Las sirenas se sintieron despechadas cuando me hice atar al palo mayor. Revoloteaban locas en torno a la nave. Los demás tripulantes, siguiendo mi ejemplo, buscaron la manera de no sucumbir a los ofrecimientos y tretas de las ágiles nadadoras. Ante la decisión de mis hombres ellas se encabritaron más y pidieron apoyo a los céfiros. Todos temimos que pudiéramos perecer en aquella improvisada galerna, impedidos como estábamos para controlar el timón y los aparejos. Los hombres más rudos, enmaromados a los remos, se veían impotentes para maniobrar y enderezar alguna clase de rumbo que nos permitiera escapar de aquel vórtice. La constante bofetada de océano que sacudía mi cuerpo me imposibilitaba de emitir orden alguna y, lo que era peor, de pensar con serenidad. Mi objetivo era simple. Resistir y salvar a la tripulación. Un único destino sellaba nuestras vidas. O nos salvábamos todos o perecíamos sin dejar rastro de nuestra miserable condición. En pleno abandono, agitados por la furia y las proposiciones de aquellos seres fantásticos, perturbados por el cansancio y el incontenible deseo que hace enfermar a los navegantes que llevan tiempo sin pisar puerto, tentado estuve a ceder y renunciar a la aventura. No pedí ayuda alguna a los dioses, que poco habían hecho hasta entonces por privarnos de dificultades. En aquella situación miserable y de práctica derrota me di cuenta que todo dependía de aguantar y resistir los embates de sirenas, vientos y tormentas. Que, si bien el azar se había portado con nosotros de manera alterna y contradictoria, era nuestra inflexible determinación la que podía inclinar la situación a nuestro favor. Entonces oí la voz firme, no carente de melodía, de la que parecía dirigir el coro de sirenas. Odiseo, tú y tus hombres os perdéis las compensaciones que están en nuestra mano proporcionaros, dijo. Nada habéis conocido antes de tanto cuanto podéis obtener de nosotras. Vuestra obstinación os perderá, pues no sabéis si más allá llegaréis a tocar costa. Esta es vuestra oportunidad y, por lo tanto, la verdadera meta. Los hombres escucharon también el contundente argumento y se miraron unos a otros, interrogándose. Yo temí que se rebelasen y se entregaran sin mi consentimiento a las propuestas. Con suma astucia las tentadoras sirenas habían hecho cesar los vientos y rebajar el oleaje, la claridad se apoderó del día, y una dulce calma chicha cautivó a la tripulación, que interpretó todo aquello como un signo de que debían entregarse. Quise elevar la voz, pero no obstante la tenacidad que todos saben que es tan definitoria de mi personalidad, no pude emitir palabra alguna. No porque mi garganta estuviera afectada, sino porque la duda me paralizaba. La suerte estaba echada. Nadie vino a desatarme. La nave vacía y yo nos miramos con repugnancia. Aquí sigo al pairo, esperando que otros navegantes me encuentren. Y, si soy sincero, y a pesar de mi vergüenza, no tengo ánimo de perecer pues sé que un gesto épico, aunque otros me recordasen con fervor pero inútilmente, no podría jamás devolverme la vida.
(Fotografía de Silvia Grav)