viernes, 31 de enero de 2020

Cuentos indómitos. El rey y sus noches insomnes




Cuando se terminaron de esculpir los relieves del palacio de Nínive el rey invitó a toda su corte a contemplar la extensa obra. Los príncipes y funcionarios alabaron aquella narración de la vida y hazañas cinegéticas de Asurbanipal. ¿De qué se admiraban más, de la secuencia exuberante de escenas o de la perfección técnica de los bajorrelieves? La variada coloración impregnaba de un juego de luces y sombras a las figuras, manteniéndolas más vivas. La anatomía de los cuerpos, principalmente en los animales, dejaban con la boca abierta a los espectadores. Con ser altiva e imponente la representación de la figura real, y aunque nadie osaba decirlo, eran los animales heridos lo que suscitaban mayor entusiasmo. Frente a la representación de los cazadores, de posturas más hieráticas y firmes, los animales estaban dotados de una expresividad animada, naturalista. Atraía el detalle de la musculatura animal. Sobrecogían las posturas de retorcimiento de las bestias heridas. Y el conjunto generaba una tensión tan agitada, difícil de contener, que desembocaba en un choque de emociones del que nadie podía escapar. El mismo Asurbanipal enmudecía ante aquel paisaje de alabastro tallado con tanta armonía. Nunca se había visto un trabajo tan elaborado y expresivo y felicitó en público a los escultores que lo hicieron posible. 

No hubo quien pusiera peros al impresionante desfile de imágenes. Todos los asistentes. pasmados ante tanta novedad y belleza, manifestaron su reconocimiento hacia aquel trabajo intenso y perdurable sobre la gloria del reinado del ilustrado monarca, que la posteridad agradecería. Surgían las preguntas en los corrillos. ¿Qué misteriosos artífices había traído el monarca para hacer aquello? ¿Qué técnicas habían utilizado para generar planos superpuestos que engañaban al ojo? ¿Qué conocimientos tenían de la talla del alabastro y la caliza que los relieves no mostraban fisuras? Y en definitiva, ¿de dónde procedía tanto saber, seguramente acumulado?  Muchos consideraron que era el inicio de una nueva era del Imperio. Lisonjas hacia el monarca no faltaron. Envidias porque pudieran llegar extranjeros con sabiduría transformadora tampoco.

Durante algunos días Asurbanipal interrumpió sus compromisos habituales de gobernante, se alejó de sus recreos, ignoró a los científicos que había llevado a su corte, abandonó la lectura de textos a la que era tan aficionado y, lo que más alarmó, dejó de interesarse por sus esposas. Solo vivía para la contemplación en solitario de los grandes frisos donde él se veía reflejado en diversas facetas de su vida. Recorría las salas deteniéndose ante cada escena y recordando los riesgos soportados. También apuntando nuevos motivos que deseaba encargar para enriquecer aún más su palacio. Al frescor del anochecer, pensativo y ausente, se retiraba a escuchar los cantos dulces de sus esclavas y se entregaba a contemplar la nítida disposición del firmamento. No se supo si había rey. Nadie tenía claro por qué aquella relajación de deberes y costumbres. Tampoco podía pegar ojo por la noche. La imposibilidad de conciliar el sueño debía ser causada por una fijación que desequilibraba su mente. Ordenó instalar en varios puntos de la sala de los relieves unos hachones que iluminaban sobradamente el conjunto y dedicaba las horas de la noche a seguir repasando de manera minuciosa y calmada las escenas de las cacerías reales, las imágenes de sus campañas de sometimiento a otros pueblos, o simplemente se extasiaba ante su barbudo perfil egregio modelado a escala superior de la de sus súbditos.

Una noche se sorprendió a sí mismo hablando con los animales agónicos. Él, que los había atravesado con sus propias armas, tras darlos alcance al galope de los caballos, se sentía débil y culpable frente a aquellos padecimientos. Presintió un agudo dolor donde se aloja lo más íntimo de las emociones. Era la herida del sentimiento roto. Entonces, avanzando desde un rincón apareció Ella, la que nadie deseaba nombrar para sí mismo. No era ni humana ni animal, ni espectro ni hálito, ni clara ni oscura, ni chillona ni recatada. ¿Contemplas la vanagloria de tu reinado?, dijo la Muerte al monarca. ¿Qué ves en la obra que lo refleja? ¿El placer del entretenimiento o la danza macabra de los animales? ¿Los triunfos sobre el enemigo o las miserias de los sometidos? Asurbanipal, que no sabía bien quién le interrogaba, respondió altivo. Veo sobre todo la manifestación de mi poder. La Muerte no deseaba estar condescendiente. Eso es lo que quieres que vean los demás y para eso has traído a hombres de arte que saben de la vida y del sufrimiento, así como de la belleza y del desgarro. Y sobre todo saben de contar en la piedra lo que has exigido que cuenten. Pero tú, gran rey, no te puedes engañar. ¿Qué ves en estas imágenes magníficas y a la vez impactantes?, volvió a preguntar al monarca. Veo lo lejos que he llegado, respondió Asurbanipal. Esta obra está hecha para perpetuar la eternidad que se me brinda.

A la Muerte le siguió incomodando tanta soberbia, aun cuando reconocía que aquel hombre, con fama por igual de cruel como de ilustrado, había aportado avances considerables para los pobladores de su reino. Le interrumpió. Para contemplar este friso te bastaría con algunas horas del día, pero vienes aquí todas las noches porque no puedes dormir. ¿Qué te atormenta? ¿Qué te falta que no logras reposar en calma? Entonces Asurbanipal se dio la vuelta y se encontró cara a cara con aquel personaje que no se postraba ante él y que le miraba desafiante a los ojos. Vengo por las noches porque este friso me hace pensar más en la muerte que cuantas expediciones guerreras o cacerías he acometido. Crecí despreciando la sangre derramada. Era parte de mis designios primero y de mi condición de soberano más tarde. Siempre creí que el rey no puede temblar vea lo que vea y haga lo que haga. Pero en estas piedras los animales cobran vida, la sangre que emana de ellos me impregna, los rugidos de su dolor me ensordecen, el silencio que impone la muerte me espanta. 

La Muerte observó al rey despojándole de sus atributos, como hacía siempre con los individuos que se revisten de signos de poder. Porque todo hombre nace desnudo, pensaba, y por mucho que oculte su desnudez no puede evitarla, y se consumirá en ella. Luego concluyó: si le espanta la muerte ajena es porque él también teme morir, y acaso pronto. Si ahora se muestra sensible al sufrimiento de una bestia, y no tanto al dolor de un humano, es porque se da cuenta de que hasta ahora no se consideraba humano. Pobre rey, que no obstante su miseria más profunda se cree divinidad encarnada, ¿Estará ahora dándose cuenta de que esta no le deja ser como el común de los demás hombres?

Asurbanipal no ocultaba cierto agotamiento. No es bueno que un rey no duerma, le aconsejó la Muerte. Ordena apagar estas teas y ve a descansar o a solazarte con alguna de tus amantes. Protégete de tus propios espantos, antes de que sea tarde. Y sobre todo defiéndete de tu crueldad. Pero el rey no dejaba de contemplar con languidez a la leona y la Muerte vio estupefacta cómo la real y ensortijada mano se elevaba hacia el animal y apoyándola en una zarpa pretendía ofrecerle la salvación.





(Relieve asirio de la leona herida, en el Museo Británico)

miércoles, 29 de enero de 2020

Cuentos indómitos. Asurbanipal y el león



Un día que Asurbanipal iba de caza se extravió de sus acompañantes. Cuando el león que protegía a su manada le vio solo fue hacia él. ¿Te han abandonado los de tu corte?, preguntó el león al rey. Mi corte nunca me abandona. Soy yo quien ha debido desorientarse apremiado por encontrarme contigo, respondió ufano Asurbanipal. Aquí me tienes, pero ¿por qué querías dar conmigo? ¿Acaso me meto yo en tus territorios?, dijo la fiera. Es muy simple, se creció el asirio. Tú eres parte de mis territorios. Tu manada y tú mismo sois de mi propiedad. El suelo que pisas es el que yo te permito pisar. El alimento que os nutre es porque yo dejo que os beneficiéis de otras especies. El león se quedó pensativo y solo se le ocurrió lanzar un rugido ensordecedor. Entonces Asurbanipal dio un paso atrás, miró en todas partes buscando a sus ayudantes, clamó pidiendo socorro con su voz entrecortada y ronca. ¿Eres dueño de todo y sin embargo te asustas de mis rugidos?, dijo el león. ¿Qué clase de rey eres que tiemblas ante otro rey sin más ejércitos que mi cuerpo hercúleo y mi voz impetuosa? ¿De qué te sirve toda tu realeza si estás solo y ni tus dominios te obedecen en este mismo instante? Asurbanipal, cuya coraza temblaba al ritmo de sus palpitaciones cardíacas, quiso hacer gala de su poder. Te ordeno...dijo con tono quebradizo a la fiera. El león le cortó la frase. Aquí no puedes ordenar nada. Mis rugidos no son presuntuosos como tu porte y tu armamento. Rujo para preservar mi suelo y proteger a mi familia. No necesito como tú ejército alguno para reivindicar mi modo de vida. Así que ahora dependes solamente de que yo te ataque o te perdone. ¿Qué deseas hacer? ¿Intentar desenvainar la espada o retirarte a cambio de que yo te permita seguir viviendo? 

La Muerte, que contemplaba la escena desde una pequeña loma entre ríos, se aproximó a ambos monarcas. Yo que vosotros no lo intentaría. Estoy segura de que en vuestra desesperación por sobrevivir os mataréis mutuamente. ¿Creéis que por tomar la iniciativa el uno sobre el otro va a haber un vencedor? El león y el rey escuchaban atónitos a aquella aparecida. Entonces ella se dirigió al asirio. Asurbanipal, nadie va a acudir en favor tuyo. Tu cuerpo y tu arma limitada no va a potenciar tu fuerza. Llevas las de perder. El león se creció en aquel aviso al oponente, pero ello fue advertido por la Muerte. Y tú, dijo entonces esta a la fiera, no creas que podrías salirte fácilmente con la tuya. Hay un riesgo serio de que la espada afilada del rey atraviese tu yugular o acierte a la primera en tu corazón. Ambos, el rey de las ciudades y el rey de las llanuras, hablaron con enojo al unísono. ¿No decías que corremos el peligro de perecer ambos? ¿No estás intentando con tu razonamiento de la debilidad de uno y de otro que lo intentemos? ¿O acaso prevés quién va a resultar vencedor y nos lo ocultas?

Entonces la muerte rió con la risa oscura de esfinge que le sale cuando no quiere dar la cara por nadie. Les dejó que ambos contendientes sacaran sus propias conclusiones. Al cabo de unas horas los ayudantes de Asurbanipal lo encontraron dormido junto a unas zarzas, sin un rasguño, sin que la espada estuviera teñida de sangre. A lo lejos se dejaron oír rugidos potentes, pero nadie temió.




(Relieve del palacio asirio de Nínive)

lunes, 27 de enero de 2020

Cuentos efímeros. Pulso de Maithuna a la Muerte (Tantra hindú)





















Si hay algo que no puede comprender la Muerte es a Maithuna. La Muerte, recóndita tras cada individuo, acechadora en cada situación, conspiradora en todo fenómeno de riesgo, puede perseguir dos cuerpos, pero no puede hacer nada con el instante de dos cuerpos que se funden en un tiempo único. Cuando la Muerte busca las vueltas a los amantes no prevé que un tercero se inmiscuya y los aleje de la muerte física. El tercero no es alguien que pasa por allí, no tiene corporeidad diferente, sino que es la manifestación de dos seres que se alejan de sí mismos para erigirse en el otro, en el nuevo. El tercero es el inesperado. Entonces Maithuna, cuya conciencia no precisa palabras, necesita ser palabra. Habla y la Muerte calla porque no puede entender lo que pasa. Y la voz de Maithuna susurra primero y se eleva y se impone después en medio de los cuerpos que se buscan.

Soy Maithuna, dice la voz única, la pasión que repta como serpiente del saber de los sentidos. Llego para que conjuréis, vosotros los que me habéis llamado, los oscuros e inevitables designios previstos por la que apaga todos los placeres. Cuidad que esta no os engañe con las falsas muertes que van a procurar desviar vuestra fusión, envueltas en una intensidad efímera, volcadas en una solicitud urgente, ofrecidas con un desvanecimiento que es pérdida y no retención.

Soy Maithuna, dice el instante que no perece, la que busca el alimento en el huerto que se renueva. Llego para que no confundáis los frutos que regeneran con aquellos que emponzoñan. Y os los nombraré de ambas clases: la calma contra la ansiedad, la aceptación contra la disconformidad, la soledad ocupada frente al desamparo del vacío, la privación voluntaria opuesta a la posesión inútil, el anhelo propio más allá del deseo ajeno.

Soy Maithuna, dice la indisoluble, y vengo para avisaros de que el cuerpo huérfano ansía ser tomado por la que solo quiere siempre desunir. Peregrinad en mí para no permanecer demediados. Hurtad un instante sin medida al destino. Entrad donde la destructora no puede entrar. Seáis del sexo que seáis, sed yo misma. Pues los labios de la vida os reciben, y esta es una copa de la que la Muerte no sabe beber.

La Muerte, que ha escuchado parapetada en su impotencia circunstancial las invocaciones y consejos de Maithuna a los humanos, se mantiene a distancia. Los hombres se inventan rituales que les hacen creer que alargan sus vidas, musita irónica. Maithuna es intocable mientras existe. Pero cuando se apague su voz, se termine su instante y se sequen sus labios, los amantes podrán ser míos para siempre si yo quiero, se jacta. Pero no tengo prisa, puedo esperar, aunque aborrezca el goce de los amantes. Después de todo, piensa, yo debo contemplar aquello que me está vedado por la vida, aunque no lo entienda ni lo interrumpa.





(Representación de Maithuna, Templo de Orissa, India)

sábado, 25 de enero de 2020

Cuentos indómitos. Los niños juegan. La Muerte los envidia














A la Muerte le gusta ver jugar a los niños. La permanente observadora no muestra remilgos ni con edades ni condición social ni géneros ni cultura. Todo lo inquiere, por cualquiera de los comportamientos humanos se interesa, en algunos incluso padece accesos de cierta envidia. Es el caso de cuando mira los juegos infantiles. No persigue con especial predilección a los niños para su misión aciaga, sino todo lo contrario. En el fondo los preserva, normalmente olvidándose de ellos. Lo hace por una razón sencilla: ella no tuvo infancia. 

Cuando se acerca a los corros se mantiene discreta, pero no se pierde detalle. Dos cosas le asombran. Por una parte que los  niños sigan jugando a actividades de hace mil años. Por otra que lo que parecen nuevos juegos no son sino los mismos perros con distintos collares, aquellos que las técnicas modernas imponen y los nombres actuales definen. Así que para ella estar pendiente de lo que hacen los niños es ponerse al día en información, pero sobre todo disfrutar como si estuviese a punto de alcanzar una niñez nonata. Los niños no han cambiando en esencia por mucho que los tiempos hayan evolucionado. Siguen persiguiendo en sus juegos las historias de los hombres adultos, reflexiona la Muerte. Les gusta emular a los mayores, pero conservando la protección de la que están dotados por ser niños: la imaginación. Sea en el patio de un colegio o en el parque de un barrio o en los pasillos de una casa la Muerte mira una y otra vez y se emociona. Tanto que a veces se cuestiona si será o no será realmente la Muerte, ya que emocionarse, puede que más que pensar y sobre todo que razonar, es una función natural de vida personal. ¿Me estaré desmortalizando?, se pregunta la gran Mirona en determinadas ocasiones que le acucia la crisis. No me puedo permitir emocionarme, concluye.

Pero no cumple. ¿Qué elegiría ella de poder ser un niño? Unos chicos saltan sobre otros, algunos corren a pillarse, aquellos se apartan a un rincón y se cuentan una película o acaso secretos familiares. Los hay aventajados en picardía y quienes se entregan a aparatos de invención moderna, que les aparta de otros y a su vez los comunica, siquiera en ficciones de nueva dimensión. Esto no acaba de entenderlo bien la Muerte. Para perseguir lo mismo que hacían los niños de edades antiguas de la Humanidad, medita, no hacia falta tanta máquina manual. Pero entonces piensa en el salto que también hubo desde la palanca de mano a las potentes elevadoras actuales y se desconcierta. Debe ser algo parecido, se rasca el mentón la Muerte. Lo que más envidia de los niños es que se parezcan en alguna característica a las suyas. Los niños no tienen límites, ni para los temas de juego, ni para el tiempo, ni para su incansable actividad, ni para sus portentosas fantasías. Pero la diferencia es que ellos generan vida continuamente. Yo no, lamenta.

Los niños vociferan, y eso da sustos a la Muerte, aunque aprecia los tonos diversos de las voces. Los niños desafían los peligros y cuando alguno traspasa el punto, que a veces la inconsciencia no les hace valorar, la Muerte se pone triste. Yo no quería, dice. De ahí que lo que más sorprenda a la Muerte es que los niños jueguen a morirse. O a matarse entre sí. Aunque esto no tiene mérito, la muerte que unos hombres causan a otros es una infamia que llevan dentro de su naturaleza. Los niños la emulan, el daño es ficticio, el juego se consolida simplemente. Pero morirse, es decir, hacer que uno se muere es un ejercicio de maestría, piensa la Muerte. Esa puesta en escena, en que algunos la bordan de manera natural, otros más impostada, me conmueve, dice. Muere tú, ay, caigo, qué va a ser de mí, me muero...Qué intercambio tan lujoso de expresiones que repiten día tras día.  Diablos, qué manera de competir con mi arte, dice la Muerte casi enfurecida. Qué sabrán ellos de muerte.  

La Muerte sonríe con los ademanes de vida cotidiana de los niños, que incluyen las aventuras. Las aventuras infantiles transgreden su propia vida, pero también la de los mayores y, cómo no, la oscura filosofía de la Muerte. En una aventura se puede ser rico o pobre alternadamente, viajar a territorios ignotos o penetrar en mundos siderales, vivir o morir, así de claro. Un día la Muerte observó que un niño al que le tocaba morir en el juego no se levantaba cuando debía hacerlo según las reglas no nombradas pero si ejercidas por la panda. Los demás chicos le increparon. Eh tú, que se ha acabado. Pero el niño no movía un músculo, contraía de modo férreo la respiración, permanecía con la mirada fija en un punto del cielo. Bah, deja de hacer el tonto, le dijo su amigo más intimo. Pero nada. Una niña se acercó, le empujó con el pie: lo haces muy bien, le animó, pero ya está, no seas aburrido. Anda, levanta. Él, tratando de batir el récord de simulación, siguió en sus trece. Al fin, los compañeros se marcharon, dejándolo por imposible. La Muerte, embobada por el teatro del niño, llegó a dudar. Yo no he hecho nada, se increpó a sí misma alarmada. Cuando el niño se dio cuenta de que se había quedado solo resucitó. Entonces la Muerte se acercó a él. Me tenías preocupada. El niño, que solo veía delante suya a una mujer de mediana edad, respondió: ¿A que lo he hecho bien? Sí, le dijo ella, pero ¿y si te quedas muerto de verdad y tus amigos no se enteran? Es que lo bueno de morirte es que no te mueres, soltó la criatura. La Muerte le miró como si hubiera escuchado a un surrealista. Ah, bueno, en ese caso...y no acertó a decir más. Y se alejó del niño, que permanecía limpiándose las mangas del jersey. La muerte ensucia, llegó a pensar.




(Grabado de Cornelis Visscher)

miércoles, 22 de enero de 2020

Cuentos indómitos. El hipocondríaco y la Muerte















El aprensivo se miró al espejo aquella mañana y temió lo peor. Rebajó con la punta de los dedos sus párpados, creyendo ver con espanto un brillo amarillento en sus ojos, movió a continuación la cabeza a un lado y otro presintiendo más huesudas sus sienes, sacó por último la lengua blanquecina y seca. Luego expulsó el aliento con descarada preocupación, el cual se tradujo en un empañamiento del espejo que rebotó un olor fétido. El hígado, va a ser el hígado, se dijo. Qué hacer, pensó. ¿Pido cita para consulta o espero unos días a ver cómo evoluciona? El dolor en un costado del abdomen, por una mala postura en la cama, acabó de alarmarle. Sin duda que beber me está pasando factura. Pero al examinar mentalmente sus ingestas de alcohol cayó en la cuenta de que lo probaba escasamente. Si no es el alcohol tiene que ser algún alimento que como en exceso y no me sienta bien, repasó. Sin embargo era frugal, aunque también exquisito, pero procuraba alejarse de salsas y cafeínas que consideraba perjudiciales. Va a venir todo por la genética, se resignó. Dio rienda suelta a la memoria. Mi padre también padeció de lo mismo, y aquella anemia, y la pérdida de apetito, y más tarde cuando tuvieron que abrir y actuar sobre sus vísceras maltrechas... En ese momento de recuerdos alocados no pensó que el progenitor había fallecido nonagenario avanzado, víctima tan solo de agotamiento vital.

Le expulsó de su desconcierto un pinchazo en la zona por donde él intuía el órgano secreto, aquel al que cantó y nombró cierto poeta célebre. Agitado por tal molestia imprecisa, tan pronto la notaba más arriba como más lateral. Reflejos, sin duda, lo he leído por alguna parte, se alarmó, y seguro que tienen su epicentro ahí. Estuvo tentado a echarse de nuevo en la cama. La mera imagen de verse postrado lo turbó. Se justificó enseguida. Puede que tumbado se me extienda la molestia por más partes. Mejor me siento. ¿Qué será más adecuado? ¿Aplicarme frío o calor? ¿Probar algo o guardar ayuno? Le avergonzaron sus propias preguntas ridículas. Se dejó caer sobre una butaca amplia, donde se perdía su cuerpo frágil, y entonces la presión del movimiento le produjo un dolor agudo, intermitente. Tan pronto adquiría consistencia como acababa por apagarse. Mal, voy mal, de esta no me libro. ¿Lo tendré en una fase avanzada?, se interrogó con angustia. Para más desasosiego aquella mañana no había sentido la necesidad de evacuar como de ordinario, y al darle en pensar en ello le pareció que había una estrecha relación entre órganos que se conectaban unas veces amablemente y otras perjudicándose entre sí. Lo que me faltaba, soltó con amargura.

El hombre empezó a tener sudoraciones por la ansiedad. Se hacía una catarata de preguntas impulsivas pero atroces. ¿Irá a más todo esto? ¿Se tratará de un aviso? ¿Estaré ya marcado sin solución? ¿Padeceré intensos dolores y disfunciones múltiples que me hagan la vida imposible? ¿Será rápida y repentina la fase final? Aquella dialéctica de pensamientos desordenados fue desencadenando en él una inquietud creciente. Repasó su situación material, el asunto de las herencias, incluso estuvo tentado a ponerse en contacto con algunos íntimos con los que se había llevado mal en los últimos tiempos. Pero lo peor fue cuando tuvo accesos de ficción. Se imaginaba sobre una mesa de operaciones y que los médicos comentaban entre sí: no hay nada que hacer, visto y no visto, cerremos y dejémoslo como está. Incluso imaginó la voz compasiva y dulce de una enfermera diciendo: pobre hombre. Tan joven, estuvo a punto de añadir a su propia y fantasiosa literatura, pero no hubiera sido verdad.

Suspiró en voz alta. No hay nada que hacer, se repitió, como si la voz imaginaria fuera una palabra directa, decidida. Una sentencia sin apelación. La Muerte, que se pasea campando a sus anchas por doquier, pero discreta, eso sí, escuchó no obstante el lamento que se presumía mortal de aquel individuo. Ya lo conocía de otras ocasiones en que había dado pie a falsas alarmas y que le había obligado a presentarse ante él para nada. La Muerte se enfadó. No soportaba más su falsedad. ¿Por qué me invocas tanto si no me necesitas?, le increpó. ¿Crees que no tengo más que hacer que ocuparme de ti mientras hay gente de sobra que sí tiene motivos para llamarme? ¿Es que no sabes vivir la vida como alguien normal? Pero el hombre, al tener allí delante la presencia  de la innombrable, se precipitó en una serie de convulsiones teatrales, gritos ahogados, blasfemias ampulosas, súplicas atolondradas.  Que sea rápido, pidió. No quiero ni ver ni oír, pero que sea de un solo golpe.

La Muerte no supo si reír o llorar. Lo dejó allí plantado. Renegó del hipocondríaco por imposible.  Luego se sintió jueza de voluntades y de conductas ajenas. Te condeno, le dijo con tono impetuoso y enojado, a estar toda tu vida con miedos y sufrimientos imaginarios y llegar así hasta los cien años.





(Fotografía de Jorge Molder)

lunes, 20 de enero de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte va de visita a donde José Guadalupe, el de la Catrina















He oído que vas diciendo por ahí que te he tratado mal, dice la Muerte al grabador. No lo voy a negar. Tus íntimos no tenían la culpa y yo no los elegí por capricho. Pero tuvo que ser. El viejo dibujante se arremangó, corrió pliegos y lápices sobre el pupitre y miró con ojos turbios a la visitante. ¿Vienes porque me ves apesadumbrado y con el hígado débil o porque quieres un retrato nuevo? La Muerte, que está curada de toda clase de espantos, sonrió. No vengo ni por una ni por otra razón. No te tengo todavía en el punto de mira. Estaba de paso y me apetecía conocerte. Él le habló con voz cansina. ¿Y crees que a mí me apetece conocerte a ti? En persona solo conviene verte una sola vez y para siempre. Y si es posible de manera inesperada. Pero ahora llegas, entras en mi oficina, te paseas por la imprenta que apenas saca ya trabajo, y me dices optimista que solo es para verme la cara. En realidad he venido para agradecer la imagen que creaste de mí, respondió ufana la Muerte. No es eso lo que había llegado hace años a mis oídos, dijo el otro. Todos decían: a tu Catrina no le ha gustado ni la cara que le has puesto ni el nombre de bautizada. Los vecinos que me querían mal o simplemente gastarme el chiste me avisaron: no te andes descuidado, José, que si puede la cruel te buscará. La dama suspiró. Pues ya ves que no, José, soy más flexible y tolerante, sobre todo con los hombres que muestran agudeza.

La Muerte corrió una silla de anea y se sentó al lado del viejo ilustrador. ¿Sabes? Tuviste mucho ingenio. A mí nunca me importó que me sacaras huérfana de carnes en tus papeles. Además el sombrero floreado era gracioso. Y si a la gente le ha gustado, ¿qué podría objetar? Te revelaré un secreto. Yo me adapto a todo. Si tengo que ser un personaje severo, lo soy. Si alguien me ve como una actriz de comedia, me falta tiempo para brindarme a su voluntad caprichosa. ¿Que para otros soy el demonio? En los miedos de cada cual no me meto. Que indaguen por qué los tienen. Soy la que soy pero no soy el Mal. El Mal es otra cosa y lo habéis inventado los hombres. El bueno de José se echó hacia atrás en su asiento raído.  Ahora yo te haré otra confidencia. No dibujé a la Catrina pensando en ti, ¿te sorprende? Ni siquiera se llamaba así al principio. Ella era parte de un cortejo de personajes ridículos a los que yo satirizaba. ¿Que con ello perseguía mi pequeña y limitada venganza? Tal vez, y eso que siempre he tenido muy claro hacia quién iba dirigida mi ira. No como tú, que te despachas a gusto con todo el mundo.

Por un instante la Muerte, que piensa en humano, además de hablar el lenguaje de todas las demás especies, se sintió tocada. Pero no mostró afectación alguna. Echó un vistazo al local, donde se exhibía un innegable abandono, y bostezó. Llega un momento, dijo, en que me aburren los discursos humanos. Mi misión no es favorecerlos sino hacer que otros los ignoren y se libren de angustias. Créeme, José, que me cuesta permanecer al margen de vuestras manías. En ocasiones hasta me entretienen. El dibujante, no obstante la actitud sincera que trataba de mantener la Muerte, desconfió. ¿Te ha molestado acaso que durante estos años haya convertido a los paisanos en sombras huesudas que compiten contigo?, le preguntó dirigiéndola una mirada incisiva. Nadie compite conmigo, dijo ella. Es cada hombre el que compite consigo mismo y abrevia o alarga su tiempo. Yo solo aparezco cuando cada uno de vosotros me avisáis. Te insisto una vez más. Tu obra gráfica me ha gustado siempre. ¿Por qué no representarme con el desenfado con que tú lo has hecho? ¿No hay acaso mayor talento que hacer una vida paralela de tus compatriotas, descarnándolos y haciéndolos cabalgar como esqueletos a través de sus peripecias cotidianas?

José movió la humanidad de su cuerpo en dirección opuesta a su hígado. Ofreció a la dama beber de una botella de tequila, pero ella rechazó. Me entra carraspera, dijo, y eso asusta a la gente, que piensa que tengo el tifo. Pero quiero decirte algo más. La gente de tu país me teme y, sin embargo, muchos me invocan a menudo, y no precisamente en broma. Así que el hecho de que me hayas convertido en una caricatura no me desagrada. Que hagan fiesta con esa mofa sana contra mí es bueno. Que fabriquen máscaras de catrinas y jueguen en sus fiestas a ser yo no solo no me importa sino que me divierte. Si eso les libra de pesares y angustias me parece inteligente. Diría más, es hasta saludable. Pasarán muchos años, tal vez se hayan olvidado de ti, José, pero no de la hija que creaste. Por mi parte, cuando tú no estés, seguiré mirándome en tu Catrina como en un espejo. Te aseguro que no ahorraré carcajadas.




(Ilustración de José Guadalupe Posada)

sábado, 18 de enero de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte y la ejecución













Al levantar el verdugo su alfanje el mísero rebelde exclamó, ronco pero contundente: ¡quiero vivir! El verdugo no estaba acostumbrado a que los reos expresaran lamentos tan convincentes, sin subterfugios. Había oído en otras ocasiones el grito angustioso, pero del que siempre cabía la duda, de soy inocente, o bien, muero mártir por la causa del Elevado, cuando no el desolador lamento de tengo hijos y qué será de ellos. Los que estaban a punto de ser ajusticiados siempre buscaban justificaciones que nadie tomaba en consideración en el instante atroz. Pero aquella exclamación sucinta, nítida, comprensible, petrificó al ejecutor. Las autoridades se miraron perplejas. El público asistente al ritual contuvo su expectación. El verdugo no había dudado jamás. La Muerte, confundida entre los sedientos mirones, dudó también. 

No había cadalso. Para un solo hombre no hace falta erigir tribuna alguna. No era alguien importante. Una simple piedra, mellada por las incontables ocasiones que había jugado su papel, hacía de lecho de muerte. La Muerte había asistido a otros actos de esta clase, pero en esta ocasión la fe en su cometido quebró.  Otras veces, pensó, cuando los delincuentes se ven en tal extremo se resignan. Blasfeman, insultan a los jueces y policías, ríen como enloquecidos o callan como si ya hubieran entrado en el estertor. O incluso se precipitan a recibir el tajo fatal. Pero este hombre lanza una imprecación sencilla. ¿Merecerá por ello un perdón? Pero la Muerte sabe que las autoridades suelen ser inclementes y no gustan de dar marcha atrás. Tuvo curiosidad por saber del reo. ¿De quién se trata?, preguntó a un vecino de mediana edad que se encontraba a su lado entre la turba. Es un hombre noble y elemental, le informó. No ha engañado, ni robado, ni conspirado, ni abusado de persona alguna, ni se sabe que se haya prestado a corrupción. Entonces, intervino la Muerte, ¿por qué se le va a ejecutar? Porque es pobre, respondió el otro. Pero hay tantos pobres, argumentó la Muerte, y son aceptados y no por ello se les lleva a perecer. Sí, pero este razonaba por qué era pobre y eso no gustó nunca a la máxima autoridad de la provincia.

La Muerte, que puede tener otros defectos pero es muy sensible ante la injusticia, se indignó. El cielo se iba encapotando poco a poco; sopló una oleada de aire frío; el viento agitó los pendones con inscripciones santas. De pronto el hombre, encadenado, genuflexo ante el ara del sacrificio, volvió a alzar la voz: ¡Quiero vivir y viviré! La plaza pareció desaparecer, como si la ciudad entera viajara a su pasado inexistente y tuviera que ser refundada. Aquella afirmación, que expresaba no solo un deseo sino que daba por hecho lo contrario de lo que iba a ser obvio de un momento a otro, dejó boquiabierto a todo el mundo. El verdugo miró a los alguaciles. La masa humana se volvió hacia la autoridad delegada. La Muerte giró la cabeza hacia su vecino y este se miró en los ojos vacilantes de ella. 

Comenzó una lluvia torrencial, inusitada. El gentío echó a correr para refugiarse. Los jueces y los alguaciles se retiraron hacia sus oficinas. El verdugo no sabía qué hacer porque nadie, en la presura de la incidencia climática, le dio órdenes. Recogió su espadón y dejó al reo solo. La Muerte, que no se siente nunca afectada ni por la lluvia ni por el calor, se dirigió hacia el hombre, que comenzó a reír con euforia. ¿Crees en la salvación?, le preguntó. Creo en lo que acabo de ver. En que todos han vacilado, lo cual quiere decir que nadie estaba seguro de que yo fuera culpable de mi propio destino. ¿Te parece que el destino es una culpa?, insistió la Muerte. En muchos casos, sí, y en el mío iba a ser la perdición.

Entonces la Muerte no quiso saber más del hombre. ¿Cómo iba a poder explicar a aquel individuo honesto que ella había titubeado? Y tomó el camino de salida de la ciudad.





(Ilustración de William Blake)


miércoles, 15 de enero de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte culta
















A la Muerte le gusta pasear por los museos.  Aquella mañana gélida de invierno el museo elegido estaba poco concurrido. El frío retrae mucho a la gente, le dijo el cicerone, ni siquiera está previsto que vengan hoy escolares. Así que tengo todo el tiempo del mundo para ponerme a su disposición. Oh, no, no se apresure en ponerse a mi disposición, con que me indique el recorrido me doy por satisfecha, le advirtió amablemente la Muerte. ¿Quiere ver todo o solo una parte? Nuestro museo es extenso, le advirtió el hombre, mejor le acompaño. Ella, que desde siempre se sentía muy atraída por todo lo que significa representación humana, incluso más allá de sus actuaciones concretas, prefirió centrarse en el tema que le competía. Se lo hizo saber. Muéstreme lo que tengan relacionado con el fin del hombre, dijo delicadamente para no asustar al vigilante. Vamos, lo que quiere ver son obras relacionadas con la Parca, respondió el encargado. Puede decirlo claro, uno está hecho a los caprichos del visitante. La Muerte estuvo a punto de molestarse. Hasta en un museo la aplicaban un mote. Hizo caso omiso, pero se sintió obligada a justificarse para no provocar suspicacias. No piense que soy una aficionada a las escenas patéticas y menos a las fúnebres, simplemente es que siento curiosidad. El cicerone le guió de manera directa y precisa hacia aquellas obras que consideraba tenían que ver con lo que pedía. 

Todos esos cuadros de la pared son imágenes de antiguas batallas, le indicó el cicerone. ¿Qué se puede esperar de un combate? Que haya vencedores y vencidos, y que corra la sangre, como en las carnicerías. A la Muerte le pareció una comparación ingrata, pero no la impugnó. Realmente, dijo, era y es así, matanza y más matanza, sean cuales sean los tiempos, las guerras y las armas utilizadas. Estoy de acuerdo, señora, replicó el hombre, que se sentía complacido por el razonamiento de la visitante. Se ve que entiende de temas históricos. Mire, venga por aquí. Entraron en una sala de esculturas. Ella se detuvo ante un conjunto con dos personajes en que uno era una mujer que se dejaba caer hacia atrás, como muriendo, mientras un efebo con alas, a su espalda, la sujetaba por el torso. Eso no le va a interesar, dijo el guía. Pero ella muere, ¿no?, se atrevió a señalar la visitante con agudeza intencionada. Ella muere, respondió el guía, pero él la rescata, entonces no se puede decir que muera, sino que lo evita. Él es el Amor, al decir de los clásicos. De la mujer dicen que representa a Tánatos, pero es demasiado hermosa y tiene una afectación tan sensual que me cuesta creer que se trate del hecho de morirse. Entonces a la Muerte le tentó barrer para su patio. Acaso la muerte sea un acto de amor, dijo. Y que los antiguos lo percibieran así, como una doble personalidad de los individuos. Como una pulsión que los sacude y encarna el precio del vivir, arriesgó. Pero el hombre no lo entendió o no quiso entenderlo. Sí, es evidente que hay amores que matan, se ha dicho siempre, afirmó chistoso. Pero no olvide que el conjunto es algo simbólico, parte de un mito. 

Siguieron avanzando. En esta otra sala hay una escultura que puede que le repugne, le indicó el guía, yo le aviso. En un rincón destacaba una talla de madera de la estatura de una persona normal. Era un esqueleto mostrando el cráneo con unos pelos colgando, las oquedades de sus ojos, las costillas bajo las cuales asomaban gusanos, las vísceras deshilachadas sobresaliendo del abdomen ya descarnado. La Muerte lo observó sin impresionarse. ¿Quién puede haber realizado este trabajo tan exagerado? La muerte no es así, dijo con desdén. Hay artistas, replicó el otro, que no saben qué hacer para llamar la atención y asustar a la gente. Aunque seguro que fueron quienes le encargaron la obra al tallista, ya sabe, esos que siempre han hablado de la muerte y del infierno para darnos miedo, quienes le impusieran cómo debía de ser. Pero causa el efecto contrario de lo que pretendieran. Los escolares, cuando ven esta escultura, se parten de risa. A los adultos les produce morbo, aunque aparenten rechazo. A mí me parece sencillamente de mal gusto, aseveró la Muerte, alejándose.

El hombre la fue llevando sala tras sala, en busca de nuevos objetivos que interesaran a la forastera. Hablaba sin parar, dando mil explicaciones que le traían al fresco a la Muerte. Ella, mientras, pensaba en las infinitas representaciones que habían hecho los hombres acerca de su labor. Se sorprendió de que guardara tan mal registro de la Historia, no recordando el amplio repertorio de maneras por las que los hombres se despedían de la vida. Esta es una sala muy especial, dijo el cicerone al traspasar una puerta que daba a un espacio mediano, de paredes color almagre que recordaban lo pompeyano. La habitación estaba ocupada únicamente por la escultura de otra pareja, de dimensiones casi humanas. A diferencia de la que había enseñado antes esta escultura era en apariencia más sencilla de interpretar. Un hombre y una mujer se hallaban sentados apaciblemente al modo romano, como si se encontraran en un convite, platicando entre ellos, exhibiendo una sonrisa especial, magnética.

La escultura maravilló a la Muerte. Rodeó a los amantes, acarició los cuerpos que se exhibían rebosantes de salud y bienestar, se admiró de la expresividad sumamente alegre y vital de sus rostros. ¿Qué tienen que ver estos dos con la muerte?, preguntó de pronto. He ahí el triunfo de la escultura, saltó el guía, encantado de la pregunta. Son dos esposos que se quieren o se quisieron, y están sentados sobre su propia tumba. ¿No es hermoso que vinculen la trayectoria de vida familiar, íntima, con su propio fin o lo que creyeran que había más allá? La Muerte se quedó pensativa y le dieron ganas de decir: ¿por qué se obstinarán tanto los hombres en pensar que hay algo más? Pero de nuevo calló, pues si algo había aprendido de su misión era a mostrarse cauta. Aquí no hay triunfo de la muerte, dijo alarmada. En efecto, replicó el otro. Observe, observe. La pareja está distendida, entregada a una charla amena, ríen más que sonríen, y vea cómo gesticulan con las manos. Y él tan protector con ella. ¿No es hasta entrañable? Pero eso sí, debían ser ricos. Los colgantes les delata. La Muerte le cortó. ¿Esta obra habla de amor realmente o es una pose de encargo? No puedo creer que debajo haya un sarcófago donde se pudran sus restos, comentó con mal humor. ¿Y qué lo mismo da?, dijo el vigilante. Si ellos se lo montaron bien en vida, si disfrutaron de sus bienes y caprichos, también de sus amores, porque yo no me creo que ambos permanecieran fieles siempre, ¿qué temor podrían tener a morirse? La Muerte miró con mirada desdeñosa al cicerone. Estuvo a punto de replicar: pues eso, el miedo a perder todo, pero prefirió respetar las opiniones escuchadas. Luego cayó en una pausa silenciosa, ausente. A los hombres no les sacas de su mundo de ilusión ni les bajas del monte de su ambición, meditó filósofa. Viven como si no les preocupase que algún día apareceré y llamaré a su puerta. Pero ¿acaso esa manera de vivir que tienen no cuestiona mi victoria? 





lunes, 13 de enero de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte perpleja

















Abatida por su escasa influencia sobre algunos individuos la Muerte se sienta meditabunda en el umbral del ocaso de la jornada. Muchos creen, piensa, que es la hora preferida para que yo entre en acción. Otros comentan que más bien se sitúa en la madrugada, próxima ya la hora del amanecer. Son figuraciones de los hombres. No me siento especialmente atraída por el atardecer, pues degusto como nadie las puestas del sol. Ni me mueve la hora del alba si no es para contemplar cómo el sol inicia un día más su andadura. Además, no sé si las gentes se han dado cuenta de ello, yo no tengo horas. O bien todas las horas se encuentran a mi disposición. Los hombres están muy confundidos conmigo. Piensan que les quito todo y que yo misma soy la negación de todo lo existente. No saben de mis goces, que no tienen que ver con quitarles la vida. Porque yo no disfruto enviándoles de nuevo al territorio sin espacio ni tiempo de donde han venido. Yo acompaño benévolamente a los hombres y me pongo en su lugar en cada uno de sus actos. No saben bien ellos las ocasiones que día a día les acechan por donde pueden dejar de estar.

Yo soy la primera nostálgica que sufro por llevar a cabo mi cometido. ¿Acaso me entiende alguien? ¿Por qué se preocupan tanto los humanos cuando actúo? ¿No saben que lo hago por su bien? Les aparto de las insatisfacciones, les libro del dolor, les limito el riesgo de un futuro que solo les puede deparar incertidumbre. Pero ellos no me miran con la misma correspondencia. Y les oigo hablar con desprecio y odio de mí. Me llaman tirana. Me ponen apodos. Me insultan. Reniegan de mí, ignorantes como son de creer que por utilizar su árbol de palabras fecundas conjuran mi propia existencia. Pero no me molesto. En realidad es perplejidad lo que me causa la actitud humana.  

Hace poco me encontré de frente con una persona de la que no cabía esperar mi intervención. Tenía corta edad, aunque hablaba con dulzura. Y manejaba divinamente, perdón, las palabras. Tú, ¿quién eres?, me dijo. ¿Por qué te disfrazas así? Me miré y no advertí en mí ninguna cobertura especial. No sé, ¿de qué me disfrazo?, respondí vertiginosa y preocupada. La criatura no se intimidó. Vas vestida rara, y ya te he visto otros días merodear cerca de mí. Cada día te pones ropas diferentes, te pintas con colores exagerados, haces piruetas extrañas, vas y vienes indecisa a todas partes. El niño me desarmó. No había pensado nunca en que los humanos me podrían percibir de tantas maneras. Ante su desparpajo solo se me ocurrió rebajar mi apariencia presuntuosa y decirle humilde, y también mentirosa: es que no me entiendo, ¿sabes?, me pasa con frecuencia. ¿Tal vez no te gusto? Pero él parecía interesado en razonar, algo que he observado que suelen ejercitar más los niños que los mayores. A mí me da igual, dijo, pero si crees que por hacer tanto teatro vas a conseguir que vaya a actuar en tu compañía no cuentes conmigo. Tengo que aprender aún muchas cosas. Y sobre todo crecer. Porque crecer es estar interesado por todo lo posible de este mundo, eso dice mi padre, y yo no quiero traicionar a mi padre.

Desde aquel día el niño no volvió a verme en su cercanía. A veces paso por el barrio donde vive, observo a distancia que juega con su panda, que se dirige a la escuela. Sonrío y a la vez me entra un sentimiento de impotencia grande. ¿Por qué no puedo llegar a todos los hombres? Claro, que luego se me pasa. Hay humanos de sobra y puestos a elegir prefiero hacerlo con gente más desgastada y con escasas ganas de seguir viviendo. Algo aprendí de aquel diálogo con el chico: que me había obligado a elegir y a no actuar a ciegas. ¿Sabré mantenerme así?




(Ilustración de William Blake)

sábado, 11 de enero de 2020

Contra aforismos a Esteban Vicente




He aquí un libro pescado muy barato el otro día en una librería de viejo. Estas tiendas son océanos, y más si están nutridas de material bélico. Son un río revuelto donde la ganancia de pescadores está en tu mirada, es decir, en tu búsqueda. Uno no busca antigüedades, ni siquiera antiguallas, de papel. El exterminio de las modestas bibliotecas de gente mayor que muere está a la orden del día de mano de sus herederos. No todo son colecciones o libros de kiosko, hay ciertas joyas textuales que conviene no desdeñar. Por ejemplo, este libro catálogo donde reproducciones de pintura y textos del pintor se alían para que uno, que va poco a poco enterándose de lo amplio, largo y profundo que es el mundo incluso próximo, se recree con otras opiniones.

Esteban Vicente (Turégano, 1903- Nueva York, 2001) Como había sido republicano en España, al perder la guerra se exilió a Nueva York, adquiriendo la nacionalidad estadounidense. Se le incluye entre los pintores del expresionismo abstracto, que es todo un mundo sobre el cual se podría platicar y sobre todo sentir y captar. En el libro hay diversos textos, me han interesado sus expresiones aforísticas sobre la pintura y los pintores. Habla, en píldoras condensadas y sabrosas, sobre el color, la pintura y los pintores, el cuadro, el arte. Y voy y tomo algunas y las retuerzo, yo que soy poco entendido en el arte plástico, pero como buen diletante no me corto a la hora de opinar. Como en general hacemos los españoles respecto a la política, por ejemplo, o respecto a las costumbres del prójimo. Solo tomo algunos aforismos respecto al color. En negrita lo que Vicente dijo. En cursiva la tontería que me da por decir.


La cualidad del color es la luz.
                                                 La luz nació en el Universo sin cualidades.

El color significa luz, si uno quiere expresar color.
                                                                            Poco podría el color en las oscuridades. Y sin embargo también en estas existe.

El color es difícil de entender. Primero hay que dominarlo.
                                                                                        Dominar es domar, y el color, con la luz detrás, no se deja fácilmente. Aunque el truco de un pintor es hacer que nos lo creamos. 

El color en la pintura es la relación entre los colores.
                                                                             Naturalmente se atraen o se repelen, en función del lenguaje y la intención del artista.   

Cuidado con el blanco, es un color muy complicado.
                                                                                    Algunos dudan de que exista. E incluso llaman blanco a lo que no es blanco.

La pintura tiene que ver con el color, no con los tonos.
                                                                                       A los tonos les gusta jugar y perturbar el color.

Mantén un color más luminoso, no tan opaco.
                                                                         Comunión del ojo con la luz. La complicidad de la mirada con el objeto puede traicionarlo.

Todos los colores tienen que ver con la luz del sol. El negro absorbe todos los colores y no los refleja, así que es opaco.
                                         El negro, ¿acaparador o preservador? En cualquier caso es un color que echa un pulso por doquier con los demás colores. ¿Para apoderarse de ellos y encerrarlos? ¿Para reducirlos a la mínima expresión? ¿Para invocar el caos? ¿Para reflejar la nada?

Si quieres obtener el gris, tienes que usar colores complementarios: naranja y azul, amarillo y violeta.
           Difícil imaginarlo en el diletante que escribe. Salvación: miro por la ventana. La niebla de altura media grisea el paisaje. Solo me queda imaginar la combinación en la paleta. 

El efecto físico de los colores, no solo con respecto al ojo, sino con respecto a los otros sentidos: una sensación física.
                          Casi siempre intrafísica, donde el artista es intérprete que bucea. Pero ¿y si fuese el médium con tras dimensiones y otros colores no captados en nuestro entorno?  

El color no se sostiene solo.
                                         ¿Recurren los artistas a una arquitectura de las formas, incluso abstractas, para sostener el color?

Contrastar el principio de armonía.
                                                        ¿Será parte de la doma de los colores por parte del pintor? ¿O el paso final?

Delimitar las superficies.
                                        Como una manera de dar valor a cada color sin que se quejen de agravio comparativo. Valor para un significado concreto, diferenciado, plenamente luminoso sin interferencias entre los colores.

El blanco es volátil. El negro es permanente.  
                                                                       Permanencia de la ida y venida de lo aéreo. Fugacidad de lo opaco porque aunque no lo veamos, vive en una colisión interior al absorber todos los colores.



Etcétera. Por supuesto, hay muchos más, pero no quiero aburriros. A ver qué colores me pinta, nos pinta a todos, el día de hoy.

En Segovia hay un Museo Esteban Vicente, para quien le pille cerca o de paso:






viernes, 10 de enero de 2020

Los tactos del fuego, de Joan Vinyoli al aficionado




Leer a Joan Vinyoli (Barcelona, 1914-1984), mientras tomo un verdejo de Rueda con unas patatas a la riojana. La cocinera es dominicana y la barwoman marroquí. Obsérvese los territorios recorridos en servicio de aperitivo. Leo al poeta por ver si aprendo algo que antes no he sabido y disfruto lo que no había catado. El siguiente poema figura en la antología La mano del fuego, publicado por Editorial Candaya.


Autorretrato a los sesenta y cinco años

Mírame la cara encendida
de sátiro viejo. Qué vinoso
color de vida muy vivida,
ya no recuperable. Vasos vacíos.
Recojo, sin embargo, uvas con una falsa
voracidad y me embriago
con el vino de los años. Y ando a tientas, palpo
paredes de oscuridad, sin tocar ya nunca
el cuerpo de melocotón de ninguna mujer,
porque ya no estoy enamorado.
                                                Malogrado
tiempo de la vida, éste, sólo para chapotear en él.


De Joan Vinyoli no había leído nada, perdón por ello, hasta ayer, y se cruza con una ocurrencia mía, que la dejo aquí:


Los tactos perdidos

Corrido ya gran parte de tu tiempo dices
no cansarte de haber sido un diletante.
Tanta afición te hizo coger el gusto
menos por lo aparente que de lo sentido.
En ello estás aún depurando
cada día lo sobrante, empeñado
en vivir vidas imaginarias en el reducido
espacio, que no sabes si ha ensanchado o encogido,
de tu cuerpo de ignorancias,
esfuerzo vano, tal vez presuntuoso.
Aún sorbes ciertas sílabas ajenas, ¿qué esperas de ellas?,
pero miras con recelo gestos inexpresivos
vaciados por las prisas,
que quieren imponerse a las palabras.
De pronto, cuando menos lo esperas, aparece
el recuerdo de otros lenguajes desusados,
y hay uno plural que te asalta
desde la trinchera del olvido: las caricias.
¿Acaso estas no decían lo que luego trasladabas a un poema?
¿No te ardían como tacto de un fuego
cuyos rescoldos mimabas hasta el cenit de la fantasía?
Te sientes parco hoy en la traducción de aquellas quimeras.
Y algo dentro de ti advierte con voz ronca:
no te abandones a los presagios más provectos.
Rescata sensaciones inauditas antes de que aquel tacto de fuego
se convierta para siempre en cenizas.
No pongas reparo a los sueños alocados.
Los eternos aficionados a la vida siempre se resisten,
negando la sonrisa a la gran ladrona.



miércoles, 8 de enero de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte infeliz




















Aquella noche la Muerte se camufló de sueño. Como hasta entonces no había logrado arrastrar al hombre hasta su predio cambió de táctica. En una ocasión lo había puesto en primera línea de Verdún, pero se le escapó por los pelos, asaeteado por metralla que no fue letal. Otra vez estuvo a punto de hacerse con él cuando circulaba en bicicleta entre el tráfago de la gran ciudad. Pero el camión que repartía la leche, y se disparaba a toda velocidad con los frenos rotos, se incrustó contra el pretil del puente un instante después de que pasara. Lo intentó de nuevo, y ahí la Muerte se las prometía muy felices, cuando el hombre, metido a albañil de un moderno rascacielos, cayó desde varios metros de altura. La Muerte no se había informado de que el día anterior la dirección de la obra había colocado una malla de seguridad para cumplir las normas legales. En otra ocasión, la fatal se sirvió de una ominosa y traidora gobernación en la patria del hombre para conseguir que fuera hecho preso y conducido a un campo de exterminio, de donde nadie salía vivo. Ya se había dado la vuelta la muerte, dejando atrás el cartel de Arbeit macht frei, ensamblado en el portalón de entrada, e incluso se había olvidado del todo de él, cuando un día lo volvió a encontrar, ni demacrado ni flaco, caminando por el parque donde los niños miran los cisnes y los novios se solazan a la caída de la tarde. Vio la Muerte que el hombre hablaba con un conocido y puso oído. No me escapé, decía al amigo, simplemente me pusieron de recadero del oficial mayor y un día su hija, que se había encariñado demasiado conmigo, no me dejó volver. 

La parca se tiraba de los pelos por no encontrar manera de conducirle al puerto seguro que dicen que hay tras la travesía de cierto lago. No cesaba de hacerse preguntas. ¿Será este hombre un designio celestial? ¿Una especie de divinidad del azar? ¿Una apuesta humana de los dioses inmortales? Entonces se dijo: si no puedo por las buenas, lo haré con perfidia. Si no se me reconoce mi autoridad, simularé ser un paria como él. Y así decidió entrar en los sueños del hombre cuando este se hallaba profundamente dormido.

Pero en los sueños nada es lo que parece. Y la muerte advirtió la cantidad de vida imposible de capturar que había allí dentro. En aquel espacio sin límites y desordenado no le resultaba fácil hacer misión. Si no puedo vivir la vida como los humanos, porque soy la Muerte, al menos voy a gozarla en los sueños de este hombre, disfrazada como uno de sus personajes soñados. Y fue así como la Muerte probó la miel y la hiel de los sueños, donde hay vida y hay desaparición sin que afecte al soñador, y quedó prendada de aquel ámbito que parecía el que ella había conocido, pero tan diferente de donde había medrado siempre. Un territorio que se ensanchaba y se encogía, que cambiaba de volumen y de forma, que admitía personajes usuales pero también espectros, que se medía por tiempos desprovistos de tiempo y por paisajes opacos y nebulosos. Y donde los individuos correteaban tan pronto en direcciones semejantes como opuestas, ora agitados, ora pasivos, ora inalcanzables.

Cuando el hombre despertó la Muerte había quedado atrapada en un espacio laberíntico, indescifrable para ella. Desde entonces no hay síntomas de que el hombre vaya a morir, no obstante los años que sigue cumpliendo. Ciertamente se cuida, y trata de dormir lo menos posible. Y cuando alguien le espeta: vas a enterrarnos a todos, o bien, va a resultar que eres eterno, él responde: quia, no, eterno no. Simplemente que la Muerte no da conmigo.    




(Grabado de Hans Holbein, Colección Gelonch Viladegut)

martes, 7 de enero de 2020

Vivir al límite los españoles, breve pensamiento impuro




Los acontecimientos por los que atraviesa el país me hacen pensar si no será que a los españoles nos gusta vivir al límite. Como un juego, como un espectáculo. Como si cada uno de nosotros estuviera solo en el mundo y no le importara correr sus riesgos, y no repercutiera en otros. ¿Será el individualismo atroz, pero también ignorante y malsano, del que ya nos hablaron en la infancia, por cierto con mucho cinismo, quienes cortaban a sangre y fuego cualquier atisbo de cooperación? En ese vivir al borde de los peligros, producto de la falta de entendimiento previo, pero también de un déficit de conocimiento general, de cultura política y de voluntad constructiva, asoman los instintos primarios. Yo no puedo, pero voy a hacer lo posible para que tú tampoco puedas. Yo no tengo suficiente carrera, pero voy a ponerte a ti palos en las ruedas para que te caigas. Yo no sé, pero haré lo que sea para que nadie sepa. Yo no tengo argumentos, o si los tengo no sé plantearlos pacíficamente, y voy a insultarte. En fin, no entro en detalles. El que quiera estar informado, que se informe. El que quiera tener visión, que supere la miopía. Quien piense que todo es desacuerdo y confusión que piense bien si es así, o solo que quieren algunos que lo sea, y que analice las causas, es decir, quiénes procuran la confusión y el desacuerdo, y están interesados en que cunda el desastre. Porque algunos, justo aquellos que más invocan la Constitución y el nombre de España de boquilla, pero que con hechos dan la espalda a ambos conceptos,  ya han traspasado la línea del respeto y la tolerancia, es decir, lo que los anglos llamarían fair play. Ya se han dedicado a convocar manifestaciones "preventivas" de sus propios fanáticos, a utilizar las redes para extorsionar y difamar, a convertir un poco las sesiones del Congreso en un apéndice del venezolano, por ejemplo (ver las imágenes de esta Cámara de ayer) No sé lo que nos deparará el día, pero pase lo que pase solo anhelo que dejemos de vivir en los bordes del abismo. ¿Querrán todos?




(Ilustración de Manel Vizoso, http://cachondodejahve.blogspot.com/ )

lunes, 6 de enero de 2020

Me había pedido a los Reyes Magos...



...pero no me lo han traído.

Y una cosa me queda clara: los Reyes Magos tampoco son los diputados y senadores. Ni  los banqueros. Tendré que seguir pidiendo, pues dentro de un año, vayan ustedes a saber qué necesitaremos.

Dejo aquí la viñeta de El Roto, aparecida hoy en El País:




(La fotografía de arriba la he tomado de internet, no sé de dónde, disculpas, no soy ni el Mago ni el niño ni el muñeco. Como mucho el balón)


domingo, 5 de enero de 2020

Teruel y yo existimos (y Zamora y Soria...y tú y tú y vosotros...) Y un refugio en la poesía de Luis Cernuda




No sigo ni por televisión ni por radio el llamado debate de investidura. Anda, que no tengo otros quehaceres más gratificantes. Como mucho un vuelo de zaping y ya me dice si el panorama está nublado o aclara. Sí leo y de modo selectivo y con tiempo limitado alguna crónica correcta de prensa y artículos de fondo que me parecen de enjundia y sensatez. Al menos lo busco. No me gustan las formas -no digo ya los fondos- agresivas, mediocres, exageradas, de echar mierda  y sembrar odio de un sector de los diputados amplio, que agrupa a varios partidos. Por supuesto, no me representan, aunque no creo que haya alguno en el que me sienta representado. Lo dejo en el aire. A estas alturas solo creeré en los hechos. Pero de pronto me encuentro en una crónica con estas palabras del portavoz de un partido minoritario, localista, reivindicativo con razón, el de Teruel existe, Tomás Guitarte:  

"Somos gente normal y de la calle, y estoy avergonzado del lenguaje que se ha usado aquí...Seamos capaces de dejar a un lado la preponderancia de las ideologías y pongámonos a trabajar en los problemas de la gente".

Eso me toca, me he dicho. Me llega, piensa como yo, que no soy de Teruel pero soy de todas partes donde me acogen. Tiene que llegar el único representante de un partido pequeño para cantar las cuarenta a la actitud de medio hemiciclo. ¿Vivir para ver?

Me refugio en la poesía, y en concreto en la de Luis Cernuda. En su Díptico español (Desolación de la quimera) escribe:

"Si yo soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.
No he cambiado de tierra,
Porque no es posible a quien su lengua une,
Hasta la muerte, al menester de poesía".


https://trianarts.com/luis-cernuda-diptico-espanol/#sthash.Vnay5mgn.dpbs


(Fotografía tomada de la revista cultural Tarántula)

sábado, 4 de enero de 2020

Leeré a Galdós para consolarme




Decidido. Voy a dedicar el año, o si soy menos presuntuoso diré que al menos las próximas semanas, a leer a Benito Pérez Galdós. No porque se cumpla su centenario de fallecimiento, que de eso ya se encargarán las editoriales y cuantos viven de eventos. Sino para contrarrestar el ansia montaraz y de espíritu de guerra civil que empieza a propagar la secular derecha española, amén de las piruetas del circo separatista. Debo entender, interpretar, aproximarme al conocimiento de esta España nuestra. Aunque me esté pasando toda la vida intentándolo. Ni me llevan al huerto los retrógrados del secesionismo ni los otros carcas que consideran al país, y su gobernabilidad, como finca propia. Estos, los de siempre, incapaces de admitir que puedan intentar gobernar otros que no sean ellos. Y lo que es peor, que tanto los hiper nacionalistas de un signo como los de otro están dinamitando las reglas de convivencia y de pactos constitucionales. Utilizan la Democracia, por muy formal que esta sea y por muy insatisfechos que nos deje a algunos, pero de momento no hay otra, para barrer hacia sus ambiciones y negocios particulares. Porque este es el fin que pretenden, aunque se justifique con ideas, valores o demagogias de difícil demostración cara al bien colectivo. 

En fin, leeré a Galdós, y principalmente sus Episodios Nacionales, para saber de ese siglo XIX que parece no haber desaparecido del todo del país actual. Y para consolarme. Solo el conocimiento racional aporta consuelo. Y comprensión. Las emociones solo sirven para justificar los desencuentros en que los españoles se embarcaron en otros tiempos y que da la impresión que ahora algunos pretenden perpetuar. Y para cometer tropelías con sus perversas ideas, que las venden como sublimes.


NB. Después de escribir este texto instintivo, he leído un artículo de Almudena Grandes en El País que me ha parecido inmejorable e imprescindible, adjunto el enlace:

https://elpais.com/cultura/2020/01/03/actualidad/1578059139_077727.html




miércoles, 1 de enero de 2020

Naida. Las dudas del regreso




Emina y Naida, desde el reducto de sus ausencias, habitan en las dudas. ¿Crees realmente que deberíamos volver?, pregunta Emina por preguntar. Tú al menos has venido a buscar un trabajo, o eso dices, aunque también te sirva de excusa. Pero yo, abandonando la obra que debería terminar, ¿no estoy yendo contra las reglas de la cordura y la madurez? Naida, acariciando el pelo de Emina, rompe la pregunta. Nada es casual, nada es preparado, dice. Sean cuales sean las razones que justifiquen nuestra fuga de Sarajevo nos merecíamos este espacio de búsqueda que ha fructificado en encuentro. No hay ni principio ni fin nunca. Las personas solemos buscar y creemos hallar, pero todo hallazgo conduce a una nueva búsqueda. Buscamos una actividad, una manera de ganarnos la vida, una relación o varias para estar a gusto y practicar la amistad y el amor, y siempre encontramos algo que al menos durante un tiempo nos proporciona satisfacciones. Al logro de alcanzar esas satisfacciones lo llamamos encontrar, un verbo justo y preciso, pero tantas veces poco duradero, si no evanescente. Y en cuántas ocasiones una situación que nos da estabilidad al principio no despliega circunstancias que nos conducen a asumir nuevos riesgos y otras inseguridades. Nunca estamos conformes ni seguros ni satisfechos, dice Emina, asintiendo al razonamiento de su amiga. Pero ¿no tienes la sensación de que un encuentro entre dos es también un encuentro con uno mismo? ¿No ponemos en juego en cualquier relación nuestra manera de ser, que implica pensar y actuar? ¿No nos hacemos partícipes de algún modo de otros y revierte en nuestra manera de ser y de conocer? Naida le interrumpe. ¿Sabes lo que más me gusta de nuestra complicidad, Emina? Que estamos y no estamos la una en la otra. Que respetamos nuestros espacios diferentes, tú en tu tarea con los significados de tu escultura y con tus escarceos con el extranjero. Yo volcada en mi pelea con las palabras, las de otros y las que se van labrando dentro de mí. Emina presiona con el pulgar los labios de Naida. Y con lo que ofreces de ti también al extranjero, matiza. Por eso es necesario volver a la ciudad, para seguir poniendo a prueba el significado de las cosas. De tus literaturas, de mis estatuas, donde no hay solo razones sino también instinto y emoción. ¿O es que nuestro instinto y nuestros afectos tiene que llevárselo solo el amante que compartimos? No hay una dirección única y separada entre nosotras y el objeto que buscamos, sea del material que sea. Material de las palabras, material de la piedra o de los colores, material de la carne que amamos y de las ternuras que ensayamos con otros. Material que nos hace superar el pasado terrible y pensar en que otras opciones son posibles. Naida la mira con el rostro iluminado por el calor de sus expresiones. ¿Será ese hombre nuestro médium, algo así como la conexión entre nuestras actividades y nuestros deseos?, le replica burlona. ¿O acaso la palanca que nos proyecta hacia lo desconocido pero también esperanzador? 

Hay una pausa. La prolongan. Se hablan sin abrir la boca. Se aprecian sin hacer especiales gestos. Se necesitan sin aspavientos. Piénsame entre tus letras, dedícame tus poemas, reclama Emina a Naida. Ofréceme tu obra que habla con lenguaje de alma más que de piedra, responde Naida.




(Fotografía de Inés González)