Las huestes concurrían al campo de lid con sus pertrechos. Varias eran antiguas, curtidas en la trampa y en la devoción que sus adictos les otorgaban. Otras se habían fortalecido a través de poderes locales limitados pero arraigados. Algunas estaban formadas por mercenarios coyunturales dispuestos a servir al mejor postor. Había milicias bisoñas, con más entusiasmo que claridad. También eternos aspirantes a la felicidad, pero doblegados por aquel concurso donde las reglas del juego no era iguales para todos. Poco antes de que comenzara la confrontación solía llegar alguna tropa advenediza de última hora, capaz de poner en un brete a ejércitos más avezados, simplemente por la audacia de sus cantos y sus exclamaciones desaforadas. Cada cual milicia esgrimía su propio color, que la diferenciaba en medio del ardor del combate. Enarbolaban sus distintivos sujetos en la espalda, las caballerías flameando al viento a merced del ímpetu del galope; los de a pie, con sus banderines menores, iban detrás, carne vendida al enemigo. Algunas huestes disponían de mejores arqueros que otras y sus disparos causaban estragos. Las planas mayores de los contendientes observaban desde la distancia de sus atalayas los movimientos sobre el terreno. Las había que disponían de estrategia, aunque siempre había errores de cálculo por donde podía llegar el fallo. Otros mandos confiaban más en las jugadas tácticas. Algunos improvisaban sobre la marcha y ciertamente que estos, no obstante carecer no solo de inteligencia sino de valor, podían condicionar con sus ofrecimientos y pactos el destino final de la batalla.
Lejos, en instancias difíciles de ubicar, desconocidas para los integrantes de aquella lid confusa, oscuros poderes movían cómodamente los hilos de las rivalidades. Les daba igual quién venciera, si bien preferían lo viejo conocido. Ellos sabrían reconducir cualquier desenlace en el campo de sangre y obligar a adaptarse a los vencedores.
(Fotogramas de la película Ran, de Akira Kurosawa)