domingo, 21 de octubre de 2007
Legitimación
Ordenando -revolviendo- papeles he encontrado el salvoconducto de mi abuelo. Circular por la vida con permiso. Todos los Estados, en su condición pacífica, es decir en una situación de integración social, con mayor o menor consenso, extienden el consabido documento acreditativo de identidad para todos y cada uno de sus súbditos. Medida protectora (según) y mano larga controladora se combinan para que el ciudadano no se lo crea del todo. Es decir, para que la calidad ciudadana no sea tomada exclusivamente como un acto de consagración absolutamente independiente y libre del individuo. Ya es sabido que esta posibilidad virtual es considerada como anarquía, en el sentido literal del término, pero en el acontecer cotidiano no es sino una ensoñación improbable. El estado normal de los Estados -riesgo de redundancia necesaria- implica su reconocimiento, más o menos implícito, por parte de los que habitamos en unos territorios, como una especie de supraestructura que nos ordena y regula. Eso en un Estado de aceptación. Si lo queremos ver sólo por la parte más benéfica, aquélla que se nos reconoce a cambio de nuestra adecuación conveniente, no debemos olvidar que también se reserva las cartas de intervención sobre nosotros si nuestro comportamiento -individual o colectivo- no les satisface a los que dominan en el Estado. En las llamadas sociedades democráticas, que son tal porque el juego de integración social tiene cierto nivel y ha cundido consecuentemente, el poder del Estado suele mostrarse en segundo grado, simplemente para no meter ruido. Pero que nadie pretenda por ello que el Estado está ejecutando una especie de dejación. En aquello que conoció mi abuelo, el Estado se manifestaba de otra manera. Era contra la naturaleza de los pobladores de la Bohemia y de la Moravia. Una imposición precedida por una invasión guerrera por parte de otro Estado que, por muy vecino que fuera, no era querido allí. Los invasores repartieron los legitimace a los ciudadanos tradicionales, pero no se trataba de un mero documento de reconocimiento. Más bien todo lo contrario. Era una llave para abrir y cerrar los pasos más próximos de la población. Yo te doy el permiso y tú caminas por donde yo quiero que lo hagas y cuando yo desee que lo hagas, parecían decir los invasores. Se dirá que implícitamente esta es también la idea de un Estado normal y pacífico. Es probable, sólo que los márgenes y garantías de uno del estilo en que vivimos es superior, dependiendo del momento en que interese que lo sea. Un Estado es una bicefalia, sobre todo cerebral. Es el Doctor Jekill unas veces y otras se muestra como Mr. Hyde. Y así, probablemente, al ciudadano se le acostumbra a que acostumbre -nueva redundancia apetecida- a comprenderlo como tal. En qué momentos esa mente superior se comporta de una manera u otra, es algo que cada individuo o cada colectividad deben valorar, y sobre todo prever. Mi abuelo, aunque previó que un Mr. Hyde exterior cayera sobre su país, se dejó llevar. No sé hasta qué punto esto de dejarse llevar es una característica histórica de nuestra tierra, por el lugar que ha ocupado en la geopolítica europea a través de los siglos. O simplemente, que el poderío del vecino era tan obvio que no había más respuesta que esperar y ver. Mi abuelo se concentró en sus brócolis, sus lechugas, sus judías, su gallinero, su Becherovka. Se pertrechó, obligatoriamente, del legitimace correspondiente, y a correr; de puertas adentro, naturalmente. ¿Lo peor? Que salió de una y entró en otra que llegó después, aunque corresponder ambos Estados no sea del todo de recibo, ni venga ahora a cuento. Legitimace: ¿quién legitima a quién? ¿La mano que se considera con derecho a conceder o los millones de manos que la dejan conceder a la primera? La respuesta, en la previsión. Y en la claridad de los ciudadanos: que exijamos ser cada vez más esto y no meros súbditos. Aunque ya sabemos que la acelerada y acrecentada sociedad mercantil tiende a valorarnos cada vez más como mercancías, y con frecuencia nos extraviamos más en una autoidentificación con el objeto que con el sujeto. Entonces, sólo se me ocurre una sugerencia: repensemos y autolegitimémonos como si fuera la primera vez.
Un tema muy a lo Foucault que deberíamos plantearnos. Interesantísima tu reflexión. ¿Hasta qué punto una cédula, un carné de identidad, un documento oficial, etc. nos legitima como ciudadanos, por un lado, pero nos obliga a conducirnos por determinados caminos, por otro? Es decir, ¿un DNI es un reconocimiento o es un mecanismo de control?
ResponderEliminarLa problemática no es superficial, es muy seria: ¿para qué el Estado/los Estados se proveen de cientos de datos de cada ciudadano?
Por debajo corre toda una psicosis peligrosa: la SEGURIDAD.
Control, por SEGURIDAD.
Información, por SEGURIDAD.
Prevención, por SEGURIDAD.
La guerra de Irak se hizo por SEGURIDAD.
Las escuchas telefónicas o el asalto a cuentas de correo electrónico o cuentas bancarias, por SEGURIDAD.
Quizás una entrada en un blog expresando cierto cuestionamiento a la SEGURIDAD de nuestros Estados sea motivo de intervención.
Ojo con la SEGURIDAD.
Me alegro de haber conocido este rincón.
Gracias y bienvenido, Joselito. Mucho antes que los Estados modernos otra organización, conocida por su maniqueísmo mundano, extendió una cédula que no sólo se ratificaba en un documento, sino que pretendía ser una impronta transpsíquica, digamos. Hablo del Bautismo. Por seguridad, jaj.
ResponderEliminarSí, tremendo y extenso tema este de la Seguridad moderna, que no lo es tanto, aunque se manifieste con múltiples mecanismos como jamás se había manifestado. Y pensar que mucha gente lo exige. En fin, el subconsciente del miedo es inabarcable. Yo, ante el despliegue de los medios de Sehuridad, siempre, como mínimo, me pongo en guardia. No me siento protegido, sino a punto de ser agredido. Qué cosas.
La seguridad es otra excusa para la agresión.
ResponderEliminarQué curioso.
Yo tengo ese sentimiento también (no siempre, es verdad, pero a menudo)
...Y para el negocio, no lo olvides. Buenas noches.
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