martes, 15 de noviembre de 2016

Rua Garrett




"La diferencia que separa el recuerdo de la evocación es que el recuerdo no tiene alma".

Vergílio Ferreira, Pensar.



Un joven poeta se ha sentado junto a un viejo escritor muerto en el velador del histórico café. Quiero que escribas por mí ahora que estoy muerto, dice el hombre desde su efigie de bronce, porque mi carne dejó esta tierra hace mucho tiempo pero mis quejidos sortean a los gusanos y aún quieren aflorar a través de los espacios mundanos. El joven se estremece asombrado. ¿Me ha elegido de medium, maestro? ¿O prefiere que me denomine intérprete? Déjate de nombres, suelen ser imprecisos y la mayor parte de las veces traidores. Tú escucha, escribiente, y transcribe, le indica el hombre de bronce. El joven se afana ante la voz de la estatua. Escribe que no deseo que nadie me recuerde como un individuo que vivió para las letras, sino que las letras me nutrieron a mí, le cuenta la estatua hombre. Ya me basté yo solo para verme desde individuos diferentes que crecían dentro de mí y acababan cercándome. Incluso muerto, los personajes que reproducían personajes han tomado mi relevo. No sé si por la perduración de los siglos, puesto que probablemente no solo el papel esté sentenciado, sino que también la palabra misma arriesgue su fin. Todos esos otros Yo que salieron de mí y se conjuraron contra mí siguen hablando por el hombre que no da cuenta de existencia alguna, y se reproducen hasta donde otros individuos que les escuchan hacen suyas las ocurrencias que redacté. Las palabras nunca se ciñen exclusivamente al origen sino que se transforman, unas veces adaptándose, otras transgrediendo. También se pierden las palabras, o se esconden, o se dispersan fuera del alcance de los cazadores de palabras. Quien crea que las palabras que una vez fueron expresadas se limitan a las páginas de un libro es como si pretendiera domeñar el aire. El poeta joven permanecía anonadado, sin estar seguro de si estaba transcribiendo correctamente las opiniones de un hombre muerto. ¿Sabe, maestro? Alguien de esta ciudad debió pensar sobre usted: evoquémosle con una imagen que resista el frío y el calor, que transmita quietud y a la vez se le vea absorto, que contenga al hombre que hubo dentro y se exhiba como memoria en una eterna actitud sedentaria de calle. En la nada que habito no me interesan las vanidades, dice el escritor muerto, pues todo es mudable, incluso una estatua. De ello dan testimonio los aconteceres de las pasadas civilizaciones. Sumergido en la liturgia de transcriptor el joven poeta no se da cuenta de que transcurren las lunas y los soles. Que el bronce le ha fundido también a él.  Ignora que hay muertos que pueden con los vivos. ¿Se habrá convertido en un heterónimo más del escritor inexistente? 


2 comentarios:

  1. Recuerda que, en el fondo, Pessoa nos escribió a todos.

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    1. Sin duda, y a algunos les llega más que a otros. Cosas del dardo literario y sus heridas.

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