jueves, 30 de septiembre de 2021

Salomé y sus bautistas (Serie negra, 33)

 


Ay Salomé, Salomé. ¿Cuántas cabezas de orates y profetas has ofrecido sin que ningún rey entendiera por qué lo exigías? ¿Cuántos caprichos has querido colgar como trofeos en tu palacio? ¿Era tu venganza? ¿Tal vez tu vanidad? Cada testa colgada deja un reguero de sangre oscura que el tiempo reseca. Te entretienes pasando las yemas puntiagudas de tus dedos por sus rostros. Entreabres sus ojos perdidos, besas sus labios agostados, revuelves sus cabellos lacios, frotas la piel de sus mejillas azuladas, sujetas y atraes hacia ti sus nucas inertes. Mientras, sonríes ácida y triunfante. Pero una corriente de melancolía te embarga. Y en el roce de cualquier miembro de tu cuerpo con esos despojos preservas un botín que nadie podría entender y menos hurtar. Qué constitución tan hermosa la de este hombre, piensas contemplando uno de los trofeos. Qué pronunciación clara y precisa emitía la boca de ese otro. Este, con qué brazos posesivos me rodeaba, cuyas marcas no se han borrado de mi piel. Y aquel, cuánta sabiduría guardaba dentro de sí que yo marchité. Todavía sucumbo ante ese mendigo que no pude rechazar cuando sentí el hechizo de su mirada tratando de huir de la podredumbre.  Y este, este, ¿por qué acabaría con él si no volveré jamás a encontrar otra ternura como la suya? Tal vez quieres mantener a la vista cuanto te entregaron todos los hombres que mandaste borrar de tu presencia. ¿No querías que fueran de nadie más después de haber sido tuyos? ¿Sentías impotencia por no haber logrado retener cada una de sus cualidades? Y el rey y sus príncipes y sus funcionarios, cualquiera de aquellos que tenían poder, que es tanto como decir decisión sobre la vida y la muerte ajenas, ¿acaso podían proporcionarte una pequeña parte de lo que cada uno de los hombres que llegaron a ti te ofrecieron? Te revuelves contra la frustración, te sientes desposeída. La privación de un tacto, de una palabra, de un beso, de una cálida presión sobre tu abdomen, de una inteligencia que te abría a nuevos mundos, te angustia. Lamentas ausencias y no te consuelas con colgar efigies que ni son lo que encarnaban ni las sientes con la misma energía que las percibiste con su cuerpo entero. Ay, Salomé. Has eliminado amores pasajeros y urgentes, apartado afectos embriagadores, despreciado entregas que no escamoteaban el tiempo, desoído propuestas que cambiaban la abulia de la monótona seguridad por la riqueza contenida en los nuevos descubrimientos. ¿Vas a seguir dedicando tu vida a la contemplación ponzoñosa de los recuerdos?





(Fotografía de William Mortensen)

martes, 28 de septiembre de 2021

Las diablas (Serie negra, 32)

 


Eh, chamaco, no tengas miedo, acércate. No lo tengo. ¿Ya pasaste la edad de la punzada? Sí, de sobra. No tengas miedo, no nos comemos a nadie. No, señora, no es eso. ¿No has estado nunca con una mujer? Ya ves que no, Mina, por la manera de reaccionar el chico se nota que anda perdido. Déjalo, si no quiere es que no quiere. Seguro que quiere. ¿A que quieres? No sé. Déjale, ya vendrá cuando esté más seguro. ¿Te asustas de nosotras? No, señora. ¿No nos ves normales? Sí, señora, pero...Vaya con el pinche, ya te veo que de sincero nada. Hay una chica más joven, no lleva mucho tiempo, pero esa te enseñaría poco. ¿La prefieres? No sé, nunca he sabido. Que no le insistas tanto, que a la fuerza nada, Mina. Anda ve por la vereda, chavo, que hoy no es tu día de estrenarte. Pero es que...¿Es que qué? Si no pruebas no sabes. Si no sabes harás el ridículo entre tus amigos. El ridículo te marcará y los otros pensarán que...¿O te has creído lo que te contaron del pecado? Yo entiendo que no quieras pecar, pero aquí uno no peca, aquí uno se pone a rodar.  Míralo de ese modo, chavo. Además esto te conviene para ser un esposo hábil y comprensivo algún día. ¿O cómo crees que empezó tu padre? Deje de lado a mi padre, señora. No te me pongas bravo, cuate. Dejado está, no vaya a ser que lo conozca. ¿Te avienes o no te avienes? Es que no me llegan los pesos. ¿Andas apretado? Todos con la misma historia. Eso se arregla. Tú nos dices de lo que dispones y nosotras te proporcionamos el artículo a la medida. Pero, ¿y la otra? ¿La otra? Mira que sois torpes los novatos. ¿Quién enseña más? ¿La maestra de toda la vida o la novicia? No se me enfade, señora, pero es que preferiría a la chava. Me han dicho...¿Cómo puedes querer lo que no ves? ¿Solo por lo que otros te dicen? La imagino, señora. Además es flaca, no te iría, se te escurriría de tan poca chicha que la sostiene. Eso no me importa. Yo tampoco soy sólido. Vaya, qué lengua de gachupín tan exquisita tiene nuestro invitado. Se te ve más animado. ¿Te vas a decidir o no? Puede. ¿Puede o sí? Pero solo con la nueva. Bueno, te diremos un secreto, la nueva no es tan nueva, pero te saldrá el servicio más caro. ¿Cómo cuánto? Ah, eso es también secreto. Hay costes que solo se pueden decir de puertas para adentro. Entonces no, mejor lo dejo para otro día. Cagón, quien no arriesga no sabe lo que es gloria. Piense lo que quiera. ¿Qué vas a contar a los amigos, que andan por ahí lucidos y desvirgados? No tienen por qué saber. En este pueblo todo se sabe, pero eso sí, nosotras somos la discreción cartuja. El buen merecer del cliente es lo primero. Y el convento siempre está abierto a nuevas vocaciones. Cerremos el trato. Miren que...¿Todavía un qué? Mina, déjalo, ya vendrá otro día. Yo me llamo Rosalía, y esta...Sí, ya sé. Aquí estaremos para hacer a otros felices, aunque nos llamen las diablas. Que tu inocencia te proteja. 



(Fotografía de Henri Cartier-Bresson. Calle Cuauhtemoctzin. Ciudad de México. 1934)

sábado, 25 de septiembre de 2021

El descerebrado (Serie negra, 31)

 


Conocí a Jan Hraska estando yo de celador en el Hospital Central de Bratislava. Toda su obsesión era justificarse con que no podía seguir las reglas de la sociedad porque había nacido sin cerebro. Cuando los médicos le decían: tienes cerebro, siempre lo has tenido, estás cansado, eso es todo, parecía calmarse. Naturalmente los médicos no podían, ni querían, estar pendientes de él a todas horas. Delegaban en el tratamiento y en nosotros los cuidadores. 

Jan me cogió cariño, acaso porque siempre me mostraba más receptivo que otros compañeros y nunca hice uso de la fuerza. ¿Tú ves que yo tenga cerebro?, me preguntaba con frecuencia Jan. No puedo ver tu cerebro, pretendía razonarle, está bien protegido por la capa craneal, lo que quiere decir bien colocado, y además si piensas, si hablas, si sientes, si comes y si percibes dolor es porque te funciona de maravilla. Quiero creerte, Karel, me decía, pero me quedaría más a gusto si alguien me abriera esta corteza -y señalaba el parietal- y me lo mostrara como en un espejo. Pero Jan, le respondía yo con un guiño de sorna, si te hicieran eso estarías muerto. No sé, insistía el hombre, tal vez sí, pero me quedaría más a gusto. Tú confías en mí, ¿no?, trataba de traerle a mi terreno. Sí, Karel, confío y por eso sé que eres la única persona que puede ayudarme a encontrar la solución. Es verdad que, como dices, siento dolor y tengo apetito y hablo, no mucho, pero hablo, y hasta juego al ajedrez con Josef, pero me parece que eso solo demuestra que soy animal de costumbres. Si tuviese cerebro trataría de seducir a la enfermera Ajmátova, pero como no lo tengo apenas sé hacer otra cosa más que coger las pastillas que me ofrece y dejarme pinchar por ella en el brazo de vez en cuando. 

Así que es se trata de eso, pensé. De un truco, no sé si consciente o no, que pretende utilizar para llegar al sentimiento de la mujer. Jan Hraska, atiende, le animé. No puedes deducir que solo porque la enfermera Ajmátova no te hace caso estás desprovisto de seso. ¿Por qué no te esfuerzas en dar por hecho que eres como cualquier otro humano, y no pienses en los que están en este hospital, te vistes elegante y le propones a la Ajmátova un paseo por el jardín? Si funciona acaso otro día te permitan recorrer la vereda de los abedules. Y si todo va bien, seguro que te dejan ir acompañado hasta el café del viejo Lada. Ah, pero ahora no se te ocurra contestarme que no lo quieres hacer porque no tienes cerebro. Jan se quedó callado, contempló con gesto reprobatorio la ropa deficiente que llevaba puesta, y me habló con parsimonia pero decidido. ¿Puede, entonces, la enfermera Ajmátova ver si tengo cerebro? Puede más que eso, aproveché esa actitud positiva. Puede leértelo. ¿Y decirme lo que piensa mi cerebro, si lo tuviese, de mí mismo? Bueno, eso, Jan, tendrás que preguntárselo a ella llegado el momento.

No sé si yo tomé también el camino del absurdo, pero estaba disparado proponiéndole cualquier cosa que prendiera su atención y le sacase de la indolencia. Jan Hraska puso una cara luminosa, corrigió una arruga de mi bata y se puso en pie. Tengo que ir hasta el armario y ponerme el traje de domingo, dijo. Formidable, le aupé eufórico. Si te parece voy a ver a la enfermera para que venga en tu busca en cuanto te hayas acicalado y puesto como un dandi. Jan se quedó pensativo. Pero, ¿cómo va a leerme el cerebro la enfermera Ajmátova si no lo tengo?, y adoptó una actitud mustia. No cedí. Ella tiene sus propios métodos, ya verás. ¿Como unos rayos especiales que proyecta desde sus ojos?, preguntó cándido. Porque ella emite una mirada que me roba el cerebro. Aproveché su salida entusiasta. ¿Ves, Jan? Tú mismo acabas de reconocer que tienes cerebro y que manifiesta inclinaciones afectivas. No te equivoques, Karel, replicó. Cuando a uno le roban en su casa le privan de algún bien. Y mi cuerpo es una casa, la más íntima, mi preferida. No me había dado cuenta hasta ahora pero creo que lo que me han robado es la joya más preciada. Por eso no te preocupes, Jan Hraska, se me ocurrió ya al borde de tirar la toalla. Le di un leve empujón en dirección a su cuarto. La Ajmátova, además de tacto profesional y una espléndida mirada, tiene madera de detective. 


(Fotografía del checo Josef Sudek)

jueves, 23 de septiembre de 2021

La entrevistadora en la casa azul (Serie negra, 30)

 


¿Y dice usted que ha venido para entrevistar al ruso? No sé si querrá. De momento está descansando. Puedo dejarle el aviso y que se ponga en contacto. El ruso lo medita todo antes de dar un paso. Piense, señorita, que su vida corre peligro desde que se vio obligado a abandonar aquella lejana tierra suya. Que no es que la abandonase, pues es un abanderado de una causa en que el mundo, aunque tiene fronteras, él lo ve una tierra única de una sola clase de hombres. Pero es lo que yo digo: entre la tierra de origen y la salvaguarda de la vida yo no me lo pensaría. ¿O hay un pedazo de suelo más seguro que sentir tus propios latidos cuando estos pueden depender de un instante? Dígame en qué hotel se hospeda y seguro que un día de estos le pasa recado. De verdad, señorita, que me da pena que ponga usted esa cara. También se la ve, por lo que me han dicho, que usted es una especie de tránsfuga. Malos tiempos estos en que gentes de allende del océano, más avanzadas que nosotros, llegan hasta aquí huyendo. ¿Que nadie está libre de que la expulsen de su patria? Eso está a la vista. O una de dos, te vendes por el plato de lentejas como aquel del libro sagrado o ya puedes ir pensando en hacer la petaca. Pinche de mí, qué cosas tengo, pretender corregir la plana a una persona que sabe lo que es andar por el mundo dando tumbos. Mire, no quiero que se quede triste por no ver al ruso. Yo estoy aquí de servicio y me debo a mis amos. Pero porque no haya hecho el viaje en balde se los presentaré. Le prevengo, eso sí, que son muy peculiares. Si tienen un buen día la recibirán con una cordialidad como si hubiese comido con ellos los fríjoles toda la vida. Si no, tampoco le negarán que recorra la casa y los patios. Seguro que no les molesta que mire y remire sus trabajos. Dizque habrá oído usted hablar de ellos, la pintura es su pasión, pero como todas las pasiones tienen sus altibajos. ¿Sabe usted que hay pasiones destructivas? Puede incluso que todas las pasiones lo sean antes o después. Ellos mismos, y esto se lo digo para que no se sorprenda, tienen días y noches de furia y de tormenta que les aleja al uno del otro. También días de entendimiento que les vuelve ausentes a los ojos del próximo. No me pida explicaciones, señorita, sobre lo que pintan. Se pintan a sí mismos, pero a la vez pintan el mundo como lo ven. Porque ellos creen que el mundo es como lo sienten. Él dice que hay muchos mundos y que quiere pintarlos todos. Ella, en cambio, calla y hace, piensa que el mundo está maltrecho y que el mensaje del dolor lo lleva dentro desde siempre y eso la guía. Ya ve qué raros son. Cosas de pintores o acaso los efluvios de las pinturas, que acaban intoxicando no solo su sangre sino sus mentes. Y luego la dichosa política, que nos vuelve locos a todos. Pero de eso no quiero hablar, ya le digo que una es solo del servicio. Así que pase. Espere un poco junto a los hermosos nopales que tenemos en el huerto. Eso sí, tenga cuidado de no pincharse.  




(Fotografía de Gisèle Freund)

lunes, 20 de septiembre de 2021

El orden dórico (Serie negra, 29)

 



Nazaria vivía al otro lado de la calle. Su hija mediana y yo éramos tan amigos que jugábamos a ser más que amigos. El juego de los niños es más intenso si adopta el papel de los mayores. Esas figuras que nos reprendían y nos reprobaban si venía al caso, pero cuya aparente superioridad nosotros envidiábamos. Tú eres mi padre y yo soy mi madre, me proponía la hija de Nazaria en un juego que se repetía, con sus ligeras variantes, frecuentemente. Pero si no conoces a tu padre, saltaba yo simple e inocente. ¿Cómo tengo que portarme si no me dices cómo pudo ser tu padre, que nunca ha vivido con vosotras? Eso es lo divertido, me cortaba la hija de Nazaria, te lo inventas. Y heme de tal modo, un día sí y otro también, en el rol de padre sin modelo preciso, porque naturalmente tampoco podía dejar en evidencia que el papel que yo representaba lo copiaba en parte de mi propio padre. Me creé, pues, un padre hecho de retazos, imaginario pero cambiante en función de lo que mi amiga me exigiera para representar una situación ficticia pero que fuese creíble. No sé cómo te gusta tanto, le decía, que nos inventemos que yo, tu esposo, vuelvo de una guerra, desarrapado y sucio, y que tú, mi mujer, sales al encuentro, pero yo llego tan desmemoriado y maltrecho que no te reconozco. Mal, mal, así no, me interrumpía mi vecina, no hagas de marido ni yo haré de tu mujer, hagamos simplemente de padre y de madre. Entonces yo callaba y envuelto por el absurdo me quedaba pensando en cómo actuar, evitando pronunciar las palabras que definían a una pareja pero a la vez resaltando el concepto de progenitores. A veces yo me indignaba. ¿Cómo voy a hacer de padre de mis hijos si no me reconoces como esposo tuyo?, la increpaba dispuesto a abandonar ese tipo de juego y reemplazarlo por ir a buscar endrinas, por ejemplo, entre las zarzas de la orilla del río. Pero ella no se rendía. Ah, échale imaginación, como seguramente la echaron mi madre y mi padre que, jugando y no jugando tuvieron a sus hijos. Y no lo haces mal cuando te lo propones, insistía. ¿O crees que no me fijo en cómo miras absorto a mi madre cuando sale de casa de par de mañana o al volver a la caída de la tarde? ¿O en cómo bajas corriendo por el atajo para llegar antes que ella al cruce donde coge el bus? ¿Y las veces que te haces el encontradizo en el mercado, como se lo debía hacer mi padre, ese padre que hubo pero como si no lo hubiera, y te embobas con el esbelto caminar de mi madre? Por no decirte, y es que hasta ahora me ha dado apuro, proseguía mi amiga su retahíla de chica lista, que te han visto subido en la higuera mirando cómo se viste o se quita la ropa la Nazaria. Cualquiera diría que preferirías jugar con ella antes que conmigo. Toda la saliva a tragar me pareció poca cuando mi amiga me abroncó de este modo, dejándome sin cartas, haciéndome sentir un perdedor. Me remató con una frase típica. A ver, ¿qué ves en ella que no ves en mí? Me había robado todas las palabras, no encontraba ningún razonamiento y cualquier excusa no iba a servir de nada. Así que reventé de una manera que sigo sin explicarme. Veo en tu madre, le dije enérgico y defendiendo la última posición del guerrero desarmado y a punto de desfallecer, el orden dórico. 



(Fotografía de Bernard Plossu)

sábado, 18 de septiembre de 2021

Gormaz, Paralelo 41

 


¿Qué ves desde aquí? Veo todo. Pero el todo es inmenso, ¿no? ¿Cómo puedes abarcarlo desde aquí? Sí, pero está ante nuestra mirada. ¿Y cómo definirías ese todo que ves? El todo no se puede definir. Las definiciones quedan para la parte. No es por llevarte la contraria, pero aquí hay más de una parte. Una considerable elevación, un arco de herradura, la mampostería, un paisaje agrario, el curso de un río, un horizonte que insinúa montañas, un cielo que no cesa. Tú lo dices. Eso es el todo. ¿No te basta con entenderlo de ese modo? Y aún hay más, extraviado en la neblina del tiempo. Una cultura dominadora que ordenó alzar la fortaleza, los técnicos y obreros que la construyeron, los episodios que tuvieron lugar en ella y su entorno, la llegada de otra cultura que tenía muchos ingredientes de la opuesta. Sigue siendo el todo, no obstante. Y todavía puedo indicar más partes. El acontecer, la transformación, la historia, la propiedad cambiante, otra lengua, el abandono, el olvido, y siempre el sufrimiento humano. ¿Puedes ver todas esas partes que permanecen en la oscuridad y que se encuentran aquí? Puedo ver todo. Y detrás, ¿no intuyes la bondad y la abyección, el ansia y la conformidad, la rebeldía y la complacencia, la atracción y la repulsión, el lujo y la miseria, el sencillo saber y la maldita ignorancia, el horror y la belleza, la supervivencia azarosa y la muerte insoslayable, todo cuanto ha gobernado la existencia de los hombres, fueran de unas creencias, condición y clase o de otras? No solo intuyo todo lo que citas, sino que sigo viéndolo con claridad porque son el todo, y aún rigen los corazones de los habitantes del presente. Sí, tienes razón. Me parece que yo también veo como tú. Veo todo lo demás. Lo visible y lo desaparecido. Lo que puede venir y lo que nos gustaría ver. Pero ahora permanezcamos contemplando el todo.



* Gormaz: 41º 29' 32'' N - 3º 00' 14'' O. Y pensar que quieren instalar una macro granja de explotación intensiva de cerdos por ahí abajo. 

Vista desde la fortaleza musulmana, siglos IX/X, de Gormaz, Soria. Ver:

https://www.asden.org/el-valioso-y-reconocido-paisaje-del-castillo-de-gormaz/

https://elpais.com/cultura/2021-09-14/una-granja-de-4200-cerdos-asedia-el-historico-castillo-soriano-de-gormaz.html



(Fotografía de Miguel Ángel García, de Ólvega, tomada de Wikimedia Commons)

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Cachete o caricia (Serie negra, 28)

 




¿Es lo mismo un cachete que una palmada? Sorprende la semejanza que puede haber entre ambos ademanes. Podría parecer un gesto idéntico, aunque acaso sea cuestión de ritmo y velocidad lo que los separa. La intención es lo que cuenta. No es lo mismo dar un cachete para corregir suavemente que una palmada de estímulo.

Ahora que ha pasado el tiempo y las vidas se han venido abajo miro y me veo. Con mi uniforme negro que había admirado desde muy niño. Lo que no se me logró es la Totenkopf, y anda que no me gustaba la calaverita plateada que lucían orgullosos los cargos altos. Pero la insignia no estaba destinada a los pequeños. Qué iba a saber yo entonces de aquel antiguo emblema que sublimaba el encuentro del hombre con la muerte. Mi camarada Franz estaba a punto de llanto cuando el superhombre acarició su rostro. Yo tragaba saliva, como seguramente hacían los otros de la fila. Que te venga a animar el superhombre no sucede todos los días. Y eso es de por sí emocionante. Yo nunca había visto al superhombre de cerca y menos sonriendo. Creo que era una sonrisa de perdedor, que nadie secundó durante el breve acto, no sé si por temor a él o porque las emociones se habían convertido ya en vidrios rotos. No cundía precisamente el humor, como tampoco la esperanza. La suerte estaba echada. Nos dijeron que éramos los últimos y leales defensores. Defensores ¿de qué? ¿De la devastación? ¿De la victoria pírrica? Creo que en realidad íbamos de ingenuos y risueños. Los idealistas. Tan perdedores éramos nosotros como él, y saber esto no era para poner buena cara. Durante años habíamos puesto todos una cara programada. El rostro de los triunfadores, y lo entiendo ahora, es un rostro impostado. Porque incluso los momentos de gloria tuvieron un precio.  Gestos que respondían al dictado del departamento de la Propaganda. Pero que nosotros asimilábamos, a los que dábamos nuestro acuerdo. ¿A quién no le gusta ser del bando de los victoriosos? No solo fuimos lo que quisieron que fuésemos, sino que nos gustó ser así. Al menos los primeros años. Luego...los vecindarios se fueron llenando de ausencias. Über alles...cantábamos con fe ciega. Aunque cada vez estábamos menos por encima de nadie.

Franz, ¿tú has entendido lo que nos ha dicho?, pregunté a mi amigo. Con ojos lacrimosos movió la cabeza de izquierda a derecha. Nein, y sollozó.  Franz me dijo después que la mano del gran jefe temblaba. No puede ser, le dije. El jefe nunca tiembla, nunca duda, nunca se equivoca, nunca da marcha atrás. Yo no percibí la palmada como Franz. Acaso porque el que temblaba era yo y no pude sentir la misma expresión de contacto de aquella mano que siempre nos habían dicho que era inmensa. Pero la encontré pusilánime, insignificante. En absoluto digna del jefe en el que habíamos depositado nuestro presente y nuestro porvenir. Luego yo también lloré cuando el superhombre se alejó cabizbajo, sin sonrisa y con andar pesado. En ese momento me di cuenta de que mis días de adorar al hombre providencial acababan ahí. 

Cuando a continuación cogimos el Panzerfaust apenas podía con él. Nunca antes me había pesado tanto. La caricia del jefe no me había nutrido lo suficiente. Lo comenté con mi mejor camarada. Las explosiones, cada vez más cercanas, las paredes de edificios que se venían abajo, el humo cegador y un aire cargado de gases que no nos permitía respirar decidieron por nosotros. ¿Crees que sirve para algo morir aquí, Franz?, y ambos, palpitantes, nos contemplamos con mirada desencajada. Nos dolía el miedo. La oscuridad llegó antes aquella tarde de primavera. Franz y yo abandonamos el arma, nos apartamos con cuidado del grupo, ya bastante disperso, y corrimos imparables. Desertando de la muerte segura e inmediata. Sin una dirección clara. Siguiendo al albur el curso del Spree, pues cuando todo está perdido solo un río puede conducirte al origen o al destino. Al idealismo lo dejamos yaciendo entre las ruinas.  



lunes, 13 de septiembre de 2021

El sueño del heredero del olvido (Serie negra, 27)

 




No has podido elegir mejor lugar de reposo que un vergel. Para un joven la dureza no existe. O es menos contundente que el cansancio. Acunado en medio de la inmensidad del capitel compensas con tu abandono la generosidad del cataclismo que lo colocó ahí. Acaso pensando en el sueño de los herederos del olvido, entre los que te encuentras. 

Ni un príncipe dispondría de un trono tan lujoso desde donde recibir a sus súbditos. Ni un general podría imaginar jamás la victoria sobre un símbolo tan exuberante como la testa de una columna. Ni un sumo sacerdote rezaría genuflexo las preces del día ante el ara de un Edén perdido. Ni un arquitecto sospecharía de la plural utilidad de su obra cuando esta, apeada de su función sacra y pretendidamente eterna, se transformó en lecho. 

Y tú, acurrucado entre la piedra y el ligero aire del atardecer, te dispones a soñar con lo que te persigue en esta vida y no alcanzas todavía de la otra. La vida por vivir es siempre improbable e incierta. Si se confirma día a día ya te puedes dar por satisfecho. Pero te harás preguntas. ¿Vivir así siempre de la misma manera? ¿Qué hacer para vivir de modo diferente? ¿Habrá otras posibilidades para los olvidados? O no te preguntes nada. Y hoy solo te entregas a la inercia y la pasividad. Ignorando las voces que en derredor te dan órdenes y que, con desdén, te marginan.

Sueñas con imágenes que  se sobreponen y suplantan a las que experimentas cada día. La felicidad no debe ser otra cosa sino el sueño, pensarás luego al despertar. Son tan turbias las vivencias cotidianas que añoras esos mundos vaporosos que te han sacado por unas horas de la vida. Desearás haber seguido durmiendo. Anhelarás flotar de nuevo entre sensaciones dispersas donde lo irreal no pesa ni causa dolor.

Sueñas con ser dueño de un camello, a veces de una recua de camellos. Sueñas con cultivar una parcela de tierra al borde de una acequia generosa. Sueñas con disponer de un pozo en el oasis y de un palmeral que te permita comerciar con dátiles. Sueñas con ser un guía sabio de las ciudades perdidas. Sueñas con atender a los viajeros en un caravasar apacible. Sueñas con lo que cuentan los viajeros. Sueñas con escribir lo que te relata esa gente de paso. Sueñas con saber escribir y con saber lo que escribes. Sueñas con interpretar lo que otros han escrito.  Sueñas con abandonar la tierra baldía. Sueñas con entrar al servicio de un cheik, que te exigirá pero pronunciará tu nombre y, por fin, sabrás que alguien se interesa por ti. Sueñas con que formas parte de una mesnada que te lleva a conocer mundo, aunque arriesgues en ello el precio de tu vida. Sueñas con la camaradería de aquel oficio de armas. Sueñas con un oficio en que tus manos no destrozan otros cuerpos y se entregan a sorprendentes artesanías. Sueñas con el amor del que otros hablan tanto y cuyo sabor desconoces. 

Los viajeros dicen que eres un joven afortunado. Con cuántos epítetos te obsequian y ensordecen tus oídos. Heredero de la urbe. Poseedor de los tesoros. Vigilante de la historia. Observador del tiempo que no transcurre. Propietario del arte inmutable. Cuánta palabrería. Ellos te miran desde su visión cómoda, aunque también asombrados por todo cuanto te rodea y que descubren perplejos. Pero no te fíes, no les interesas. Al volver a su lugar de origen no te nombrarán. Tú ahora les sonríes, les informas inventándote el pasado, aceptas sus propinas, te sorprendes con sus vestimentas, les pasas direcciones donde pueden adquirir objetos a precio de saldo, haces guiños a sus hijas púberes que te miran con curiosidad y picardía, te diviertes con los artilugios que plantan ante el paisaje para eternizarlo, según dicen ellos. 

Un pintor llega y te pide que poses para él unas horas. Un fotógrafo con su cámara diabólica reclama que no te muevas, que vivirás así y ahí para siempre; y tú no lo entiendes. Un tipo de sonrisa oblicua y bigote almidonado te tienta con un puñado de piastras si cedes a él en algún apartado oscuro. Un buscador de tesoros te presiona para que le proporciones información sobre necrópolis ocultas. Un personaje frágil y miope que dice que recolecta tradiciones y cuentos populares te ruega que le facilites contacto con ancianos de los pueblos próximos. Una familia pudiente quiere contratarte como guía, y la propuesta te eleva aunque no se te dé bien negociar. Tal vez los visitantes no sean el maná pero no todos llegan con intenciones de pillaje, meditas. Y aceptas sin dudar el servicio de aquellos que percibes más sinceros. No solo por dinero, sino porque te tienen en cuenta.

Cuando todos ellos se han retirado permaneces ausente. Suspiras y te regalas con satisfacción tu propia sonrisa. Contemplas en el ocaso de la jornada la vieja ciudad impertérrita. Nadie te ha explicado jamás cómo pudo ser cuando estuvo en pie. Pero entonces tú sueñas un sueño despierto, y la imaginas en su magnitud. Y vislumbras el movimiento de las gentes por sus calles. Calles casi borradas por una sucesión de derrotas y de simunes que han acabado devorando a la urbe. Te ves levantándola de nuevo con la pasión que supones que debe existir en la entrega a un amor que merece ser correspondido.






(Fotografía de las ruinas de Palmira, de Felix Bonfils, 1867-1876. Instituto Smithsoniano)


viernes, 10 de septiembre de 2021

Cuando Abu Hassan velaba a los muertos en venta (Serie negra, 26 )

 



Me llamo Abu Hassan. No me he visto en otra igual. Mis vecinos dicen con sorna que he hecho oficio de velar a los muertos. Pero aquí estoy, al cuidado de unos despojos por si algún extranjero se encapricha con ellos. Y es que hay que ver qué ocurrencias tienen los ingleses. Compran hasta los muertos. Los que saben dicen que son cadáveres de gente importante que vivió aquí en otro tiempo. Cualquiera lo diría al ver el estado en que se encuentran. Una vez un viajero rico me llamó ignorante por decir que tenían unos cuantos años. Son momias de hace milenios, me escupió con su pretencioso idioma. ¿No sabes lo que son momias? Algo me han contado, said, pero me cuesta entender que a los muertos los cubrieran de vendas, le respondí con respeto. A nosotros nos envuelven en una sábana y luego tierra encima, mirando a la ciudad sagrada por supuesto. El inglés se creció ante mi simpleza. Pretendió enseñarme. Eran gente noble, con una cultura excepcional y vasta, se creció soberbio. Tú ahí, medio dormido, ni sabes ni quieres saber de tu pasado. ¿Para qué, said? Me pagan por cuidar la mercancía. En esta mercancía que dices, terció de nuevo el inglés, se evidencia una clase sabia y poderosa que en otras épocas conquistó el mundo. Ganas me dieron de replicarle si habían sido gentes como ellos, que van por todos los continentes a la caza de riquezas. Pero ante un inglés conviene morderse la lengua. 

Paso tantas horas a la solana, espantando moscas, que hasta me gusta que aparezcan turistas impertinentes. Si aprendiera todas las lenguas que se escuchan desde aquí me abriría camino en la vida. Pero es impensable, he nacido para lo que he nacido y, como yo, hay miles. A los dialectos del país se suman las lenguas de gentes del más al Sur y las enrevesadas pronunciaciones de los europeos. A veces capto algo de lo que comentan los que están de paso y finjo ser más ignorante de lo que soy. A los viajeros les gusta alardear, como el caso que he contado antes. Y también ignorarnos. Ellos van a sus negocios. 

Hay extranjeros que nos desprecian pero otros que se apiadan porque nos consideran incultos y atrasados y su religión les invita a ser bondadosos. Te voy a explicar cómo embalsamaban a las momias, me saltó el otro día una inglesita pecosa y con rostro de vicio. Que Alá me perdone si pienso equivocadamente del prójimo, pero es que hay gestos provocativos y miradas insinuantes que hablan por sí solos. Aunque tal vez sea mi hambre. Dejé que me contara lo que no era nuevo para mí y fingí sorprenderme con su relato de técnicas y rituales. Si quieres atraer a alguien debes mostrarte por debajo suyo, me había recomendado mi tío Mahfud. ¿También a nosotros se nos podría embalsamar?, le pregunté con cierta picardía a la chica. Podríamos probar sin que estuvieras muerto, dijo ella con desparpajo. ¿Sin sacarme las vísceras?, y fingí asustarme. Acaso te pidiera el corazón, atacó ella entreabriéndome la camisa. Sentí una convulsión interior, pero no se pueden cometer errores con uno de fuera, y menos propasarte con una chica occidental, que luego te acusan de provocar de palabra y de obra. 

Si la inglesa pelirroja pretendía algo más que enterarse por la venta de antigüedades debía ser cauto. ¿Te pasas aquí el día entero vigilando a tus muertos?, continuó preguntona. Ese desenfado me cayó bien. Y empecé a ver a la rubia con otra mirada, y sentí que me crecía como hombre, y ella debió darse cuenta. Me turno con mi hermano, que es el que controla el negocio, le aclaré. Pero de vez en cuando libro. Podría llevarte a ver una de las mastabas descubiertas recientemente, propuse. Antes de que el calor apriete y nos haga trizas. Además el capataz de la excavación es amigo mío y nos dejará pasar. La chica inglesa, ondeando su acaracolada cabellera, se animó. ¿Por qué no?, dijo dando saltos. Y de paso podemos practicar técnicas de momificación, rio con descaro. Su piel rosácea me resultaba menos extraña. La risa fácil me desconcertaba. Sus ojos se volvieron turbios. El movimiento del torso acabó de perturbarme. ¿Me trataba de ese modo porque me consideraba sumiso o solamente pasivo? ¿Quería llevarse un recuerdo vivo de su estancia en el país? Mañana mismo, al abrirse el sol, le propuse, puedo buscarte a la puerta del hotel. Al despedirme de ella tuve la sensación de que era una chica más de mi barrio, con la que me había iniciado en fantasías. Me quedé pensativo y excitado. ¿Qué pinto yo vendiendo muertos y papiros día tras día en este rincón? Faruk, pedí al viejo ropero del puesto de al lado, préstame una camisa limpia para mañana, que igual cambia mi vida. 

Pero mi vida no cambió. Al día siguiente esperé a la puerta del lujoso hotel hasta que el calor se hizo notar. No esperes más, me dijo uno de los chicos de servicio. No hay ninguna inglesa rubia y lasciva, si es a la que esperas. El otro día le ocurrió lo mismo al hijo del carretero. Y también a Alí Bastam, el sobrino del escribiente de cartas. Debe ser el sol. Acaso el ardor de la juventud, que nos consume a todos. O tal vez el país, que nos tiene rendidos a todos ante los de fuera, balbucí mientras miraba con frustración mi camisa limpia y retornaba al puesto callejero. 

¿De qué personajes son estas momias?, me saca de mi abulia un europeo bien plantado, con una gran testa cubierta por un salacot. Yo le contesto que de personajes inexistentes. Luego corrijo mi respuesta cortante. Vaya usted a saber, said. Tal vez funcionarios, sacerdotes, parientes de mandatarios, escribas. Una clase inaccesible sobre la que los sabios de su nación hablan mucho en estos días. Lo seguro es que no se trataba de hombres vulgares. De la vida de estos poco se conoce. Tú bien sabes, me replicó cortés e interesado. No soy tan torpe, pensé con satisfacción para mis adentros. 




(Fotografía de Felix Bonfils de un vendedor de momias en una calle de El Cairo, 1865)

martes, 7 de septiembre de 2021

Postal desde Palmira (Serie negra, 25)

 



Else y Joachim queridos. No nos han faltado avatares durante el recorrido desde Baalbek hasta aquí. ¿O habría que decir aventuras? Si os dijéramos que hemos sido asaltados por el camino, ¿nos creeríais? El miedo inicial dio paso a cierta tranquilidad, pues uno de los bandidos, por suerte para nosotros, chapurreaba nuestro idioma. ¿Vais a Tudmur, así por las buenas? Vuestro valor y capacidad de decisión me enternecen. Eso dijo. Nos contó que había servido a un profesor de lenguas semíticas de nuestro país y enseguida comprobamos que tenía autoridad sobre el resto de la banda. De salteadores pasaron a convertirse en guías. En ningún momento hubo malos tratos. Nos caéis bien, dijo nuestro protector. Se llama Husayn y los suyos le apodan el alemán, como no podía ser menos. Sabed que nos gusta enseñar nuestras ciudades, contó no exento de ironía, porque aunque son de culturas anteriores a la nuestra también nos han hecho a nosotros. Llamaba la atención que Husayn nunca decía ruinas, sino ciudades; era como si al evocarlas las valorase todavía como urbes vivas. Pero nos disgusta, afirmó también, que vengan gentes aprovechadas, negociantes sin escrúpulos, depredadores o simples ladrones protegidos por funcionarios del gobierno, para llevarse piezas y tesoros. Tal vez os hayamos parecido vulgares malhechores, pero en realidad somos protectores de la herencia recibida, dijo con una mirada que buscaba confirmación en el grupo de sus seguidores. Como yo le indicara que su herencia debía ser la islámica él precisó. Las herencias no tienen tiempo de principio ni tendrán fecha final. Todo lo anterior, se admita o no para la vida práctica, nos ha ido condicionando. En gran parte somos lo heredado, y la herencia es una mezcla turbulenta y atemporal. Nunca ha habido del todo lo que decía el profesor: una tabla rasa. De las devastaciones y las migraciones los pueblos han aprendido a no renunciar a un acervo más reconocido o acaso ignorado. 

El guía bandido nos dejó asombrados. Sabía de qué hablaba. Convenceros, sobre todo tú, Joachim, que te has vuelto tan escéptico, cómo hasta un bandido puede tener ideas más claras que los considerados hombres honrados de nuestra República. Evidentemente, nada más llegar a Palmira comprendimos de inmediato que aquella extensión no se componía de meras ruinas, que no había que mirarlas como objeto de decadencia. Que la grandeza de lo permanente nos obligaba a reconstruir con la imaginación una ciudad pujante. Una urbe donde la creatividad y el buen hacer de los maestros antiguos concedían al nombre de ciudad una calidad que aún rezuman sus columnas despojadas, las bóvedas desaparecidas, las gradas del teatro donde nos parece escuchar a Plauto o a Terencio. 

Qué apropiados me parecen ahora aquellos versos de Der Archipelagus, dijo Vicky mientras recorríamos el empedrado de las calles. ¿Cuáles?, le pregunté sorprendido. Tiendas empero levanta ya el pueblo y los viejos vecinos..., comenzó a recitar. Entonces Husayn le arrebató con dulzura la declamación y continuó: y los viejos vecinos vuelven a unirse y siguiendo dictados del alma no escritos / alzan al aire livianas viviendas en riscos cercanos. Enmudecimos. Aquel hombre de apariencia ruda ¿era un bandido o portaba el alma del profesor de semíticas? 

Trataremos de enviar hoy mismo esta postal desde Tudmur. Mañana volveremos a Palmira y sus alrededores. Por supuesto, con nuestro bondadoso cicerone. Vicky quiere que os diga que aquí perdemos todas las palabras para dar paso al silencio de la Historia. Tendremos oportunidad de hablar mucho sobre ello a la vuelta. Vuestro amigo Gustl.







sábado, 4 de septiembre de 2021

El desierto de los bárbaros (Serie negra, 24)

 



¿Vendrán ellos?, se preguntaban los de un lado. ¿Llegaremos antes nosotros?, decían los de la otra parte. El desierto, incluidos oasis y ciudades efímeras, los dividía, pero a ambos extremos de él se mantenían en guardia habitantes que apenas sabían de su existencia mutua y que deseaban ir más allá, sin que hicieran ninguno de ellos nada por tomar la iniciativa. En aquella dirección están los bárbaros, indicaban unos. Por aquella parte habitan los fieros extranjeros, señalaban confines invisibles los opuestos. En su sentido de la espera eternizada se creían no solo diferentes sino además enemigos. 

Aquel alejamiento hacía crecer en todos ellos un sentido del enfrentamiento imaginario. Algunos de mente clara señalaban que en lugar de temerse podrían plantearse las cosas de otro modo, buscando la colaboración mutua, por ejemplo. Los que habían viajado recomendaban darse al comercio, pues nada hay que aproxime más que los objetos que se fabrican. Quienes eran considerados raros en sus respectivas ciudades argumentaban que todos los pueblos tienen ideas que son aprovechables por otros pueblos, y que también podrían intercambiar. Eso nos beneficiaría, precisaba. Pero nadie hacía caso, y menos los que detentaban poder. Pues la impresión común que dominaba acerca de saber los unos del otros era solamente por referencias de segunda mano, gran parte de ellas alentadas por mitos y leyendas con escasa base real. Esto les impedía apearse de una visión medrosa y hostil. En los pueblos de ambos lados del desierto había individuos neutrales que decían: el desconocido puede ser el maná que aporte pero también el enemigo que devaste. Esta versión, que generaba dudas y dividía, solo aportaba más inmovilidad. Y la quietud degenera siempre en obsolescencia y esta en un radicalismo peligroso que acaba perjudicando a todas las partes. 

Así se mantenía el panorama de aquellos pueblos de los márgenes del desierto, sin avances ni especiales movimientos, atemorizados los unos de que los otros, no menos pusilánimes, en algún momento cayeran sobre ellos, demoliesen sus defensas, arrasaran sus urbes y acabaran con su historia, como si la civilización a la que pertenecían fuera propiedad única y sagrada. En aquel vivir en perpetua tensión tan solo se les ocurría erigir más altos y gruesos muros, sin perder la esperanza de alcanzar algún día el espacio que cada cual tenía al otro lado. Pero para eso tenían que arriesgar. Disponer sus ejércitos, movilizar a la población para alcanzar un nuevo destino, imaginar una nueva vida en otras lindes de la Tierra. 

Uno de los ancianos más preclaros y sensatos de cierta urbe sentenció al morir: a lo que en realidad hemos temido siempre es al desierto, más que a los hombres de la otra parte. ¿De quién era el desierto? El desierto, que no tiene en realidad dueño, que las divisiones alternas de los hombres ni lo crean ni lo destruyen, había estado siempre ahí. Hay arenas sin fin como hay en otras partes vergeles envidiables. Pero en esa inmovilidad que envejecía tanto a los de una extensión como a los de otra, habitantes de confines que se temían, se fomentó la ocurrencia de cercar el desierto. Por qué no extender una cédula de propiedad sobre las dunas, plantearon jóvenes promesas de las castas afianzadas en sus respectivos pueblos. Por qué no convertir el desierto en fortaleza, secundaron los veteranos más frustrados, que jamás habían sabido proporcionar un futuro fiable. Y algún pretencioso y patético profeta argumentó: por qué no hacer desaparecer la vastedad yerma que solo arroja vientos ardientes sobre nuestras ciudades. Como si aquel efecto gigantesco y milenario del clima, y probablemente de la pasividad de los hombres, pudiera modificarse por un acto de voluntad. 

Pero tras estas invenciones propias de seres atrofiados y mezquinos solo seguían afianzándose la desazón, los miedos y la incapacidad que iba empobreciéndolos. No en vano aquella situación inamovible de las gentes de los dos extremos del desierto fue lanzando a sus hijos a diásporas donde ser y vivir como hombres dignos fuera algo más que resistir. Nos vamos a buscar otro mundo, proclamaron jóvenes de uno de los pueblos. Marchamos a la búsqueda de lo desconocido, se despidieron los osados púberes de los de enfrente. El discreto sabio Muley Ubada dio su opinión. Que se vayan a la búsqueda del azar, enfatizó. Que rompan con las oscuras aprensiones de sus mayores. Que descubran que hay otros mundos más allá de estas ciudades marchitas. Que huyan de un pasado que les está atenazando y robando el presente. Que atraviesen desiertos para que palpen también el placer de los oasis y penetren en los gozosos misterios de las ciudades ignotas. Que lleguen incluso a sentir bajo sus pies la suave humedad de las playas que bordean los océanos. Solo en esa dispersión nuestros jóvenes de ambos lados del desierto podrán encontrarse por fin entre ellos, sin muros ni estériles extensiones divisorias ni fantasmas que hemos propagado con nuestros cuentos ilusorios y nuestras creencias frágiles que no conducían a ninguna parte.




(Fotografía de Elio Ciol. La muralla de Khiva, Uzbekistán)

jueves, 2 de septiembre de 2021

Hasta siempre, Mikis

 



Aquellos tiempos de transición hacia no se sabía bien cuáles eran. Cuando el idealismo de nuestras procedencias nos llevaba a escuchar, entre otros, a Mikis. Cuando los sonidos mediterráneos eran más que nunca nuestros sones. Cuando muchos todo lo percibíamos como universal, más allá de naciones e incluso a través de ellas. Cuando nos guiaba la internacionalidad traspasando el provincianismo patriotero y mezquino. Cuando las causas tenían base y los carroñeros no podían aún con ellas. Pero la barca de la utopía se estrelló, como la del amor (Maiacovski dixit), contra la vida cotidiana.






"...Nacen de la noche los vientos más duros,
los que destruyen barcos. ¿Cómo podría uno
una extrema catástrofe esquivar
si de repente sopla un huracán
de vientos o del sur o del áspero poniente,
que son los que descuajan con más furia una nave
-incluso aunque los dioses soberanos se opongan-?
Pero en este momento
obedezcamos a la noche oscura,
preparemos la cena resguardados
al costado del barco y ya de mañana embarcaremos
y el barco botaremos en la mar espaciosa".



Homero, Odisea. XII, 286-293.






Mikis Theodorakis ha muerto hoy en nuestra Atenas. Salud y memoria.