esa sed de alabanza, la necesidad de justificación, la afirmación de sí mismo, la crueldad, la envidia?"

De Los idus de marzo, de Thornton Wilder.


(Comentario: el placer de leer, y nunca es tarde, un libro sumamente ingenioso, culto, imaginativo, divertido y con sustanciosas reflexiones, que yo no conocía y cautiva)



(Fotograma de Julius Caesar, de Joseph L. Mankiewicz) 

jueves, 3 de octubre de 2019

Naida. Contemplando la ciudad desde aquí arriba




Subir las cuestas y contemplar la ciudad desde la altura es siempre un ejercicio reflexivo. Naida ama su ciudad pero, como todo el que se encariña con lo propio, es también sensible a lo que no le gusta de ella. Habla más templada mientras acaricia los arbustos de las laderas y arranca sus frutos de otoño. Empiezo a vivir entre dos mundos, el que conozco de siempre y el que tú me transmites y yo potencio con mi imaginación. ¿Con cual me quedo? Nunca me ha gustado verme obligada a elegir, no sé si porque antes no tuve muchas opciones de hacerlo o porque no había mucho con lo que quedarme. No, tú no tienes la culpa de nada, me das a conocer formas de vida y de pensamiento de tu país y a mí me viene bien, me hace soñar. No es la única división a la que me veo abocada. Me persigue el pasado con todas sus secuelas. Me hiere la quiebra de viejas relaciones que se perdieron, la decrepitud del carácter de nuestros mayores, las posibilidades que se fueron como el humo. Hay tantas cosas que nos parte en dos, o en cuatro o hasta el infinito...Naida controla bien sus estados de ánimo pero a veces la amargura la vence. Me gusta escuchar tus preocupaciones más íntimas, la digo. Las preocupaciones nos endurecen, pero soy aún bastante joven como para rendirme, prosigue. ¿Piensas que no tengo suficientes motivos de alegría? Necesitaba desahogarme contigo, saber que alguien de fuera a quien escasamente conozco, me escucha y hace el esfuerzo si no de comprender con detalle al menos de aceptar mis altibajos de humor. ¿Por qué te he hecho subir hasta aquí? Para que seas testigo de mis cuitas, pero también para que te hagas idea de lo que es esta ciudad. Desde las alturas las ciudades y los hombres empequeñecen, pero solo es un espejismo. Los asedios destruyen, pero también enseñan. A los supervivientes, por supuesto. Los que murieron en aquellos bombardeos atroces, despiadados, nunca podrán resarcirse. Si pudieran pensar dirían que ellos han sido los mayores ignorantes. Hubo un tiempo en que yo creía que todos estábamos muertos. Por supuesto que la tendencia natural a seguir adelante es un imperativo biológico. Pero nos parecía que nuestro mundo de siempre estaba paralizado. Que nuestros días del ayer se habían borrado. Todo quedaba en entredicho y el futuro parecía estar sentenciado. Los vínculos familiares, las ideas, las creencias de los más religiosos, los comportamientos y reglas habituales del orden social, los sentimientos, hasta los amores. Muchos llegaban a dudar. ¿Será nuestra culpa?, se preguntaban. Aunque de sobra conocíamos a los que habían sido vecinos y ahora se volvían contra nosotros. A aquellos con los que habíamos formado parte del mismo Estado y querían borrar del mapa a los que nos consideraban que no encajábamos en su bárbaro concepto de patria única. Pero ya ves, la ciudad de los conflictos sigue ahí. No había muerto del todo, renació. Ahora, desde esta altura, me siento yo la ciudad. Tú eres también mi ciudad. Pues aceptar al extranjero fue siempre una seña de identidad. ¿Por qué iba a cambiar yo las reglas?




(Fotografía de Inés González)

martes, 1 de octubre de 2019

Cita junto al puente con Naida




¿Por qué me has citado aquí?, me pregunta Naida. Es un lugar que conozco de sobra, resulta ya un tópico venir expresamente hasta el puente. Hace un mohín de hartazgo. Me justifico. No sé, para contemplar el lecho del río, por ejemplo. O porque es un cruce de caminos, como los nuestros, y eso siempre es muy simbólico. En los caminos las gentes se encuentran. O se separan para siempre, me corta Naida, con turbia intención. Hago como si no la escucho. Además en esta ciudad todo huele a historia tan antigua y... tan reciente. Ah, claro, la historia, no podía faltar la lección de historia, dice resignada. Pero ¿a quién le importa a estas alturas la historia? Los visitantes llegan hasta aquí con sus guías impresas a imaginar un episodio muy concreto, pero ¿piensas que están interesados en conocer el trasfondo de lo que ocurrió hace más de cien años? ¿Crees que muchos de ellos se atreven a preguntar a los testigos vivos de la última catástrofe por lo que hemos pasado en tiempos más recientes? ¿Se preguntan acaso si lo que viene sucediendo en estos territorios desde tiempo lejano tiene solución? ¿O hasta qué punto ellos, los otros europeos, están dispuestos a ayudar en la solución? Lo peor que le puede ocurrir a una ciudad es que se convierta en un parque temático, por muy pedagógico que se le diseñe que aquí, hoy por hoy, no es el caso. Naturalmente, se dirá que los visitantes siempre deben ser bienvenidos, que traen divisas, que así nos incorporaremos al turismo que conocéis en vuestras sugerentes ciudades de la sabia y desarrollada Europa. No puedo ignorar una ácida dosis de ironía, cargada de incredulidad. ¿Qué te pasa hoy, Naida?, voy directo. No te gusta el puente, no te gustan los viajeros curiosos, y no lo olvides que yo soy uno de ellos, no te gusta la historia...¿o es el pasado lo que te disgusta hasta el punto de sentirte coaccionada por él? Paseemos a la orilla del Miljacka, hasta allá abajo, hasta recibir al río, sugiere Naida. Disfrutemos del silencio y de la brisa. Ya estamos bastante saturados de los hombres. ¿También te sientes harta de mí?, la provoco. Tu ternura no me cansa, responde. No me agobia, pero debo entenderme mejor a mí misma.




(Fotografía de Inés González)