martes, 29 de noviembre de 2016

Calçada de São Francisco




Bajando João Baptista Madeira por Calçada de São Francisco, a la altura de Nova de Almada, se encontró con el doctor Molder, que volvía de su consulta. A ambos les vincula una amistad no solo antigua sino cómplice. La complicidad no es únicamente cuestión de equipo deportivo o de asociación política, ni tiene por qué remontarse a la infancia escolar, ni por qué deberse al intercambio de cuitas sobre el estado de sus respectivos matrimonios. En bastantes ocasiones la complicidad se debe a algo adquirido a causa de un don especial, la curiosidad en los casos y cosas más inocuos y superficiales de la vida, que dan la impresión de ser torticeros pero son en realidad livianos. Así pues, el doctor Molder, incluso respetando el secreto hipocrático, se atrevió a relatar parcialmente a João Baptista confidencias que su paciente B. de R. -utilizó unas siglas para denominarle, seguramente inventadas a su vez-  había tenido con él esa mañana en su consulta. B. de R. dice que se encontró recientemente con Almeida Garrett, el escritor romántico, sí, todo dandy él, todo seductor él, y que estuvieron tomando cerveza mientras el escritor le relataba algunos de sus viajes. ¿Sabe, doctor?, me dijo Garrett que lo que más le preocupa últimamente era el viaje interior, entendido éste no como mística ni espiritualidad, sino como recreación de lo que habita físicamente dentro de un individuo. Acostumbrados a mirar alrededor de nosotros mismos, dijo B. de R. que le había confesado Garrett, cegados por una perspectiva exterior y ajena, ignoramos los paisajes que crecen o se marchitan dentro de nuestro cuerpo. Tal vez estoy siendo cada vez más hipocondríaco, dice que le dijo Garrett, pero cuando sufro un trastorno o caigo en una indisposición medito acerca de lo poco que sabemos sobre nosotros mismos. Porque ser nosotros mismos, había dicho Garrett a B. de R, no consiste en lo que aparentamos, en los bienes que nos permiten disfrutar o en los conocimientos que pensamos que nos han enriquecido. Ser nosotros mismos suele ser algo que ni siquiera está en nuestra mano. La otra noche fui víctima de una diarrea súbita, sin saber a cuenta de qué, dice B. de R que le contó Garrett, y tenía la sensación de que mientras yo mermaba en resistencia corporal y en claridad de mente había una serie de vidas dentro de mis vísceras que decidían por mí, que se convertían en rectoras, caóticas, eso sí, de todo mi supuesto ser. Todas las expresiones de aquella disfunción se me antojaban causadas por seres invisibles y minúsculos, con otras dimensiones y características, que cumplían sus objetivos sin pedirme permiso y mucho menos darme explicaciones, a los que yo había estado ignorando toda mi vida. Seres que vivían dentro de mí en alquiler o quién sabe si siendo en realidad propietarios de todo mi cuerpo. Pensé en los límites que un individuo tiene consigo mismo. Es frecuente escuchar sonidos profundos de los mundos que habitan dentro de nuestra naturaleza, de los cuales nos llegan ardores, flatulencias, dolores, picores múltiples o presiones inexplicables que alteran las funciones habituales y hacen que nos invada la preocupación, que seamos pasto del mal humor y nos asole incluso el miedo más arrogante. Porque el miedo es cobarde, sí, pero es también arrogante y es capaz de inducirnos a la catástrofe. B. de R. me hablaba del escritor Almeida Garrett con total sobriedad, dijo el doctor Molder, ya ve, y me aseguró que Garrett seguía lúcido como en otras ocasiones si bien le parecía que necesitaba consejos de un amigo para superar sus obsesiones aprensivas. Es por ello por lo que B. de R. había pensado en recomendarle que acudiera a mi consulta. Charle usted con él, doctor Molder, me dijo B.de R., le hará un favor a él y, por supuesto, yo me sentiré honrado por el hecho de que un doctor tan afamado pueda atender a mi amigo. Ya ve, querido João Baptista, tengo que recibir un día de estos a nuestro insigne Barrett, que lleva más de ciento cincuenta años muerto. Por si no fuera poco, mi paciente B. de R. me sugiere que averigüe cómo lograba Garrett tener tanto éxito con su seducción, no solo con las mujeres sino con los editores a los que engatusó para que publicaran sus efímeros periódicos liberales. Yo le he dicho a B. de R.: y eso, ¿a usted qué lo mismo le da? Es que Garrett no me lo quiere contar, me ha respondido mi paciente. 
  


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