Ha de llegar un tiempo en que sobren las palabras, las discusiones se abandonen y donde hubo intransigencia se instale una calma amable, leo -oigo decir- a Chantal Maillard. Algo así como el resultado del curso natural de la vida, al que con frecuencia se le aplica -la poeta lo impone- el término vejez. No podía ser antes, hemos estado ocupados en excesivas fantasías. Demasiadas aspiraciones (reducidas a cenizas), demasiados deseos (que no han cuajado), demasiadas vanidades (que han resultado fútiles), demasiadas tensiones (que han demolido edificios de convivencia), demasiado despilfarro del tiempo (fracaso de las presuntas responsabilidades) Aunque el nomenclátor de la existencia nos encajone a los vivientes en ciclos, uno vive también fronterizo. En ese espacio en el que se resiste a reconocerse más allá de sus anteriores posibilidades. Ese espacio al que se aferra porque no quiere oír hablar todavía de ciertas renuncias, de algunas incapacidades, de muchas carencias. Esa leve superficie que sabe pasajera e inestable pero en la que oscila entre las últimas tentativas del hombre que ya no es y la necesidad de una distensión que le aporte temperancia.
(Fotografía de Mimmo Jodice)
(Fotografía de Mimmo Jodice)