(Andrés Serrano)
Conocí a Ulrike y a Antonio hace bastantes años en una célebre galería de arte de Madrid. Sus corpulencias no aparentaban tanto como en la fotografía. Sin embargo los rigores de la imagen no se diluían del todo en la vida real. Por las circunstancias ellos se mostraban afables y receptivos con los invitados a la inauguración de la muestra. Les observé mucho. Cuando no hablaba con alguien Ulrike se quedaba abstraída, y yo me di cuenta de que miraba paisajes interiores que acaso la torturaban. Antonio, por el contrario, y debido a la experiencia de sus años parecía seguir el juego con mayor libertad. En el recorrido de las fotografías hubo pocos comentarios por parte de la comisaria de la exposición, se limitó a especificaciones técnicas, a lo que seguía un silencio de duración alterna, en función de la obra. Como bien dijo la comisaria ante todo se trataba de leer la fotografía y percibir conforme a lo que cada trabajo sugiriera al espectador, para lo cual lo mejor era permanecer callados. Hubo expectación al llegar ante la imagen de Antonio y Ulrike. Parada sin ruidos, mudez, contención de alientos. Ni el mínimo cuchicheo, carencia de sonrisas. Tal vez el roce moderado de los abrigos. Súbita detención de los pasos. Parecía que la sala hubiera quedado desierta. Sí noté cierto grado de iluminación en los rostros de varios espectadores, puede que exponente de una admiración comedida. Ante la fotografía Ulrike no alteró su porte severo y Antonio esbozó un rictus que se me antojó pícaro. Bobada, me dije, deben estar ahítos de verse en el cuadro y acaso fuera del cuadro. Uno de los asistentes, con aspecto de joven contracultural, susurró en mi oído una reflexión. No se engañe, me dijo, no están tan cerca uno de la otra. Entre la cabeza del viejo y el pecho de la venus hay un muro. Calló, para evitar herir la atención de los visitantes. Yo agucé entonces mi mirada en esa confluencia del hombre y de la mujer y tuve la sensación de que ninguno de los dos miraba al otro. Hay un muro visual, pensé, pero ¿existe un límite en la sensación de dos carnes tan diferentes? ¿Sienten la proximidad o realmente se perciben? ¿Le hiere a ella la rugosidad del anciano? ¿Le alivia a él la suavidad de la piel femenina? El gesto de acoger y sentirse acogido, aparentemente tan hierático, ¿no disimulará un contacto que no debe sobrepasar ese plano? Es una representación clásica, demasiado etérea para ser real, pensé. Ni un murmullo. Nadie osó dirigir la mirada directa a los protagonistas que lentamente se apartaban del grupo, permaneciendo en segundo plano. Los ojos de los presentes recorrían la fotografía, paseaban por los contornos de los cuerpos, trataban en vano de hacer una lectura de deseos, de sentimientos, de emociones. Seguí buscando pistas. ¿Hay en ese tenerse de ambos una solicitud que busca condescendencia?, me pregunté una vez más. Esa quietud aparente, relajada, que parece mantener una distancia, ¿no estará haciendo fluir el lenguaje oculto del amor?, me dio en pesar. Entonces me traicioné y apartándome ligeramente de la gente giré la cabeza buscando a la joven y al anciano. Pero ya no estaban. El joven contracultural que antes me hablara se acercó por sorpresa. ¿Se imagina usted a sí mismo en esa actitud cuando llegue a anciano?, dijo con escaso tacto. Magritte hubiera dicho, le respondí, que eso que aparece en la imagen no es una pareja.
El fotógrafo Andrés Serrano nació en 1950 en Nueva York de padre hondureño y madre cubana. Iniciado primero en la pintura opta más tarde por la fotografía. Paisajes callejeros y líneas de trabajo monográficas en su primera etapa, de los que la serie Fluidos corporales, en la década de los 80, suscitaría escándalo entre el puritanismo estadounidense y religioso. No es ajena a su obra su propia experiencia vital, donde la formación católica, la herencia afrocubana o los aconteceres de la política norteamericana marcan el carácter crítico, no moralizante, de sus trabajos. Su temática se centra fundamentalmente en la figura humana, siendo unas veces simple representación de individuos, otras añadiendo a los personajes elegidos una caracterización, por lo que el baile entre documento y significado simbólico roza con frecuencia lo iconoclasta y una acerva crítica. Se trata de expresar las diferentes manifestaciones de la naturaleza humana -su condición social, la vida y la muerte, el sexo, la soledad, la desgracia, etcétera.- a través de individuos comunes que encuentra por la calle. Dice a su favor que las fotografías no las manipula y los formatos son amplios, logrando una proyección superior de la intencionalidad por aquello que plasmó su cámara. Ni que decir tiene que ha sido siempre considerado por la reacción ideológica y estética como un chico malo e inmoral. La manera de disponer las figuras, las actitudes de los personajes y el colorido de sus aderezos dicen de su admiración por la pintura de siglos pasados, asaz barroca pero vigorosa.