martes, 30 de octubre de 2007

Perdición


(Invocaciones XIII)


Me perdieron tus ojos de sangre. Me perdieron tus caderas rotando sobre mi eje. Me perdieron tus labios dilatados. Me perdieron los afilados dedos que se hincaban sobre mis hombros. Me perdió tu flequillo de niña perversa. Me perdió tu boca que se abría con lentitud hacia la mía. Me perdió la curvatura en cuña de tu rostro. Me perdieron tus brazos robustos, que acunaban el viento de mis días amargos. Me perdió la dorada redondez de tus rodillas de súplica. Me perdió el cuello retráctil que fijaba el nivel de nuestra miradas. Me perdió la vertical bocanada de lluvia entre tus muslos. Me perdieron tus pezones de sal. Me perdieron tus pies de mensajero alado. Me perdió tu espalda desnuda al alejarse cada última noche. Me perdió la cadencia de tu voz que me leía a Shelley. Me perdieron tus silencios, entre texto y besos. Me perdió la calma con que escuchabas mis palabras inagotables. Me perdió la contención del salto que sugerías. Me perdieron los escorzos que trazabas cuando la habitación giraba entre nuestros deseos. Me perdió el abandono de tu cuerpo a mi calidez. Me perdió tu desafío. Me perdí en mi cobardía.


(Acompaña cuadro del expresionista alemán Otto Dix)



lunes, 29 de octubre de 2007

Los exterminadores


El ángel exterminador, ¿salva o huye? ¿Es un enviado o un vengador? ¿Se trata de un justiciero equívoco o es un simple asesino a sueldo? Si no portara el afilado cuchillo podría pensarse que intenta preservar algo de la quema. Pero pertrechado del arma ensangrentada del castigo, no hay duda: es también un ladrón de almas. Porta en su mano izquierda la morada devastada. La vivienda es el alma. Desde los primeros asentamientos agrícolas y ganaderos, los humanos se hicieron y ratificaron sobre los diminutos metros cuadrados de una choza. Aunque siempre ha habido seres que no han tenido donde caerse muertos, ni las moradas fueron construcciones dignas y salubres. Ha sido en la intimidad de ellas donde los hombres han alzado y aprendido su manera de ser. También es en su intimidad o en la propia carencia de ella donde pueden acabar con su propia edificación moral. Los que matan a un hombre acaban con un alma; los que destruyen un hogar aniquilan todas las almas, dice un antiguo adagio mongol. Difícil en estos tiempos saber qué hay de venganza o de negocio o de ira o de cálculo estratégico en una actitud persecutoria. Hay exterminadores que construyen apartamentos a costa del medio ambiente y de la propiedad pública, y agentes de la Némesis religiosa que elevan a sus adictos a los altares de su pompa y circunstancia mientras olvidan las grandes injusticias. Hay sicarios contra los discrepantes políticos y mediáticos, y vulgares maridos que descargan su cólera y su impotencia contra sus mujeres. Hay evasores de divisas en paraísos fiscales y avasalladores de partidos únicos en el poder que desplazan masas y poblaciones para sus obras faraónicas. Hay traficantes de dependencias y enfermedades, y hay empresarios de industrias farmacéuticas que nutren sus beneficios de las miserias ajenas. Están los vengadores visionarios que con su mano de terror pretenden influir sobre los países, pero también están los gobiernos que incrementan sin cesar sus stocks del armamento más sofisticado. Podría decirse que la autoerigida colectividad de los ángeles exterminadores es ingente. La mayoría no son desarraigados, sino aparentes y sesudos ciudadanos de bien. Si no perdieron su morada, sí que podría decirse que ésta ya no es una referencia interior donde pueda crecer su alma. Salvo que las almas se hayan adecuado a sus instintos insaciables. Pero ya se ve lo que queda bajo su supuesta corpulencia ética. Y ellos siguen corriendo, a costa de las devastaciones.

(Pintura del artista Ramiro Tapia)



domingo, 28 de octubre de 2007

Marcando las horas


Éste es el lugar que me ofrecieron
cuando fui a dormirme,
el que me arrebataron cuando desperté.


canta Mark Strand en uno de sus poemas. Las horas del sueño fueron largas y densas esta noche para el hombre. El cansancio ajustó cuentas con su mente. Un mundo le ha apartado de otro. Una extraña sensación le poseía cada vez que se despertaba provisionalmente. Sigo dormido, y sueño, pero vivo, se decía como autómata confuso en sus duermevelas. Era como si la noche no avanzara. ¿Por qué temería que no viviera? Tan profunda era esa otra pertenencia. Las ensoñaciones se han sucedido sin límite, fecundas pero irrecuperables. Curiosamente, no recuerda ninguna. Cuando ha despertado definitivamente, ha tenido que desperezarse de una nostalgia sin cara. Otras veces tras los sueños inmediatos hay rostros, nombres, situaciones. Ansiedades, en fin. Y se levanta con ganas de invocarlas. Hoy no. Se ha estirado, se ha reído en alta voz para convencerse de su noche satisfecha, propia, ensimismada, extraviada en otro mundo. Medita caóticamente mientras levanta las persianas de la luz del día arremetido. Piensa que los sueños no tienen tiempo. Que es lo único que traspasa la frontera del hoy. Que es la parte cómplice de nosotros que preserva una capacidad alternativa, frente al instinto racional de cada día. Un don cuyo efecto sólo puede comprobarse en lo más hondo de cada individuo. Recuerda entonces aquella reflexión de Federico García Lorca: Hoy es la vida. Los años son hoy. El pasado es el hoy muerto. El porvenir es el hoy que vendrá. Siempre estamos en el hoy. Encadenados entre lo que se realizó o se frustró ayer y las expectativas inciertas del mañana, los seres humanos apenas gozan del momento. Sin darse cuenta de que es el único tiempo posible y real. Los sueños hacen saltar todo por el aire. Instan a cohabitar a todos los tiempos del verbo, es decir, del Hombre, confundiendo presentes y pasados con futuros imposibles. Pero el tiempo es también un fetiche. Irrealidad de los aplazamientos. Asaeteados por la duda y la indecisión, postergamos nuestro propio vivir el día. Inutilidad (relativa) de los recuerdos. Estos valen en tanto en cuanto nos confirman. Obsesión malsana por un futuro incierto. Siempre pendientes de elegir, seleccionar, discernir, optar, decidir. Esa fijación nos altera, nos conduce a no reconocernos, para fingir que somos otros, amargados y conflictivos. Esta noche pasada las manecillas del reloj han sido modificadas por ordeno y mando de la gran burocracia. Y qué. Él se ha rebelado durmiendo más que nunca. Ha sido como un exorcismo. Ha buscado otras formas simbólicas que desguazan la materialización administrativa del tiempo. En su cerebro hay un mundo de imágenes menos convencionales, pero cuya caracterización le sugieren. Y cuando las encuentra, sospecha que ésas pueden ser sus horas verdaderas. ¿O sólo gratificantes? Luego, sigue leyendo a Strand...

Éste es el lugar ignorado por todos,
donde los nombres de las estrellas y los barcos
vagan fuera de todo alcance.

Las montañas no son más las montañas;
El sol no es el sol.
Uno tiende a olvidar cómo era;

me veo a mi mismo y veo
un fulgor de tinieblas en mi frente.
Una vez yo fui todo, una vez yo fui joven...

Como si eso importara ahora
y tú pudieras escucharme
y el tiempo de este lugar pudiera detenerse.

viernes, 26 de octubre de 2007

Escarnecido



(Invocaciones XII)


Es probable que extiendas los brazos por cansancio. O que trates de prolongar tu dimensión entre la arena y las olas. O que tu desnudez se descubra menos si aciertas a sujetar el aire. Pero ni el agua ni la arena ni el viento reconocen tu cuerpo. Y entonces caes en esa postración estudiada. Y te avergüenzas. Te das lástima al verte tan religiosamente escarnecido. ¿Suplicas a un dios en tránsito? ¿Imploras a los elementos salvadores? ¿O sólo se trata de un gesto para que ella vuelva a tu orilla? Pero la mujer oceánica se siente demasiado segura en su distancia. Y no te necesita. Tu derribo es sólo una pose que la luz de la costa desprecia. No es la mejor señal. Te tortura la idea del arrepentimiento, que es reconocer. Una rendición traduce la épica en humanidad. Y tú no eres capaz todavía de entenderlo. Prefieres sentirte caído; el esfuerzo es menor y abandonarse a la nada es estúpidamente dulce. ¿Es éste el desenlace que te brindabas a ti mismo? Así no impresionas ni a los escarabajos ni a las medusas, que no querrán cebarse en ti. Tus manos están tan huecas. Y tu rostro tan borrado. Y tu cerviz tan rota. Si esperas en esa postura a la marea es probable que su furia melódica te ignore. Trazará una curva en derredor tuyo, sin que ni siquiera te roce. Cuando llegue la noche, serás apenas una lámina en blanco porque las tinieblas no querrán poseerte. Y si no te bañas en la noche, ¿cómo podrás ansiar el amanecer?


(La fotografía es de Mona Kuhn)

miércoles, 24 de octubre de 2007

Llamas


Son ellas las que un día prendieron. Crepitan: algarabía de discursos. Iluminan: quienes acceden ven de otra manera. Se extienden: mueven al viento, y no al revés. Colorean: tonalidades del fuego en el sotobosque de la cultura. ¿Creería Karl Kraus que no se extinguirían? Hoy son rescoldos en los anaqueles de una biblioteca silenciosa. ¿Puede reactivarse el fuego?

martes, 23 de octubre de 2007

¿Conoces tus maravillas del mundo?


Recientemente, bajo el patrocinio de no sé qué entidad pudiente del planeta, se han decretado -ignoro, aunque sospecho, con arreglo a qué intereses- las nuevas maravillas del mundo. A estas alturas de la vida y de la Historia, andar proclamando las maravillas que el pasado monumental nos ha legado huele enseguida más bien a negocio y supongo que a política acogedora de dicho negocio. Diversas ciudades o entornos -¿o hay que decir que diversas organizaciones con carácter más o menos espúreo?- han pujado, algunas como locas, para ofertar sus productos paisajístico-arquitectónico-simbólicos (¿cómo denominarlos?) y labrarse un futuro entre las páginas de esa especie de libro Guinness de las Maravillas. Supongo que la industria turística y hotelera se encontraba detrás del montaje, en ese afán por lucrarse más que por hacer valer el conocimiento de la herencia de cada rincón de la Tierra. A ello se habrán apuntado gobiernos locales o regionales, en un afán por sacar el máximo provecho. El resultado del concurso, que ni siquiera ha contado con el respaldo de la UNESCO, no eleva por ello la calidad de los monumentos elegidos que ya eran renombrados, simplemente por la admiración que prácticamente todas las obras han gozado siempre. A mi me interesa reflexionar aquí sobre otro aspecto. Ese sesgo competitivo de que lo mío vale más que lo tuyo, y lo de aquí vale más que lo de allá simplemente porque lo de allá no suena, por ejemplo, no es la mejor manera de rescatar la importancia y el interés por las obras de la Humanidad. Ese sonido a mercado puro y regateador y a circulación monetaria insaciable, que parece que obligaran a echar un pulso entre estéticas monumentales, no ennoblece precisamente el objetivo, sólo curable por una visión más amplia de la cultura. Todas las culturas y geografías del planeta cuentan con muestras artísticas de categoría que no deben estar sujetas al paternalismo de asociaciones filantrópicas, sino que deben ser objeto de difusión y acceso por los gobiernos.




Sin desdeñar toda la ingente creación humana a lo largo del tiempo, yo propondría una reflexión no competitiva pero tampoco menos merecida sobre las otras maravillas del universo...

- los cereales que paliaron las hambrunas
- las bacterias que facilitan la digestión
- los minerales que nos ha otorgado el planeta
- la capacidad de los bosques para contener la contaminación ambiental
- las danzas de las tribus africanas
- las especies animales, sobre todo aquellas ya a punto de desaparecer
- la sabiduría de los ancianos, cada vez más desestimada
- la invención de las herramientas paleolíticas
- las variaciones Goldberg de Bach según Glenn Gould
- cualquier puente humilde sobre un río

y así podría seguir engrosándose la lista de fenómenos que deberían ser objeto de reconocimiento permanente en nuestro fuero interior.


Pero nada de esto que se me ocurre es comparable a la breve pero inmensa belleza de un texto que Clarice Lispector, la escritora brasileña, escribiera en Jornal do Brasil en 1970. Se titulaba precisamente Las maravillas del mundo.

“Tengo una amiga llamada Azaléia a la que simplemente le gusta vivir. Vivir sin adjetivos. Su cuerpo está muy enfermo, pero su risa es clara y constante. Su vida es difícil, pero es suya.

Un día me dijo que cada persona tenía en su mundo siete maravillas. ¿Cuáles? Dependía de la persona.

Entonces ella decidió clasificar las siete maravillas de su mundo.

Primera: haber nacido. Haber nacido es un don, existir, digo yo, es un milagro.

Segunda: sus cinco sentidos que incluyen una fuerte dosis del sexto. Con ellos toca y y siente y oye y se comunica y siente placer y nota el dolor.

Tercera: su capacidad de amar. A través de esa capacidad, menos común de lo que se piensa, ella está siempre repleta de amor por algunos y por muchos, y eso ensancha su pecho.

Cuarta: su intuición. La intuición llega a lo que el raciocinio no alcanza y los sentidos no perciben.

Quinta: su inteligencia. Se considera una privilegiada por entender. Su raciocinio es agudo y eficaz.

Sexta: la armonía. La consiguió a través del esfuerzo, y realmente toda ella es armoniosa, con relación al mundo en general y a su propio mundo.

Séptima: la muerte. Ella cree, teosóficamente, que después de la muerte el alma se encarna en otro cuerpo y todo empieza de nuevo, con la alegría de las siete maravillas renovadas.


lunes, 22 de octubre de 2007

Undula


Undula, Undula. A tu paso se postran todos los hombres que te han deseado y los que quieren intentarlo. Los que han fantaseado contigo y los que apenas se atreven a levantar la mirada para que les castigues. Los que sollozan por su insignificancia y los que has derribado de su altanería. Los que solicitan tu desprecio y los que desearían lamer con sus bocas tus zapatos. Los que ven en ti el icono sagrado que les confirma en su impotencia y los que ansían que les maltrates con tu aversión. Los que adoran esa posesión única de la humildad con la que caminas y los que se sienten humillados por tu desdén. Los que se disuelven en sus esqueletos y los que darían todo el oro que poseen con tal de que fueras su estatua viviente. Los que besan las huellas que dejas al pasar y los que olfatean los olores de la hembra que despides. Los que se enervan desde su íntima abyección y los que capitulan en el dolor de la desposesión a que los sometes. Los que se fidelizan inútilmente con tu imagen y los que jamás llegarán a poseer mujer alguna. Los que habitan las tinieblas de la malograda inteligencia y los que se desvanecen en el hedor de sus cobardías. Los que alardean de sus devaneos y los que proclaman el reino rastrero de la sumisión perpetua. Los que flotan en sus insuficiencias y los que se ahogan en sus pedanterías. Ellos solicitan esa pena máxima, la de no ser reclamados jamás por ti. Disfrutan en su insatisfacción. Si les llevaras a un bosque de encinas y les ordenaras que se ahorcaran, sin duda te obedecerían. Porque ellos, en su extrema condición de miseria desean la orden decisiva que les purifique.

(En homenaje al genial pintor y literato polaco Bruno Schulz, del que tomo uno de sus grabados más impresionantes, el titulado La procesión. De él y de su obra hay una exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid hasta casi mediados de noviembre)

Surtido


Antes de acostarme debo disponer mi rostro de mañana. Abrir el armario de las máscaras. Extenderlas sobre la caja de neón. Hasta los cráneos se abren de par en par y ofrecen un disfraz que es una pose que es una autodefensa. Decidirse a aparentar una jornada más. Traducir los gestos aquiescentes como si se tratase de la propia naturalidad. De frente de lado de cogote. Cuántos actores anónimos estarán a esta misma hora preparando el uniforme del día siguiente. Los mismos que, horneados por la madrugada, nos encontraremos en andenes en autovías en ascensores. Repasar el surtido. Qué modelo escoger. ¿El rostro cejijunto? ¿La sonrisa beatífica? ¿La piel distendida del despistado? ¿La alegría incontenible y ejemplarizante? ¿Los pómulos rollizos de la felicidad manifiesta? ¿La mirada penetrante y avasalladora que derribe al enemigo antes de comenzar la batalla? ¿El perfil despreocupado? ¿El morro apretado y firme? ¿La frescura tersa y refrescante? Cuesta decidirse. Sobre todo cuando hayque dar la talla. Cuando hay que mostrarse como no se es. Mejor lo dejo a la improvisación.


(Fotografía de Leonard Nimoy, con él mismo)

domingo, 21 de octubre de 2007

Legitimación



Ordenando -revolviendo- papeles he encontrado el salvoconducto de mi abuelo. Circular por la vida con permiso. Todos los Estados, en su condición pacífica, es decir en una situación de integración social, con mayor o menor consenso, extienden el consabido documento acreditativo de identidad para todos y cada uno de sus súbditos. Medida protectora (según) y mano larga controladora se combinan para que el ciudadano no se lo crea del todo. Es decir, para que la calidad ciudadana no sea tomada exclusivamente como un acto de consagración absolutamente independiente y libre del individuo. Ya es sabido que esta posibilidad virtual es considerada como anarquía, en el sentido literal del término, pero en el acontecer cotidiano no es sino una ensoñación improbable. El estado normal de los Estados -riesgo de redundancia necesaria- implica su reconocimiento, más o menos implícito, por parte de los que habitamos en unos territorios, como una especie de supraestructura que nos ordena y regula. Eso en un Estado de aceptación. Si lo queremos ver sólo por la parte más benéfica, aquélla que se nos reconoce a cambio de nuestra adecuación conveniente, no debemos olvidar que también se reserva las cartas de intervención sobre nosotros si nuestro comportamiento -individual o colectivo- no les satisface a los que dominan en el Estado. En las llamadas sociedades democráticas, que son tal porque el juego de integración social tiene cierto nivel y ha cundido consecuentemente, el poder del Estado suele mostrarse en segundo grado, simplemente para no meter ruido. Pero que nadie pretenda por ello que el Estado está ejecutando una especie de dejación. En aquello que conoció mi abuelo, el Estado se manifestaba de otra manera. Era contra la naturaleza de los pobladores de la Bohemia y de la Moravia. Una imposición precedida por una invasión guerrera por parte de otro Estado que, por muy vecino que fuera, no era querido allí. Los invasores repartieron los legitimace a los ciudadanos tradicionales, pero no se trataba de un mero documento de reconocimiento. Más bien todo lo contrario. Era una llave para abrir y cerrar los pasos más próximos de la población. Yo te doy el permiso y tú caminas por donde yo quiero que lo hagas y cuando yo desee que lo hagas, parecían decir los invasores. Se dirá que implícitamente esta es también la idea de un Estado normal y pacífico. Es probable, sólo que los márgenes y garantías de uno del estilo en que vivimos es superior, dependiendo del momento en que interese que lo sea. Un Estado es una bicefalia, sobre todo cerebral. Es el Doctor Jekill unas veces y otras se muestra como Mr. Hyde. Y así, probablemente, al ciudadano se le acostumbra a que acostumbre -nueva redundancia apetecida- a comprenderlo como tal. En qué momentos esa mente superior se comporta de una manera u otra, es algo que cada individuo o cada colectividad deben valorar, y sobre todo prever. Mi abuelo, aunque previó que un Mr. Hyde exterior cayera sobre su país, se dejó llevar. No sé hasta qué punto esto de dejarse llevar es una característica histórica de nuestra tierra, por el lugar que ha ocupado en la geopolítica europea a través de los siglos. O simplemente, que el poderío del vecino era tan obvio que no había más respuesta que esperar y ver. Mi abuelo se concentró en sus brócolis, sus lechugas, sus judías, su gallinero, su Becherovka. Se pertrechó, obligatoriamente, del legitimace correspondiente, y a correr; de puertas adentro, naturalmente. ¿Lo peor? Que salió de una y entró en otra que llegó después, aunque corresponder ambos Estados no sea del todo de recibo, ni venga ahora a cuento. Legitimace: ¿quién legitima a quién? ¿La mano que se considera con derecho a conceder o los millones de manos que la dejan conceder a la primera? La respuesta, en la previsión. Y en la claridad de los ciudadanos: que exijamos ser cada vez más esto y no meros súbditos. Aunque ya sabemos que la acelerada y acrecentada sociedad mercantil tiende a valorarnos cada vez más como mercancías, y con frecuencia nos extraviamos más en una autoidentificación con el objeto que con el sujeto. Entonces, sólo se me ocurre una sugerencia: repensemos y autolegitimémonos como si fuera la primera vez.

viernes, 19 de octubre de 2007

Alisamiento



(Invocaciones XI)


Cuando duda, se ofusca. Una actitud, pero también un elemento defensivo que la mantiene en guardia. Entonces, lo mejor es ponerse a hacer otra cosa. Por ejemplo, asearse. Por ejemplo, mirar el cielo. Por ejemplo, deslizar lentamente el peine por los cabellos, con la excusa de alisarlos. La luz llega tamizada a su cuarto. Abre las ventanas a la mañana, pero también al paisaje. El mar deposita sal y humedad y tibieza sobre sus sábanas. Y le gusta recibir la caricia de la brisa que escribe en espiral sobre su torso. Las palabras del hombre la siguen acechando. Han obrado sobre ella como un frenazo. Ya no le ve. No le quiere escuchar. Necesita la pausa. No sólo de los gestos o de las voces o de los silencios forzados, sino del hombre todo. Si él se brinda a ausentarse, ella vacila. Suena a apuesta. Pero ella lo desea. Desea ese tiempo de alejamiento en el que disponga de espacios urdidos por las propias sugerencias. Sin interferencias, sin deberes, sin dependencias. Podría viajar. Pero hacerlo podría ser interpretado como huída, y eso la debilitaría demasiado. Debe manifestarse con la normalidad de quien controla su propia situación, como si nada hubiera ocurrido. Él es quien se retrae, quien se muestra dispuesto a admitir la deserción, quien teme la quiebra. Se para y suspira. Una respiración larga que parece no finalizar nunca. Por qué darle vueltas, se insinúa. Recibe el calor del día que se va extendiendo diagonalmente, y lo acepta y se deja tomar por la calma. Las púas del peine rasgan con suavidad pero firmemente, la caída oblicua de la cabellera. Se abandona a una ductilidad placentera. Cada movimiento de su mano libera recuerdos hacia atrás. La madre que la acicalaba en la infancia. El padre que jugaba a hacer ricitos sobre su nuca. El chico que se embarullaba con su pelo bajo las densas higueras de la finca. El amante que hundía sus palmas a la par mientras ambos se distraían con las luces crecientes de la ciudad anochecida. El extraño que la poseyó en aquel viaje de tren, mientras entresacaba sus ondas, y del que jamás volvió a saber nada sino en el recuerdo silente del deseo. Él rompió el esquema. Él no ha sabido jamás amar su pelo. Ha sabido sujetarla, la ha elevado, ha navegado entre sus entrañas, pero nunca ha arañado sus sienes. La mujer ya no echa en falta la fantasía codiciosa del hombre. Termina de mirarse en el espejo de la bahía. Se ha puesto una camisa amplia, se ha sentado sobre su pierna izquierda. Teclea sobre la Underwood una de esas historias que la hacen sentirse poderosa. Uno de esos escritos donde no cuenta tanto el afán de un relato secuencial como sus desahogos a contrapelo. En el reposo de una carencia procura expectorar otra mujer que lleva dentro.


(Foto de Vaclav Jiru, checo)

martes, 16 de octubre de 2007

Agazapada


(Invocaciones X)

Se diría que estás agazapada. Es una posibilidad. Entiendo que a veces hay que resguardarse de la propia existencia. No siempre es así. Se empieza de otra manera. Deseando avanzar por ella, tomándola entre la duda y la curiosidad, para más tarde lanzarse a conquistarla avariciosamente como si fuera un territorio leve y de fácil alcance. Pero cuántas veces se nos revela ajena. No siempre se concreta conforme a las ilusiones que se van fraguando en nuestro acontecer intuido. O su realidad no concuerda con la idea que nos hemos hecho de ella. No es seguro ni claro andarla. No siempre funciona la premeditación. Y la ingenuidad es lo más opuesto a lo establecido. Se crece de manera timorata o a golpe de riesgo. La vida, ante todo, es un sentido. Se la huele, y se aprende a mirarla de reojo o a solaparla. La decisión viene más adelante. Pero decidir también es una posibilidad de ida y vuelta. A veces sin retorno. Cuando se aprende esto, de alguna manera, uno se debate en un transcurso repetido que alterna asomarse y agazaparse. Y dura siempre. Cuesta sopesar y optar por el salto. Incluso después de haber recorrido un trecho, uno se detiene a mirar atento, a asegurarse con precaución, o simplemente se para porque no se sabe cómo mirar. La vida, una vez que te introduces en ella, te atrapa con mil redes, algunas finísimas, sutiles. Te embauca incluso. Está elaborada con el tejido de la tentación y el deseo. Y desencadena en ti una espiral de acometidas, lances, hastíos, desenfrenos, carreras inverosímiles. Hasta que un día te das cuenta de que no sabes dónde quieres llegar. Al ver cómo me observas tengo la sensación de que tú misma me lo estuvieras revelando. Y que todas estas aseveraciones se elevan desde el flujo de tu sangre hasta la fijación de los ojos sugerentes que me exploran. Callas y esperas. Con tu gesto de reserva afectada me contienes. Con tu mirada incisiva pero divergente me trenzas. Con la expectativa que muestras me obligas. Con la tensión no exenta de dulzura gélida te impones. Soy yo quien debería temer el brinco, mientras permaneces apalancada entre tus interrogaciones. Soy yo quien debería desmontar las razones por las que tu rostro se hiela en rigidez. Soy yo quien debería mostrarte mi debilidad para que tú te distendieras. Pero mi sonrisa es triste y se muestra cansada. Sé que lo piensas, aunque calles. Miraré para otra parte. Si es necesario, me ausentaré.


lunes, 15 de octubre de 2007

Malabares




Pero ¿y si el movimiento de la antorcha no fuera sino un gran ejercicio de malabarismo que lejos de hacer ver más bien distrae? ¿No es lo que se hace habitualmente en los hogares y en las soledades de sofá y televisión? ¿No es el símbolo acaso de la dejación del pensamiento en manos ajenas? ¿No es el triunfo de la sociedad del ocio? Recuerda la vieja leyenda bíblica del derecho de primogenitura a cambio del plato de lentejas. Y mientras el artista de circo mueve y remueve la onda del juego de luces no vemos lo que se debería ver de verdad fuera y dentro de nosotros, sino que nuestros ojos se nos van exclusivamente tras la estela del artificio. Bandas que nos atrapan en su conicidad formal, que nos divergen tras su espiralidad de brillos, que entusiasman a nuestra mirada esotérica, que entretienen la verdadera posibilidad de nuestros recursos, que opacan la agudeza de la observación profunda. Maneras de enarbolar la antorcha. Lejana ya la primitiva práctica humana de iluminar con ella y seguir el camino que se nos descubre -que necesitábamos hallar-, el tiempo presente nos brinda la contra antorcha que sólo nos muestra las imágenes superficiales de las cosas y del acontecer. Se nos oferta, previo pago, naturalmente, la luz por la luz, el color por el color, el sonido por el sonido, la palabra por la palabra, el amor por el amor, la felicidad por la felicidad. Demasiada puridad sospechosa para captar la realidad rica y generosa de las luces, los colores, los sonidos, las palabras, los amores o los bienestares. Esta moderna iluminación destella como una oferta ambigua para seres cada vez más clónicos y de una domesticidad anodina y peligrosamente renunciante. ¿Podemos esperar todavía que la antorcha sea el símbolo de la necesaria luz interior? El modelo es viejo, pero funcionó. Ah, desapúntense religiones al acecho, sectas esotéricas, profetas pseudo psicoanáliticos, ideólogos de bestseller, candidatos ocasionales a elecciones...Simplemente se trata de emitir las chispas de la ejercitación del pensamiento. A pesar del esfuerzo, ¿hay algo más placentero?

sábado, 13 de octubre de 2007

Noches de blog



De repente un alma caritativa me sugiere: tienes que relajarte, y bajar el nivel de exigencia, no todos los días tienes que sentirte obligado a escribir en el blog. De momento pienso que tiene razón, pero ¿qué quiere decir con eso? ¿Que tanta cita puntual agota no sólo el cuerpo sino la imaginación y su buen hacer? Hay días -noches- que le pueden dar a uno las tantas y contra natura. ¿Pero esto sucede porque el blog me obligue? Y si me apremia, ¿no será más bien una excusa para obligarme yo a mi mismo? Ésta la cuestión: puede parecer que los móviles se hallan fuera de nosotros, pero en realidad son hijos de las satisfacciones o de las frustraciones del día que abandonamos.

Esa procura amigable que me invita a bajar la presión me conduce automáticamente a meditar sobre los efectos secundarios, sin pretender obtener respuestas. ¿Empieza uno a someterse a una dependencia? ¿Me supone un estrés añadido respecto al que haya padecido en otros ambientes durante el día? ¿Escribo forzado, inspirado o necesitado? Colgarme cada noche de la página, ¿es un mero ejercicio narcisista al que debo corresponder? ¿Qué expectativas cubre? Uno piensa por un momento en que podría escribir el diario clásico que, durante siglos, cualquier hombre o mujer con necesidad introspectiva y con un útil de escritura ha cubierto durante algún tiempo de su vida. Ese diario más o menos secreto o resguardado, podría no pasar de afirmarse en un soporte de cuaderno o en un archivo de word. Un diario, por otra parte, puede ser una mera relación de sucesos, o puede ser otra cosa. Pero siempre resulta un acicate para pulsar los motivos de la vida.

Uno tiene claro que normalmente escribe sin premeditación. Y que tampoco tiene como fin que otros le lean, aunque si le leen lo agradece. Esta libertad de condicionamientos hace de tu propio blog algo más simple y a la vez más intrincado. Crees que nada te mediatiza y que sólo cedes a tus propias ocurrencias. En el fondo, te gusta leerte y acompañarte de imágenes elegidas. Has descubierto que multitud de imágenes te sugieren, te hacen pensar, te animan a razonar. O te sumerges en recrearte a través de meras ensoñaciones. Igualmente válido. Y lo haces en la medida en que las seleccionas con tus particulares criterios y respondiendo a tu receptividad ante lo que se te insinúa. Eso te satisface. Te apoderas de la técnica moderna y la concedes a cambio tu alma.

Hay días -noches- en que resulta arduo reconocerte en tus textos. Los hay más alambicados o más convencionales o más meditados o más agudos. ¿Serían menos auténticos unos que otros? Reconozco que escribir demasiado disciplinariamente puede llevar a una superficialidad expresiva. Pero incluso eso mismo sería útil si con ello se logra un alivio que ayude a sobreponerse a la jornada cansina y con frecuencia escasamente incentivada. Te cuelgas del blog, por lo tanto, porque quieres acometer un acto de amor contigo mismo, diferenciando tu intimidad auténtica del resto de quehaceres que constriñen tus horas. Quieres imaginar, soñar, pretender que recuperas un leve tiempo y que creas una pequeña posibilidad que te invada de cierta plenitud y sentido. Acabemos: quieres irte a dormir con cierta sensación de placer. Eres así.


(Fotografía del checo Vaclav Jiru)

viernes, 12 de octubre de 2007

Amo las banderas


Encarnan las virtudes más acendradas de la raza. Esto es, el sudor, el olor, la cochambre, los escozores, lo pegajoso, los excrementos, lo purulento y tal vez la sangre. Vivimos envueltos en ellas, de día y de noche. Su estado se alterna. Del ensuciamiento, el desgaste o el deterioro se pasa en pocas horas a una renovación blanca blanquísima. Su entrega es generosa. Su regeneración es eficaz. Se reencarnan ratificándose como valores supremos, sin los que difícilmente podríamos sobrevivir. Nos protegen, nos asean, nos alivian, nos adornan, nos distinguen, nos ennoblecen. Ellas nos dan la verdadera seguridad, constituyen nuestras señas de identidad, elevan el propio sentido del individuo, nos afirman en nuestra intimidad y ratifican la presencia de cada miembro de la raza día tras día. Francamente, me gusta el tremolar de estas banderas. Sin ellas ¿que sería de nuestra dignidad?




jueves, 11 de octubre de 2007

Sazón



El tiempo de la madurez. Lo hecho. Lo medido. El sabor en su justo punto. La superficie aterciopelada. Esa ligereza ácida. Tanta redondez llenando nuestra mano. La carnosidad que ensaliva nuestra boca. El color y su exuberancia. Contemplar la danza flotante de sus últimos días en el árbol. Sentarse un rato a la sombra ya fría del membrillero. Mirar el tránsito de un tren de provincias. El pitido del convoy quebrando el tedio de las horas. Ficción de una lejanía que se va aproximando. La presencia de su traqueteo en nuestros oídos. La cadencia de su alejamiento. El silencio posesivo del atardecer. La mirada atónita sobre la fruta gualda. Un cierto regusto empapando nuestro paladar. Los últimos lagartos correteando por el pedregal. El hatajo recogiéndose en dirección al valle. Ladridos huérfanos. El último cuerpo del estío ofreciéndose a la calidez fugada. Transgresión del otoño. Fijación absorta sobre la pequeña huerta. Un rayo frágil y huidizo acaricia las hojas. La brisa cimbrea los frutos. Despliegue íntimo de la sazón. El instante en que pensamiento y reflexión se pulsan. Latido de los días del hombre. La calma.

miércoles, 10 de octubre de 2007

La penúltima gota



(Invocaciones IX)


No será la última que resbale de tus labios. Tu sed es mucha, pero aún distas de estar seco. ¿Vas a caer en las trampas de la apariencia? No todo es árido a tu alrededor. No todo es tiempo extraviado. Pensar que te trasladas en un cuerpo desfondado sería un error que no puedes permitirte. Esa gota que se escurre y se materializa es precisamente la señal. Aún fertilizan dentro de ti muchas posibilidades. Están más nutridas de deseo que nunca, aunque no se manifiesten tan clamorosas como en los años de juventud. A veces una manera de apasionamiento sereno bulle y te hace sentir eufórico. Se nota en tus facciones. Se aprecia en tu receptividad. Se transmite en las ganas de hacerte sentir entre los que se cruzan contigo. Dices que no te es concedida la libre disposición de los tiempos. ¿Has pensado en quebrarlos? Dices que te fallan muchos elementos. ¿No tienes a tu favor la capacidad de seleccionarlos y quedarte con los más útiles? Dices que todo te pesa como nunca te había pesado antes. ¿Es que necesariamente tienes que sentirte obligado a soportar aquello que no deseas? Siempre te has visto inmerso en una carrera de fondo. Postergaste viajes, aplazaste encuentros, pospusiste actividades. Para ti el fin nunca fue una referencia. Ahora, en cambio, tendrías que ir teniéndolo en cuenta. La indecisión ya no es útil para prospectar, ni para ser más prudente. La prudencia te la da la sangre. ¿Deberías esforzarte a estas alturas en pensar demasiado las opciones? La dispersión que en otras épocas te permitía probar y experimentar como si te proyectaras lateralmente y en todas las direcciones, acaso hoy no te sea ya tan útil. O tal vez nunca lo fue, y el canto de las sirenas te distrajeron demasiado de la ruta. ¿Para ir a dónde?


(Fotografía de Jan Saudek, artista checo)

domingo, 7 de octubre de 2007

Anna Politkóvskaya, un año



Hay otros periodistas. No sólo existen en el llamado mundo de los media los comunicadores, las figuras o simplemente las nóminas. Existe aún esa vieja especie que recaba información, la analiza y la reprocesa para llegar a otra con objeto de clarificar en la medida de lo posible. O al menos, de obtener otra información. Es decir, que persiste e indaga. No son aquellos a los que se ve habitualmente, ni siempre se trata de las firmas que más se leen. No son los que más se exhiben ni los que chafardean, ni los que mejor se venden a la empresa que les paga. Pero que existen, es evidente. Consulten, si no, los informes de Amnistía Internacional sobre el número de periodistas encarcelados o muertos cada año en el mundo. Si bien tampoco se trata de exaltar en exceso una dedicación -acaso una profesión- que no se da en estado puro nunca, que tiene sus límites, sus rendiciones y sus perversidades.

Hace un año Anna Politkóvskaya, periodista rusa, fue asesinada por quienes no desean que existan periodistas que prospecten, es decir, que busquen las pequeñas o grandes verdades de la economía, de la política y de la vida colectiva. O que al menos contribuyan a desentrañar las miserias, los abusos y la utilización desmesurada del poder. El trabajo y la muerte de Anna fue un homenaje a ese periodista insistente y tenaz que crea esperanza y dignidad en una profesión bastante atrofiada y mercantilizada. Si es que el concepto periodismo puede todavía tener algo de categoría auténtica, en un mundo de sevicias, concesiones a los poderes y meros trabajos rutinarios de industria mediática.

Nada tengo que aportar al aniversario de la muerte de Anna Politkóvskaya; para creer saber algo al respecto ya están los periódicos con cierto rigor. Sólo pretendo la invocación, la admiración y el reconocimiento a una periodista que le tocó vivir el difícil y complejo proceso del dudoso asentamiento de la democracia en Rusia. Donde los intereses hegemónicos del secular y viejo Imperio se imponen con frecuencia a las necesidades sociales y políticas de una ciudadanía a la que no se la deja crecer como tal.

Y obsequio su memoria con unos versos de César Vallejo, que siempre me impresionaron...



SI DESPUÉS DE TÁNTAS PALABRAS...


¡Y si después de tántas palabras,
no sobrevive la palabra! ¡
Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!

¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!

¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!

¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da...!


(La pintura de arriba es de la portuguesa Paula Rego)



Hexagramas


Y al levantar el cuerpo, sólo quedó la arruga y una hendidura cálida. Los límites del cansancio truecan en actividad el sueño abandonado. Convirtióse la ausencia en hexagramas. Y fue dicho: que la vida del hombre traicionará al oráculo. Nada hay establecido para siempre. Jamás la decisión sobre la vida proviene absolutamente de lo ajeno o es fruto exclusivo de lo propio. El origen es la probabilidad. El destino, una metáfora. Y el tiempo, una palabra malgastada. Y un día más, el azar y esa pequeña consistencia que dan los años acarician la piel que ya se arruga. Miras la luz de perfil (la luz nunca se deja mirar del todo de frente) Y respiras profundamente, a ver qué se alza desde lo más recóndito de ti mismo.

sábado, 6 de octubre de 2007

¿De qué se ríen?


¿De qué se ríen? La toma invita a inocular en el espectador una curiosidad morbosa. Probablemente se rieran de la mayor tontería. Son humanos, honda y consecuentemente humanos. Un acto de camaradería que habrá tenido lugar a lo largo de la historia con cualquier uniforme, carné, insignia o disfraz entre las tribus del mundo. El sirimiri les encoge, pero nada más que el sirimiri les arredra. Aunque en el interior de sus espíritus (es más literario y menos exigente que decir de sus conciencias), pues vayan ustedes a saber. La guerra ya la iban perdiendo, pero ellos no renunciaban a su alegría tremendamente humana. ¿O este estado euforizante obraba como droga sobre su realidad quebradiza? Aunque lo doloroso estaba detrás. Esta panda de confraternizadores son guardianes de un campo de concentración nazi, o mejor dicho, de un campo de exterminio. Dentro, miles de individuos se habrían convertido ya en humo o se estarían encaminando hacia el fin. Los perdedores, seguro que no se reirían. Saber que se va hacia la desaparición, sobre todo de la manera como se va, no da risa. No da ya ni para sentir ni para emocionarse ni para seguir pensando en lo que se fue y se va a dejar de ser. Los del grupito de la foto también se dirigían hacia el fin, pero probablemente no quisieran reconocerlo. Mientras sigamos triunfadores, parecen decir implícitamente, pasémoslo bien, cantemos, bebamos y digamos kartofen ante la cámara. Es tan humana la alegría...Tanto como el dolor. La cuestión es a quién le toque el rol en cada momento. Y si el rol es el drama, ya se sabe lo que viene detrás: la agudización de las sensaciones nerviosas, los sentimientos hundidos y la angustia irrevocable. El grupito de la foto estaba aplazando el rol, dándolo largas. Todos tan humanos, los dentro y los de fuera. Y pensar que se estarían riendo de la gracia más inocua que hiciera el chistoso de la brigada...


(La fotografía fue realizada por un miembro del ejército del Tercer Reich e incautada por las tropas americanas. Uno de los soldados u oficiales americanos que tuvo acceso a estas fotos se las quedó como recuerdo...o simplemente las pispó...para recuerdo)


jueves, 4 de octubre de 2007

Nombres


Cuando se encuentra con el ánimo poco estimulado, sueña. Sueña despierto, recreando lo que pudo ser y no fue. Sueña rescatando las imágenes que hacen de intermediarias con los recuerdos. ¿O son esas imágenes lo único que permanece, sin saber muy bien si son las causas o los efectos de lo vivido? Hay tanto bagaje en la historia de cada individuo. Es decir, en ese recorrido que unos llaman vida, otros experiencia, otros madurez. Piensa en los nombres, por ejemplo. Desde niños le enseñaron nombres. No siempre se correspondían con lo real ni con lo razonable ni con lo imaginario ni con lo entendible. Se le iba dictando nombres. Nombres que debían escribirse y repetirse oralmente y luego recitarse ante los superiores de la tribu. Nombres que debía tomar como certezas y cargar con ellos, impregnarse de ellos y adorar y demonizar bajo su égida sustantivada. Sería injusto olvidar que también hubo muchos nombres sencillos, que se repetían lo justo o sin darle más entonación, porque no contenían pizca de épica alguna: madre, pan, lluvia, escalera, muerto, nombres que se veían. Se veían tanto que pasaban desapercibidos; era como si no fueran nombres, sino estados de ser. Había otros también que no eran ni grandilocuentes ni tangibles, y que parecía que estaban formados de otra materia, tal como silencio, o que fueran producto del azar o de la equivocación, por ejemplo placer. Y había algunos que perseguían obsesivamente, tales letra o número o verbo. Y luego aquellos nombres que no se enseñaban sino que se aprendían a la manera como la tierra toma las esporas volantes: escondite, escapada, mirada. Nombres a contrapelo de todos los nombres y que se instalaban en la prioridad del niño que respondía a su llamada primitiva. Se salva a sí mismo una noche más con este arriesgado ejercicio de funambulista, el de recorrer un espacio entre lo deseable y lo soñado. ¿Recuerdas que recita el poeta portugués a propósito de los nombres? Eugenio de Andrade lo dice así:

Hay un tiempo en que damos extraños
nombres a las cosas.
Por ejemplo, fulgor; por ejemplo,
mundo; por ejemplo, deseo.
Nombres nuevos, como en la infancia
la nieve.
Un día despiertas, tienes trece,
catorce años, descubres que estás desnudo
y tienes al lado otro cuerpo
también sin ropa y menos inocente.
A tu oído, cómplice con la luz
matinal de los naranjos,
llega un rumor de sílabas roncas
húmedas de deseo.
Como otros días, de rama en rama,
la nieve.


(Fotografía del checo Jan Saudek)

miércoles, 3 de octubre de 2007

Penúltima caída


(Invocaciones VIII)


En tu caída estás tú sola. Demasiado profunda para advertir la ingratitud del abismo. Desarbolada, trazas un bucle ansioso. Nadie se percata de tu desasosiego
al otro lado de las paredes. Has provocado el desaire y el riesgo del duelo te retrae. Preferiste expulsarle de tu presencia. Ahora te arrepientes. Te sientes confundida por tu torpe decisión. Estúpida. Le exigías más de lo que él podía darte. Y era mucho. Aunque fuera a su manera. O le reclamabas exageradamente con el fin de retenerle. No advertiste a tiempo que le estabas sujetando contra la imposibilidad. O acaso no lo mediste bien. Sus ritmos siempre han sido diferentes a los tuyos. Qué querías. Vuestras diferencias habían resultado un buen proyecto. El acercamiento posibilitaba el intercambio. La separación generaba otras dimensiones. Os asustaba la distancia, pero la distancia misma os vinculaba. Os crecíais por separado en el alejamiento, pero lo compartíais de una manera cómplice que los ojos ajenos no podían captar. Convergíais acertadamente en la entrega, cuando el azar o la necesidad os solicitaba. Ambos os concedíais el beneficio de una suerte de continuo retorno. Podían pasar semanas o meses tras lo que parecía el fin, como si todo se hubiera convertido en memoria. Pero de pronto, parecía manifestarse una coincidencia. Había ciertas señales causales. Como cuando las semillas se desplazan por el aire y se asientan sin esperarlas sobre la tierra. Y de pronto está ahí creciendo una planta donde menos lo esperabas. Él sentía que te aproximabas una vez más, tú presentías que iba a recabarte de un momento a otro. Y al primero que se daba por aludido tras la señal, le respondía el otro sin duda alguna. Y volvíais a vuestra peculiar rueda. Aceptándoos; no sé si más sabios o más generosos o simplemente más expectantes. Y propiciabais los encuentros como si fueran nuevos y más intensos y más cargados de deseo que nunca. Te sorprendías de que siguieras obrando como un imán poderoso sobre él. Y te admirabas de que le siguieras percibiendo renovado y extenso en imaginación. Y apostaste. Ahí el error. Tu afán posesivo le exigía determinaciones que él no estaba dispuesto a tomar. Y fuiste toda rabia y desconcierto y caíste. Caíste en su presencia y él enmudeció. Caíste ahora que te sientes perdida en la apuesta indeseada de tu soledad. Intuyes que no será la caída definitiva. Acaso sólo la penúltima.


(Cuadro de Paula Rego)

lunes, 1 de octubre de 2007

Juegos soñados


(Invocaciones VII)


En el sueño ella recrea las horas de aquel tiempo que no pasaba. Emula su disolución en los juegos. Renueva su contemplación absorta sobre los objetos. Sueña de nuevo que se introduce en el dormitorio de sus padres, tras la siesta, cuando la cama quedaba revuelta y ellos tenían que salir deprisa para la ciudad. ¿Por qué aquellas siestas tan apresuradas? ¿Por qué aquellos ecos de desasosiego y risas ahogadas que ella escuchaba desde su cuarto al fondo del pasillo? Cuando sus padres salían de la casa la habitación había quedado cerrada, las persianas mallorquinas no habían sido corridas y un olor acre paralizaba la atmósfera. Para la niña ese vapor era tan familiar como atrayente. Las rendijas de las persianas proyectaban sobre el suelo unas líneas de luz tímidas, pero abundantes. Ella misma se ponía delante para que su vestido y sus brazos y sus piernas fueran rayadas. Le gustaba sentirse sol y sombra, como se decía a sí misma. Se tiraba al suelo, boca arriba, boca abajo, moviendo la cabeza en dirección al trazado alterno de los listones de luz, guiñando los contraluces cómplices. A veces se revolcaba en la cama, sobre la que habían sido abandonadas algunas prendas arrugadas; camisas humedecidas por el sudor, combinaciones, medias. A ella le gustaba acariciar la camisa recién quitada de su padre, se la calaba sobre su cuerpo desnudo, mientras la mojadura le estremecía la espalda. Entonces se dirigía a la cómoda, encendía una lámpara de luz tibia pero que añadía más calor al ambiente, se sentaba en una silla y permanecía mirándose al espejo. Sé quién eres, se decía imitando una voz de mujer adulta, y sé por qué has vuelto de la guerra. Los juegos en solitario siempre comenzaban recurriendo a semejante muletilla. Era una historia interior que ella había fraguado, en la que su madre se encontraba con un antiguo amante, mientras el padre había desaparecido en un frente lejano. Allá, en la penumbra densa de la habitación, el espejo la proporcionaba un desdoblamiento que la excitaba. Sentía un placer único cuando la camisa se adhería a su piel; introducía una corbata bajo el cuello de la misma y a duras penas diseñaba un nudo efímero. Luego cruzaba las piernas y ponía en acción a sus personajes. Se sumergía en un inagotable diálogo transversal de muecas y de gestos exagerados. Vuelve a soñarlo; lo revive con alarma, mientras nota cómo transpira su cuerpo agitadamente.


(Fotografía de Leonard Nimoy)