lunes, 30 de agosto de 2021

¡Padre! (Serie negra, 23)

 


Al grito le acompaña un gemido agudo, áspero. ¡Padre! Como un corte de hoz seco. Y es que hoy ha muerto padre. Le hemos puesto el traje de los domingos. ¿Cuántos años tiene este traje?, ha preguntado una de mis hermanas, la única que vive en la ciudad. Lo conservaba bien, ha terciado la pequeña, se le ve impecable. Está más señor que nunca, suelta otra, más gélida que una noche de invierno serrano. No me canso de mirar a mi padre muerto y no le veo como cadáver. Yace alguien que no es mi padre, aunque algo de él reconozca en ese color macilento y en las facciones huesudas. Creo que no guardaré este recuerdo. Para qué. Lo expulsaré de mi cabeza si alguna vez me viene. Dentro de mí aún sigue viviendo mi padre. Me toma de pequeña y me agita balanceándome mientras yo me rio. Me da a escondidas una modesta propina para que no quede por detrás de mis amigas. Nos ponemos por las noches a deletrear juntos lo que me van enseñando en la escuela, aunque creo que con él aprendo más. Me riñe si no he ido con las demás a la fuente, pero más que nada lo hace por mantener el tipo ante las mujeres que le señalan por ser demasiado condescendiente conmigo. Ha hecho de mí su cómplice y yo guardo algunos de sus secretos. Incluso me previene contra un mal matrimonio y así estoy yo, fresca y cada vez más dueña de la casa paterna, donde no cabe varón. Aunque el dicho favorito de las habladurías de pueblo trate de zaherirme con lo de mira que se te pasa el arroz, sé que en el fondo me envidian. Que todo se sabe en una aldea y hasta las voces bajas suenan para muchos oídos. Las casadas que más alardean de matrimonio son las que más tienen que callar. Empezando por madre. Madre le dejaba hacer a padre, muy a su pesar, porque sabía que la cabra siempre tira al monte. Tiraría, pero en casa nunca faltó sustento. Ni interés por nosotras sus hijas. Si faltaba dos o tres días de casa madre estaba de mal humor. A la vuelta, padre ponía sobre la mesa el rédito de sus gestiones de modesto tratante de ganado. Madre entonces disculpaba ausencias, si estas habían sido fructíferas. Que no siempre lo eran. Ha habido tantos malos años...¡Padre!, resuena de nuevo en medio del silencio aquel reconocimiento que se desvanece. Probablemente se desvaneció hace tiempo, cuando su presencia era una mera figura que no decía ni chitón. Miro ahora a padre que ya no es padre ni es hombre y me siento una privilegiada por su acogida conmigo. Mis hermanas no pueden decir lo mismo. Con ellas fue severo. Había heredado la miseria y con su esfuerzo había alcanzado al menos cotas altas de la estrechez. Teníamos lo justo y padre siempre temió a los tiempos, que es tanto como decir a las carencias. También a los hombres que desprecian a otros hombres y se benefician de su esfuerzo. Huye siempre de esa clase de individuos que se nutren carroñeramente de otras vidas, me aconsejaba. Miro las manos de padre. ¿Cómo las observarán mis hermanas? Como manos conminatorias, tal vez. Nunca descargó su ira con las manos sobre ninguna de sus hijas y menos sobre madre. Pero las manos de padre siempre dibujaban en el aire señales que aprendimos a interpretar. Unas las acatarían y otras buscarían las vueltas. Yo soy la única que tiene sus manos. Él sabía que al heredar sus manos había traído conmigo su talante. ¿Pero eso se recibe por las buenas o se cultiva con el trato? No sé. Su discreción no le permitía expresarlo con claridad, pero a mí no me quedaba duda alguna de que era su ojo derecho. Acaso por eso yo salía en su defensa cuando era malinterpretado y se aliaban todas las otras contra él. ¿O era a la inversa, que precisamente por salvarle la cara en tantas ocasiones me atraía más hacia sí? Van llegando familiares. Caen más vecinos. Hay lloros sinceros y lágrimas aparentes. Voces tenues. Murmullos. Rezos. Debo estar preparada por si a alguien, antes o después, se le ocurre sacar trapos sucios de padre. Yo soy padre ahora y defenderé su vida. No, el cadáver no me interesa.  



(Fotografía de W. Eugene Smith. Escena en Deleitosa, Cáceres, 1950)

sábado, 28 de agosto de 2021

Sueño de perplejos o de la ciudad amarilla

 



Las estrellas que habitan en ese peristilo
han provocado siempre el asombro en los sabios;
no extravíes el hilo de la cordura, ¡ojo!
los auténticos sabios son los que están perplejos.

Omar Jayyam, Robaiyyat



Buscaba la ciudad amarilla y te cruzabas en mi destino. Contigo llegaba todo lo nuevo para mí. Nos tumbamos bajo aquella cálida intemperie a contemplar las luces del firmamento. ¿Seremos tan fugaces como ellas?, preguntaste. Yo, desde mi asombro, solo supe responder: Nuestro camino está aquí y las estrellas serán asombrados testigos. ¿Abandonarías por mí la búsqueda de la ciudad amarilla?, insististe. Solo acerté a decir en mi gozoso desconcierto: Tal vez ya he llegado a ella, si tú permites que atraviese la puerta. Solo dentro nos será dado disfrutar del conocimiento. Entonces el simún sopló rebelde y acarició con fuego nuestros cuerpos. Yo traduje su crepitar:


Donde las dunas se detienen, en la cima

de las palmeras, allí

                                    os buscaréis


  

miércoles, 25 de agosto de 2021

Los crucificados (Serie negra, 22)

 


El padre Ángel me riñe afectuosamente. No confundamos los términos. Estos hombres, dice, no están siendo crucificados. Solo ponen simbólicamente sus brazos en cruz. ¿Cuál es la diferencia, padre?, le digo desde mi ingenuidad. La diferencia, hijo, es que el verdadero crucificado -y aquí dudo si poner o no crucificado con mayúscula porque ha habido millones de ellos- dio la vida por nosotros tras sufrimientos, incomprensión y traiciones. Esta gente quiere agradecer al que nos redimió a todos desde una cruz extendiendo sus brazos cuan largos son, de Este a Oeste, y a la vez interioriza el valor salvífico de aquel gesto. Es un gesto de abarcar el mundo pero también representa el perdón. Yo no le digo en ese momento al padre Ángel que no sé por qué no pueden abarcar también los brazos de Norte a Sur, porque igual me da un cachete, pero es que pone cada ejemplo el padre, y yo me digo que al fin y al cabo los hemisferios existen y todo consistiría en cambiar la posición de los cuerpos. Tampoco le digo que no entiendo lo de redimir (mucho menos lo de salvífico) Aunque lo he oído infinidad de veces. Que si Cervantes obtuvo la libertad del berberisco debido al negocio de redención de cautivos que se traían entre los Mercedarios y los de Orán. O aquello de no te metas a redentor, que dice a veces enfadado mi padre a su hermano cuando este quiere terciar en una disputa familiar. También que si los presos trabajan en las cárceles redimen pena. Y en cuanto a lo del perdón, eso sí que no acaba de alcanzarme. ¿Tiene que pedir perdón el currante que está de sol a sol o subido a un andamio o bajando a una mina? ¿El obrero de una cadena de montaje o las mujeres de una fábrica de confección? ¿El repartidor que no para de ir para arriba y para abajo de casa en casa? ¿El soldado al que han llevado a la matanza para beneficio de otros? Son comentarios que escucho en casa, padre. Porque en casa se dicen cosas que no se pueden decir fuera. El padre Ángel se rasca el cogote y como es un hombre de sentimiento generoso adopta una actitud compasiva conmigo. Algún día, dice, lo entenderás todo. Entonces no me muerdo la lengua. Padre, de momento voy acumulando cosas que no comprendo y, una de dos, o me falta imaginación o mis entendederas van con atraso. Todo es cuestión de tiempo, sigue él, seguro y bonachón, templando el diálogo. A ti fe no te falta y muchas cosas solo se entienden cuando se va creciendo. Me callo y pienso: ¿y cómo le digo que eso de la fe también se me escapa? En realidad se me escapa todo. Esto de ser niño es cosa de decir que sí y luego obrar como que no. No entiendo las palabras que parecen pomposas y no dicen nada, no acierto a seguir los consejos para que seamos obedientes, ni sé por qué tenemos que cumplir reglas que nos hacen sumisos. Porque ¿solo en eso consiste ser buenos? Padre Ángel, lo que voy viendo, y en parte entendiendo, es que muchos hombres sí que están siendo crucificados. Por falta de salario a ingresar en casa, por malvivir en casas deplorables, por tener que emigrar, por trabajar en las condiciones que lo hacen, y porque encima si se quejan les dan con el garrote. Todo eso lo voy sabiendo por otras familias, y mire, hasta por la mía. Mi padre y mi hermano mayor andan estos días moviendo papeles para ir a Alemania o a Suiza a trabajar. Están temerosos pero también decididos, porque en casa andamos a dos velas, y un hombre no puede dejarse caer muerto por las buenas, ¿verdad? ¿No lo ve usted así, padre? ¿O es que nos falta eso de la fe? Me quedo con ganas de poner la puntilla, algo así como ¿acaso la gente come de la fe?, pero lo que quiero es salir al patio. Respirar el aire limpio de esta infancia, mientras dure. El aire y la infancia. 



(Fotografía de Ramón Masats. Cursillos de cristiandad. Toledo, 1957)

domingo, 22 de agosto de 2021

La noche en que Orson me despertó de madrugada (Serie negra, 21)

 



Sonó violento el teléfono. Tienes que venir cuanto antes al estudio, oigo una tronante y azarosa voz al otro lado. Lo tengo todo entre mis sienes. ¿Todo qué? La manera de dar forma al relato del inglés, lo que hablamos el otro día en la güisquería de Trucky. Pero a estas horas, ¿crees que tengo ganas de otros relatos que no sean mis sueños? Lo que se me ha ocurrido te los apaciguará o te pagará después con unos más reposados, dice el tono imperioso. Si fueras otro y no tú maldito el caso que te haría, me rendí. Orson no se había ido a casa desde hacía muchas horas. El estudio se hallaba en penumbra. Humo de habano por todas partes. Papeles derramados, desorden de cables, restos de comida malolientes. Enseguida me di cuenta de que él esperaba su propia invasión, la que llega desde la novela y ocupa la mente imaginativa de un lector enfebrecido. Tengo mi momento de luz, me dijo al recibirme, soslayando mi expresivo mal humor. ¿No lo podíamos haber dejado para mañana? Mañana no tendría tanto efecto y los alienígenas están a punto de caer. Y tú yo los vamos a parar, ¿no?, le solté rabioso. Tú, yo y todo el elenco que estará a punto de aparecer por aquí dentro de poco. Creo que mi propia carcajada acabó de entonarme. ¿Los has despertado a todos?, solté perplejo. Los ensayos no pueden esperar, no pueden, no deben, no quieren, dijo eufórico, trastabillándose. O ahora o nunca. Pero adaptar un relato y ponerlo en antena se puede hacer en cualquier momento, con calma, cubriendo los espacios publicitarios que los jefes impongan, traté de justificarme. Mañana, pasado, otro día, déjate de historias; ganas de rechazar el momento de swing. Que otros dirían de gracia. No, gruñó, tiene que ser ya, y me escupió una cubana bocanada al rostro. No se trata de hacer un cuento de hadas ni una narración bondadosa y amena para familias. Eso que lo hagan otros. Nosotros a lo nuestro, a la provocación. Hay que coger por sorpresa a la audiencia y convertir la ficción en un hecho creíble. La gente se lo cree todo si aciertas en sus puntos débiles. Buscan el asombro, quieren salir de su pereza cotidiana, piden a gritos que les cuentes un cuento que les involucre y a la vez rompa sus esquemas. Porque necesitan transgredir el orden. ¿No ves que todos se mueren de aburrimiento? La gente no pide la verdad, pide que les concedas una respuesta adecuada a sus miedos. Que abras una puerta por donde escapen los diablos que han estado engendrando toda la vida. Wells lo sabía al escribir la novela. Pero leerla es una cosa y proyectarla a través de las ondas puede duplicar o triplicar el efecto. El público lee lo justo, si es que lee. Pero se entrega a las emisiones edulcoradas de las radionovelas. Démosle directamente  en sus complejos. Castiguemos sus deficiencias. Vamos a abrumarle con fantasmas que creerán que vienen de otros mundos pero están en el nuestro. Apenas iba rayando el amanecer cuando fueron cayendo, entre bostezos y gestos desaboridos, los actores y técnicos. Orson, que estaría más agotado que nadie, los recibía con chanzas y sonrisas. Va a ser nuestro momento feliz, dijo cuando les congregó a todos. Vosotros sois los elegidos. Seres de otros mundos están a punto de aterrizar en nuestro planeta. Los recién llegados despertaron del todo. Si es así, que la seguridad nacional tome cartas en el asunto, dijo titubeante un crédulo que parecía no haberse enterado de la propuesta de Orson. Preparad los efectos especiales, ordenó. Que cada uno tome su rol. Carraspead y dejad a punto la garganta. Va de ensayo. Tenemos unas cuantas horas para bordear la ficción y hacer verosímil lo improbable. De esta es fácil que hundamos al mundo...o que lo salvemos, rio con ganas.


 


viernes, 20 de agosto de 2021

Regulus o un sueño mesopotámico

 


Enkidu sueña que se encuentra en el camino a Ur con una pitonisa. Esta le observa desasosegado y le hace saber a Enkidu que Regulus velará siempre para que salga airoso de las adversidades. Enkidu se siente agradecido y le pregunta a la pitonisa por qué es digno él de recibir ese cuidado. Es el sino astral, le responde la que predice los bienes y los males. Pero hay tres estrellas Regulus, insiste Enkidu. En efecto, dice la pitonisa. Una, el azar. Otra, el apoyo. La tercera, el esfuerzo. Y entonces, ¿con cuál de ellas me quedo?, pregunta el viajero. Las tres son una, le aclara ella. No se trata de elegir sino de armonizar. Enkidu, eufórico, la inquiere tentadoramente. ¿Quiere decir que la confluencia de las tres Regulus me hará también inmortal? La pitonisa esboza una sonrisa. Confórmate, Enkidu, con que Regulus mantenga su manto protector sobre ti. Pero su influencia no va más allá de lo que existe. Su luz también tendrá un final.


   

miércoles, 18 de agosto de 2021

Aquel fatídico 18 de agosto (Serie negra, 20)

 


"Yo, un niño, y tú, lo que quiera el mar"

Federico García Lorca, poema en prosa 7 y16 de Suicidio en Alejandría.


Hay algo en ese rictus de tu sonrisa que traiciona a tu sonrisa. Tal vez intuyes que tras el cálido julio se cierne la sombra de la atrocidad. En la vega de allá abajo el verano es más fresco, comentas a tu acompañante. ¿No vas a ir este año?, te preguntan. Cómo podía faltar, respondes conteniendo tus temores. Además volver al verano de tu origen es regresar a la infancia, que es donde yo me hice. Todos nos hacemos en ella, continuas, aunque luego el adolescente rebelde crea que está reinventando la vida. Pero, ¿acaso no vivimos también, más allá de nuestras obligaciones de adultos, en un perpetuo tiempo de infancia, si bien soterrado e íntimo? Con ganas me quedaba, cada vez que te oía hablar de este modo, de pedirte que recitaras alguno de tus versos. Yo te lo dije y tú me respondiste: mejor invento otros nuevos, o tal vez los mismos con otro disfraz. Y reíamos de la ocurrencia. Pero tu sonrisa era triste entonces. En ocasiones tus amigos te pillábamos reconcentrado. Es el calor, soltabas el globo falso. Inquieto por una situación que intuías, si bien rechazabas, el estío en la ciudad metrópoli -y no era Nueva York- te resultaba oneroso. Alguien me contó después de irte que le habías dicho: huelo un aire de sospechas, respiro un aire de brumas. Cosas de tu sensibilidad, dijeron. Todo sabíamos que había demasiados signos de desencuentros y acechanzas los últimos tiempos. Rumores no faltaban, y había quien jugaba a hacer premoniciones, no sé si con interés en ello o no. También me contaron que un día habías comentado: la euforia cultural de otros tiempos se ha templado, puede ser bueno o puede ser malo, según, pero sin que se haya dejado de hacer la tarea parece que se hubiera resecado, como los bacalaos al sol. Luego añadiste: no me hagáis caso, es este tiempo que paraliza el aire; no quiero imaginar qué sería de nosotros si el aire se parara para siempre. La última tarde que te vi no lograste morderte la lengua. Quién sabe lo que puede suceder si las ilusiones se marchitan. ¿Por qué lo dijiste si nunca dejaste, ni tú ni todos los que como tú alentaban la cultura de un país que venía del secano, de imaginar y de hacer planes? Yo lo interpreté por tu temor a que los energúmenos que clamaban desde púlpitos o columnas de prensa envenenaran la necesaria paz social, mientras por debajo, oscura y diligentemente, preparaban el asalto a la alegría. Aquel día tu acompañante te hizo una pregunta que consideraste metafísica: ¿Creéis los poetas en la paz humana, la colectiva? Ay, ay, ay, te quejaste. Nos cuesta encontrar un atisbo de paz interior como para hablar por los demás. La fe de los poetas es la palabra. Si se materializa con precisión, acierto y sentido de la justicia seguirá nutriendo nueva poesía. Porque ahora pienso, como nunca antes, que la poesía también debe estar tocada por la varita de la justicia. Esa justicia que nunca llegamos a alcanzar, pero que todos ansían. Sin ese toque ni poesías ni prosas, ni dramas ni pensamientos, la poesía, la escritura en general, se apagará como un faro abandonado. Y ay si la oscuridad borra el camino. Sería no saber hacia dónde avanzar, pero sería también perder la senda del pasado que nos da la medida del recorrido. Ya sé, y aquel día estabas parlanchín, que los que venden la oscuridad como remedio a deficiencias y errores, y que ellos califican mucho peor, buscan que la gente se ciegue y yendo hacia el abismo reclame nuevos guías. ¡Desconfiad de los que se presenten como guías!, clamaste con cólera. No te vi más. No supe después de ti hasta un cierto tiempo. Me contaron. Me estremecí. Sentí a distancia el horror. Supe que no estabas solo porque aquello no fue solo contra ti, sino contra todos. Y, sin embargo, aun desaparecido sigues tan vivo...



(Fotografía: es o se supone la última foto en que aparece Federico García Lorca, en el Paseo de Recoletos de Madrid, con Manuela Arniches en los primeros días de julio de 1936. Contraste e ironía con aquella otra fotografía  https://laantorchadekraus.blogspot.com/2021/07/los-caballeros-toman-limonada-serie.html  . Hoy hace 85 años que Federico García Lorca fue asesinado)


domingo, 15 de agosto de 2021

¿Que qué hago yo por el país? (Serie negra, 19)

 


No sé quién ha tenido la ocurrencia de inventarse eso de que no preguntemos lo que puede hacer el país por nosotros sino más bien qué hacemos nosotros por él. Hay que tener mala idea. El agua me sabe a babas, la comida de bote me produce úlcera, los testículos me escuecen, los piojos recorren mis axilas como por barra libre y el corte que me hice ayer al saltar las alambradas se me ha infectado. Y esto solo de aperitivo. Mañana va a haber contraofensiva y estamos todos calados de miedo. Si no fuera por los estimulantes no soportaríamos ni el mal humor. El pater pasa de vez en cuando con su sonrisa falsa. Dice que para darnos aliento o por si necesitamos sus servicios espirituales. Palabras. Él no se la juega ni tiene que asaltar las posiciones del enemigo. Ese tampoco se libra de que las ladillas le muerdan sus partes, dice Joe jocoso. Cosas así nos hacen reír como si estuviéramos sentados a la puerta de casa en Hell's o en Bronx, y hasta el capitán de la compañía alienta las bromas. Hoy ha llegado un refuerzo de novatos con sus aires de comerse el mundo o, mejor dicho, de ganar la guerra. Los superiores nos piden que los tratemos bien, pero Joe y Kuczynski se saltan el consejo y ya están preparando las novatadas. Como si esta posición nuestra de mierda fuera un centro de colegiales. Pero bienvenido cuanto sirva para liberar esta carga de angustia. En las horas tensas de espera quien no juega al póker o echa una cabezada platica con otros. Algún perdido hasta se pone a leer una novela de serie negra. Aunque aquí todos somos camaradas conviene tener precaución. Hay, como no podía ser menos, lo peor de cada casa obligado a hacer por el país. Los que preferimos enredarnos en diálogos que no llevan a ninguna parte que no sea el entretenimiento nos preguntamos a veces cosas que nadie sabrá respondernos. O, mejor dicho, que no querrán respondernos. Kuczynski, que ha vivido antes otros peligros en Europa, es el más crítico. Vaya coartada lo del enemigo, dice bajando la voz. El que inventó el término no pudo tener más éxito. El enemigo es como un personaje que no tiene ni carne ni pensamiento ni siquiera casi existencia si no fuera porque dispone de armas. Cuando dices enemigo no piensas en que al otro lado de las líneas hay otro Kuczynski o Joe o Harris. No piensas que matas vidas o ellos matan las nuestras. Juegos de generales, salta Malcolm, un negro gigantón que paga dos veces el servicio a la patria. Pero nosotros entramos a la jugada. Nos arengan, nos envuelven desde niños en la bandera, nos hacen creer que somos los salvadores del mundo. Y nos lo creemos. Hasta que te ves en este hoyo y revienta la tierra y nuestros cuerpos saltan al vacío. Pero no vale meternos en filosofías ni en moralidades cuando nuestra vida está en juego. Se trata de sobrevivir, y solo tienes garantía de supervivencia cuando ganas. Si el asalto es exitoso de esta volvemos pronto a casa, se corre la voz. Y los rostros agotados, hastiados, desesperanzados, que mostramos todos parecen cobrar nuevos bríos, aunque sean engañosos. Por si acaso es verdad. Al fin y al cabo volver seguro que volveremos, dice el bueno de Malcolm. No pensemos ahora cómo.



(Fotografía de W. Eugene Smith)

jueves, 12 de agosto de 2021

Las manos de un asesino (Serie negra, 18)

 


Las manos de un pianista ¿pueden ser las de un asesino? Amigo mío, ya que me pregunta esto le diré que las manos son o pueden ser la técnica de la intención de un individuo. Es decir, que si la intención es expresión de la voluntad, siquiera transitoriamente, las manos son ejecutoras adecuadas. Tanto para poner ladrillos como para introducir una pipeta en un tubo de ensayo o para teclear en un ordenador las órdenes más elementales o más arriesgadas. No olvide que las manos también son capaces de acariciar. No lo olvido, también de abofetear. Pueden ser expresión de bondad o de abyección. Por lo tanto, la capacidad de las manos es limitada por sí misma, pues lo que cuenta es cómo su uso responde a una intencionalidad, ¿verdad? Usted lo deduce correctamente. Imagine que un artista pintor utiliza las manos para llevar a cabo lo que el cerebro ve o, si prefiere mejor, percibe, sobre un paisaje o una persona. Son intermediarias entre la visión del pintor y los ojos del espectador de la obra cuando haya estado concluida. A veces parece que las manos tuvieran vida propia. Que en ellas se producen movimientos imprevistos. ¿No será que acaso tratan de modificar los planes del cerebro? Eso es que están acostumbradas a los reflejos ordinarios, mi querido amigo, y pretenden constituirse en libre república del cuerpo. Tantos actos acometemos a lo largo de un día o de una vida. Actos repetidos, que según con qué destino las manos saben conducirlos por inercia. Por supuesto que hay un margen de error ahí. Lo que solemos llamar, después de un fallo o una catástrofe, el exceso de confianza que nos ha traicionado. Naturalmente, suena a una especie de rebelión de las manos. Contra la monotonía de nuestros actos, la reiteración de nuestros propósitos y la redundancia de comportamientos. Porque los actos no son sino ejecuciones de ese dueño y señor que es el cerebro. ¿Sabe una cosa? Cuando hablo con otro individuo observo mucho sus manos, o mejor dicho, el movimiento de sus manos, la gesticulación. Ahí está la clave. Lenguaje gestual, usted lo dice, paralelo al verbal. No en todos los individuos, por supuesto, ya ve que hay tipos que hablan pero apenas usan las manos de apoyo. A mí ese tipo de gente me produce prevención y también rechazo. La manos abren la comunicación más allá de las palabras, hay ¿cómo diría yo?, más sinceridad cuando uno mueve las manos o al poner en acción las facciones del rostro. Es decir, cuando se concede cierta pasión en lo que se quiere transmitir. Ahora que caigo: ¿ha pensado en cómo serán las manos de un asesino? ¿Se refiere a antes de cometer un crimen, durante el acto alevoso o tras tomar la vida de otro en prenda para la eternidad? Me refiero a las manos del criminal en la vida ordinaria. No se apure, no son más diferentes que las suyas o las mías. No escudriñe el instinto depredador de las personas a partir del escrutinio de las manos ajenas. Por supuesto, no lo haré. Pero no le oculto que hay momentos críticos en que el instinto me pide hacer una barbaridad. Entonces, ¿sabe lo que hago? Contemplo mis manos. Las extiendo, giro las palmas, prospecto si las venas se marcan más de lo común. Hay momentos en que cierro el puño y golpeo la pared o una mesa. ¿Descargas de adrenalina, tal vez? No sé, pero me inquieta. Solo me quedo tranquilo cuando a la tensión sucede una rigidez de mis dedos y a esta una lenta merma de fuerza en ellos. Sin duda, mi estimado amigo, debe buscar una alternativa. Pero ni se le ocurra pensar en amputárselas. En todo caso, ampute los oscuros instintos que su mente dibuja alocadamente. O, mejor todavía, practique lecciones de piano. En la entrega a un Steinway o a un Baldwin se vuelca toda la capacidad sensorial y se redimen todas las emociones. Pondrá a salvo algo más que sus manos.



(Fotograma de Las manos de Orlac, filme de Robert Wiene, 1924)

lunes, 9 de agosto de 2021

Dos viajeros (Serie negra, 17)

 


Dos viajeros de tren que no se conocían de pronto se ponen a hablar entre sí. Uno de ellos es más reticente que el otro. No está claro quién ha tomado con éxito la iniciativa porque el que se resistía resulta ser más comunicativo. Hay casos en que la renuencia a entablar conversación es fuerte. Entonces una frase dicha por uno y que el otro responde rompe el desinterés aparente. El paso por un villorrio, el movimiento brusco de un cambio de vías, el paisaje que las nubes opacan, una sensación de escalofrío que se suscita en uno de los interlocutores, sin que pueda evitarlo. Cualquier motivo circunstancial servirá de excusa. Siempre será un misterio por qué dos personas que no se habían visto antes hablan la una con la otra. Puede que les empuje una necesidad subconsciente. Por ejemplo, no sentirse solos en un viaje que promete largo. O la busca de distracción que acorte la percepción del tiempo en el compartimento. Cuando ya se hayan despedido, al llegar uno de ellos al menos a su destino, considerarán lo interesante que resulta el acercamiento entre personas. Incluso puede producirse un extraño sentimiento de que aquel encuentro de unas horas se había convertido en un trato entrañable. Como si la vida de ambos se prolongase más allá del vagón.  Hay viajeros que en la charla con un desconocido constatan más calor que en un hogar. De algún modo el tren proporciona un hogar, ¿verdad, señor?, dice la mujer interrumpiendo el tema del que hablaban o simplemente conjurando el riesgo de un silencio incómodo. Él se sorprende pero parece que su reflexión es rápida. Es un hogar en movimiento, sin principio ni fin en nuestras vidas, le responde. O, si prefiere, mutante. Ella no le entiende muy bien. Usted se ha subido en la estación de I. y yo en la de V. Y ambos nos bajaremos en estaciones diferentes, dice. Sí, asevera el hombre, pero olvide nuestra vida anterior. Durante la permanencia en el tren ambos hacemos una vida nueva, efímera, de acuerdo, donde compartimos palabras, experiencias, confianzas, cafés y miradas mutuas, ¿no cree? La mujer se ruboriza levemente pero asiente. ¿Quiere decir que convivimos, así como bajo un mismo techo?, ironiza. El tiempo no es medida eterna, añade el hombre. Cualquier porción del mismo, si es grata y da lugar a un intercambio de opiniones, puede considerarse un espacio amable, a cubierto de la intemperie en la que ordinariamente solemos habitar. Transcurrimos con la referencia de lo vivido antes y con la ilusión de lo que nos espera en la estación de destino. ¿Usted no lo cree así? La mujer duda sobre si callar y cambiar de tema, pero algo la impele a ser osada. Quisiera no llegar a destino, dice con voz titubeante. Pero ya no puede volver usted atrás, sugiere él. Tras este viaje ni usted ni yo seremos los mismos. Ella ha apostado por la confidencia. Cierto, pero tampoco podría quedarme dentro del tren cuando este llegue a Z. Y le diré más. Aunque me bajase en Z, porque no hay más remedio, porque es el final del recorrido, sé que no podría abandonar la sensación de que habré quedado en vía muerta. El interlocutor sonríe. ¿Ve cómo necesita convertir el viaje en un hogar? Vayamos al vagón restorán, probablemente ambos necesitemos olvidar procedencias y destinos. ¿Y entonces?, salta perpleja la mujer. No quiera manipular el tiempo ni dejarse condicionar por él, le aconseja el caballero. No hay estado más interesante, y acaso más perfecto, que el encuentro de dos desconocidos que ni pretenden conocerse ni apropiarse el uno del otro. Solamente transcurrir en brazos del azar. Ambos se ponen de pie y salen al pasillo mientras la agitación del tren zarandea equívocamente sus cuerpos. Se rozan bruscamente entre sí. Ambos se piden disculpas, pero no se evitan.




sábado, 7 de agosto de 2021

Batallas aéreas (Serie negra, 16)

 


Yo siempre era de los que iban arriba. Pero los héroes de verdad eran aquellos que nos sujetaban, y los ojos espectadores estaban pendientes de los agarrones y quiebros de los pequeños, si bien no dejaban de observar el poderío de los soportes. Las apariencias siempre engañan. Las estructuras pueden pasar desapercibidas, pero sin ellas no se alzaría edificio alguno. Un edificio aparente, una fachada espectacular, la distribución de las alturas no tendrían seguridad ni futuro sin una buena cimentación. En estas batallas de recreo -que igual podían ser combates de jinetes que raids aéreos- los de abajo daban la medida de su fortaleza corporal. También de su estabilidad. Sin tal firmeza, sin ese asiento al suelo bien fraguado, el elemento superior corría riesgos. Oh, el equilibrio, que apuesta entre la fortaleza de unos y la agilidad de otros. ¿Era solamente esta última la que podía acabar con el opuesto? 

Cuando muchos años después estudié aquello de basamento, fuste y capitel comprendí nuestro juego infantil. Establecí paralelismos. La disposición de los cuerpos que sustentaban a la parte superior, dinámica, de menor peso y agitada, dependía además de una correcta distribución de fuerzas sobre el suelo. La pugna de los competidores superiores dependía de la estabilidad, más inteligente que gruesa, de los pilares. Malo si la sujeción se bamboleaba, pues el que se apoyaba en sus hombros perdía a su vez el equilibrio. Y con equilibrio inseguro solo le quedaba el recurso de agarrarse desesperadamente al enemigo, lo cual no garantizaba triunfo alguno. Pues la quiebra no residía en el desplazamiento de los jinetes sino en el descentramiento forzoso de las caballerías. El combate en el juego es un trasunto del que se libra en las guerras de verdad o de la lucha por sobrevivir en la vida cotidiana, no menos aguda. Competición y competitividad van de la mano. ¿En qué momento se confunden para en lugar de ser aliadas convertirse en antagónicas? 

Los humanos somos competidores y competitivos desde que cogemos la teta de la madre. Toda la existencia nos la pasamos compitiendo por cualquier cosa, contra cualquier persona, ante cualquier situación que se preste a nuestras intenciones por obtener algo. Probablemente la esencia de la guerra sea esa y ya en las peleas callejeras de infancia se hallaba el rasgo distintivo del animal que todos sin excepción llevamos dentro. 




(Fotografía de David Seymour)

miércoles, 4 de agosto de 2021

Postal desde Baalbek (Serie negra, 15)

 


Queridos Else y Joachim. Por fin en nuestra anhelada Baalbek. Nuestros sueños se han quedado muy lejos de darnos una idea aproximada de lo que es esto. Por supuesto que cuanto se nos ofrece supera a lo que nos habían relatado los viajeros seculares. Todo tiene otra dimensión cuando te encuentras cara a cara con la belleza. Todo transciende las propias medidas de las arquitecturas y los trazados. La luz, penetrando a través de los múltiples vanos de estos templos. El viento, que trae voces claras y susurros melancólicos desde el pasado. La quietud, pues son pocos los audaces que se atreven a llegar hasta aquí. La altivez de las ruinas, imperecederas no obstante algunos de sus materiales fueran utilizados para otros usos. La armonía, que sobrevive a destrucciones y abandonos. El silencio de los hombres, que obliga a meditar. El olvido puede ser a veces un buen aliado, aunque se quejen de él los que habitan en la Bekaa. Vicki, a la que le gusta contemplar desde todos los ángulos posibles la vida y la historia,  dice que el olvido es consustancial a todas las tierras de este Oriente siempre conflictivo y cambiante. Que es lo que da la medida de la verdadera devastación. Que es el precio que pagan las culturas ancestrales a las civilizaciones posteriores a las que no supieron ni pudieron acceder. Tal vez toda la riqueza cultural desaparecida sea su estigma. Lo que queda, y que tanto nos asombra, apenas es un eco, unas huellas. Estamos hospedados en una fonda acogedora, a pesar de los mosquitos y ciertas carencias que tampoco nos importan demasiado. En las comidas y en el trato con los del lugar percibimos la variada herencia, tan sabia como generosa y abierta, no solo de los antiguos sino de quienes ocuparon estas tierras ya en tiempos modernos. Los humanos no han dejado jamás de moverse de unas regiones a otras. Con su bagaje de saberes, de sentimientos y de recursos para sobreponerse y adaptarse a lo nuevo. Permaneceremos aquí unos días, ya que Vicki conoce de su tiempo de estudios a uno de los arqueólogos de Turingia, que se ha ofrecido a enseñarnos más allá de lo que ve el viajero ocasional. El siguiente destino será Tudmur, más al norte, nombre que no os sonará de nada, pero si digo Palmira seguro que ya es otra cosa. Dicen de este lugar que es más bello aún que Baalbek y con historias muy interesantes. Nuestra mirada se queda corta y el entorno nos posee con su exuberancia arrebatadora y misteriosa. El pasado invita a informarse, pero sobre todo a reflexionar y sacar conclusiones sobre el tránsito de civilizaciones cuyas vidas aún permanecen en el enigma. Creo que esto aporta más a nuestro pensamiento y a la actitud ante lo existente que cualquier religión o idea visionaria. Aquí sí que encontramos un vínculo con la naturaleza y con los humanos, y por lo tanto una explicación acerca de cualquier clase de divinidad generada por los humanos, en tiempos en que todo está quebradizo. Os iremos contando. Mientras, contemplad la fastuosa portada de esta postal y soñad con lo que tuvo que ser en su día Baalbek. Vuestro amigo Gustl.




(Baalbek. Entrada del Templo de Baco, hacia 1890-1923)

lunes, 2 de agosto de 2021

Aquellas ceñidas gabardinas (Serie negra, 14)

 


Yo conocí a uno que usaba gabardina ceñida. Solía seguirnos y si mirábamos para atrás se paraba a encender un cigarrillo. El pobre no se daba cuenta del ridículo que hacía. La gabardina era un uniforme inequívoco aunque, eso sí, no tenía la prestancia del uniforme de un guardia. Tenía otras prerrogativas, por supuesto. Entrar gratis a un espectáculo, pasar por una casa de lenocinio sin pagar, apostar en una timba clandestina sin inquietar a los habituales, irse de juerga algunas noches diciendo a la esposa que estaba de servicio y era imprescindible su presencia. Como otros de su quehacer fingía que tenía más poder que el inmediato de poner el oído, seguir a sospechosos, detener a alguien o llevar a cabo un interrogatorio, deficiente por otra parte. Esas cosas que hacen creer a un individuo que es algo más de lo poco que es, solo por sentirse arropado por ciertas instituciones. Porque por encima de él había un jefe y luego otro y así una escalinata piramidal de jefes. No había sido del régimen, y hay quien dice que muchos años antes le habían visto agruparse con gentes que ahora se perseguían, pero se había adaptado con calificación. Como lo hubiera hecho con cualquier otro régimen, el caso era medrar. Cada régimen tiene sus propios medradores, capaces de saltar en una especie de metamorfosis superficial de uno a otro. Su aspecto, cuando le conocimos, era más aparente que real. Presencia de intimidación. Bocazas y gruñón si te interrogaba, amenazante y con aires prepotentes, pero dejaba lo sucio para otros menos instruidos que él. Lo mío es investigar, utilizar el cerebro, dejaba caer en ocasiones a sus amigos para ocultar el horror que le producía la sangre y la repulsión hacia la violencia extrema con los detenidos. Soy un hombre culto, leído y escribido, acababa diciendo con sorna, aunque en muchas ocasiones se le escapaba en serio el participio incorrecto. Aquel tipo se empeñaba en seguirnos muchos días y nosotros jugábamos con él. Nos separábamos en la esquina de una calle que daba a una glorieta en la que convergían varias calles más. Entonces él tenía que decidir tras quien iba. ¿Cómo elegir? ¿Seguiría al barbudo del libro? ¿Al de mejor presencia? ¿Al desgreñado nervioso? ¿Al que tenía pinta de seminarista rebelde? ¿Al mecánico que las manchas de aceite le habían creado una impronta como a él la gabardina? Cuando pasó todo y se había disuelto la funesta brigada, me aseguró que se dejaba llevar por el olfato. Vivíamos ambos en la misma vecindad. Pero el olfato no le dio muchos triunfos, le decía yo. A ver, ¿con cuántos acertó? Algunos de los nuestros cayeron, pero no fue por obra suya. Y él bajaba la voz y adoptando un aire humilde me respondía: yo pude haceros caer a todos, pero había algo dentro de mí que me impedía llegar a ello. Pero usted nos seguía, nos investigaba, anotaba nuestros pasos, no me diga que todo eso lo hacía por entretenimiento, con las posibilidades de ascenso que hubiera podido llevar a efecto. Entonces el personaje, que parecía otro sin su gabardina identificativa, callaba, sabiendo que yo no me creía sus justificaciones. Ahora, mucho tiempo después, me doy cuenta de que mira hacia atrás cuando camina, o que cambia de ropa con frecuencia, como si temiese que su oficio negro de antaño pudiera pasarle factura. Y, sin embargo yo, que le temí, a pesar de mantener todavía, qué absurdo, cierta prevención con él, hago lo posible por no guardarle rencor.




(Fotografía de Leopoldo Pomés)