Recientemente, bajo el patrocinio de no sé qué entidad pudiente del planeta, se han decretado -ignoro, aunque sospecho, con arreglo a qué intereses- las nuevas maravillas del mundo. A estas alturas de la vida y de la Historia, andar proclamando las maravillas que el pasado monumental nos ha legado huele enseguida más bien a negocio y supongo que a política acogedora de dicho negocio. Diversas ciudades o entornos -¿o hay que decir que diversas organizaciones con carácter más o menos espúreo?- han pujado, algunas como locas, para ofertar sus productos paisajístico-arquitectónico-simbólicos (¿cómo denominarlos?) y labrarse un futuro entre las páginas de esa especie de libro Guinness de las Maravillas. Supongo que la industria turística y hotelera se encontraba detrás del montaje, en ese afán por lucrarse más que por hacer valer el conocimiento de la herencia de cada rincón de la Tierra. A ello se habrán apuntado gobiernos locales o regionales, en un afán por sacar el máximo provecho. El resultado del concurso, que ni siquiera ha contado con el respaldo de la UNESCO, no eleva por ello la calidad de los monumentos elegidos que ya eran renombrados, simplemente por la admiración que prácticamente todas las obras han gozado siempre. A mi me interesa reflexionar aquí sobre otro aspecto. Ese sesgo competitivo de que lo mío vale más que lo tuyo, y lo de aquí vale más que lo de allá simplemente porque lo de allá no suena, por ejemplo, no es la mejor manera de rescatar la importancia y el interés por las obras de la Humanidad. Ese sonido a mercado puro y regateador y a circulación monetaria insaciable, que parece que obligaran a echar un pulso entre estéticas monumentales, no ennoblece precisamente el objetivo, sólo curable por una visión más amplia de la cultura. Todas las culturas y geografías del planeta cuentan con muestras artísticas de categoría que no deben estar sujetas al paternalismo de asociaciones filantrópicas, sino que deben ser objeto de difusión y acceso por los gobiernos.
Sin desdeñar toda la ingente creación humana a lo largo del tiempo, yo propondría una reflexión no competitiva pero tampoco menos merecida sobre las otras maravillas del universo...
- los cereales que paliaron las hambrunas
- las bacterias que facilitan la digestión
- los minerales que nos ha otorgado el planeta
- la capacidad de los bosques para contener la contaminación ambiental
- las danzas de las tribus africanas
- las especies animales, sobre todo aquellas ya a punto de desaparecer
- la sabiduría de los ancianos, cada vez más desestimada
- la invención de las herramientas paleolíticas
- las variaciones Goldberg de Bach según Glenn Gould
- cualquier puente humilde sobre un río
y así podría seguir engrosándose la lista de fenómenos que deberían ser objeto de reconocimiento permanente en nuestro fuero interior.
Pero nada de esto que se me ocurre es comparable a la breve pero inmensa belleza de un texto que Clarice Lispector, la escritora brasileña, escribiera en Jornal do Brasil en 1970. Se titulaba precisamente Las maravillas del mundo.
“Tengo una amiga llamada Azaléia a la que simplemente le gusta vivir. Vivir sin adjetivos. Su cuerpo está muy enfermo, pero su risa es clara y constante. Su vida es difícil, pero es suya.
Un día me dijo que cada persona tenía en su mundo siete maravillas. ¿Cuáles? Dependía de la persona.
Entonces ella decidió clasificar las siete maravillas de su mundo.
Primera: haber nacido. Haber nacido es un don, existir, digo yo, es un milagro.
Segunda: sus cinco sentidos que incluyen una fuerte dosis del sexto. Con ellos toca y y siente y oye y se comunica y siente placer y nota el dolor.
Tercera: su capacidad de amar. A través de esa capacidad, menos común de lo que se piensa, ella está siempre repleta de amor por algunos y por muchos, y eso ensancha su pecho.
Cuarta: su intuición. La intuición llega a lo que el raciocinio no alcanza y los sentidos no perciben.
Quinta: su inteligencia. Se considera una privilegiada por entender. Su raciocinio es agudo y eficaz.
Sexta: la armonía. La consiguió a través del esfuerzo, y realmente toda ella es armoniosa, con relación al mundo en general y a su propio mundo.
Séptima: la muerte. Ella cree, teosóficamente, que después de la muerte el alma se encarna en otro cuerpo y todo empieza de nuevo, con la alegría de las siete maravillas renovadas.