martes, 16 de octubre de 2007
Agazapada
(Invocaciones X)
Se diría que estás agazapada. Es una posibilidad. Entiendo que a veces hay que resguardarse de la propia existencia. No siempre es así. Se empieza de otra manera. Deseando avanzar por ella, tomándola entre la duda y la curiosidad, para más tarde lanzarse a conquistarla avariciosamente como si fuera un territorio leve y de fácil alcance. Pero cuántas veces se nos revela ajena. No siempre se concreta conforme a las ilusiones que se van fraguando en nuestro acontecer intuido. O su realidad no concuerda con la idea que nos hemos hecho de ella. No es seguro ni claro andarla. No siempre funciona la premeditación. Y la ingenuidad es lo más opuesto a lo establecido. Se crece de manera timorata o a golpe de riesgo. La vida, ante todo, es un sentido. Se la huele, y se aprende a mirarla de reojo o a solaparla. La decisión viene más adelante. Pero decidir también es una posibilidad de ida y vuelta. A veces sin retorno. Cuando se aprende esto, de alguna manera, uno se debate en un transcurso repetido que alterna asomarse y agazaparse. Y dura siempre. Cuesta sopesar y optar por el salto. Incluso después de haber recorrido un trecho, uno se detiene a mirar atento, a asegurarse con precaución, o simplemente se para porque no se sabe cómo mirar. La vida, una vez que te introduces en ella, te atrapa con mil redes, algunas finísimas, sutiles. Te embauca incluso. Está elaborada con el tejido de la tentación y el deseo. Y desencadena en ti una espiral de acometidas, lances, hastíos, desenfrenos, carreras inverosímiles. Hasta que un día te das cuenta de que no sabes dónde quieres llegar. Al ver cómo me observas tengo la sensación de que tú misma me lo estuvieras revelando. Y que todas estas aseveraciones se elevan desde el flujo de tu sangre hasta la fijación de los ojos sugerentes que me exploran. Callas y esperas. Con tu gesto de reserva afectada me contienes. Con tu mirada incisiva pero divergente me trenzas. Con la expectativa que muestras me obligas. Con la tensión no exenta de dulzura gélida te impones. Soy yo quien debería temer el brinco, mientras permaneces apalancada entre tus interrogaciones. Soy yo quien debería desmontar las razones por las que tu rostro se hiela en rigidez. Soy yo quien debería mostrarte mi debilidad para que tú te distendieras. Pero mi sonrisa es triste y se muestra cansada. Sé que lo piensas, aunque calles. Miraré para otra parte. Si es necesario, me ausentaré.
Estas invocaciones sobrecogen.
ResponderEliminarTengo que buscar el principio.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBienvenido/a a la invocación...o al sobrecogimiento, v. Deslízate por el laberinto con toda confianza. Gracias.
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