lunes, 24 de junio de 2024

No hay tótem sin tabú. O un pequeño trago de Becherovka.

 


¿Se da cuenta de que no hemos hablado usted y yo nunca de cierto tema tótem por encima de todos los temas? Puso cara cínica. Luego me provocó. ¿Qué entiende usted por tema tótem? Busqué sinónimos para desarmar su actitud. Pues algo benefactor, gratificante, compensador, consolador. Incluso protector. ¿Se refiere a negocios y dinero?, y su cara se mostró más cínica todavía. Sospecho que o no entiende a qué me refiero o prefiere soslayar algo que usted siempre oculta, dije aun a riesgo de zaherirle. Ladeó la posición de su sombrero. Ah, claro, usted me pregunta por la bondad del alma humana. O caso por la capacidad creativa de nuestra especie. No exactamente, me irrité. Vamos, amigo mío, estalló por fin. No sea usted ingenuo ni se irrite conmigo. Sé de qué me habla aunque no sé si es algo que merezca una especial consideración, al contrario de lo que le sucede a tanta gente que se llena la boca de verborrea con la palabra.  Porque, dígame, ¿usted piensa que el amor es un tótem? ¿Que nos protege de algo cuando en realidad revienta nuestros instintos? ¿Que nos salva mientras de ordinario aporta frustraciones e incomprensiones varias, no solo entre individuos sino dentro de uno mismo? Pero todos buscamos amor, le interrumpí. Mire, y volvió a ajustarse el bombín, es uno de tantos terrenos idealizados, donde se entremezcla el instinto natural con la necesidad de apoyo o con la exigencia brutalmente congénita de imponernos a través de nuestro innato narcisismo. Indudablemente estaba didáctico, si bien quise seguir dándole guerra. Pero usted amará también, supongo. Rio largamente. Ese tótem que usted menciona tiene tantos rostros como imprecisiones. No hay una definición clara al respecto. Resulta a la larga un saco sin fondo donde todo entra, desde la pulsión más animal hasta la colaboración egoísta que consagra economías compartidas, pasando por la exaltación religiosa de sus dioses o una clase de benevolencia que juega siempre al interés del mejor postor. Busque usted dónde quiere situarse. Elija el lugar, por otra parte cambiable, donde desea sentirse a gusto para obtener el beneficio que le plazca. Llámelo a eso amor y mueva el incensario como hacen los católicos en sus catedrales. Usted sabrá. Pero piense siempre que no hay tótem sin tabú. Y ya debería saber que hay vasos comunicantes entre los opuestos.

Temí haber abierto una caja de Pandora que pudiera traer enemistad entre él y yo. Claramente mi amigo tenía puesta una armadura segura y lo que escribía también formaba parte de ella. Hubo un corto silencio. Sonrió de repente, me sujetó afable por el hombro y propuso con dulzura: vamos a tomar una copita de Becherovka. 



sábado, 22 de junio de 2024

La vida y la muerte desde la colina de Vyšehrad

 



Se lo pregunté a bocajarro un día festivo que subimos hasta la colina de Vysehrad. ¿Piensa usted con frecuencia en la muerte? Esbozó una sonrisa y los ojos se le encogieron. ¿En la muerte como hecho o en la muerte como sujeto?, respondió incisivo. ¿No es lo mismo?, dije. Mientras uno no se muere es un mero hecho ajeno, argumentó. Algo que les ocurre a los demás. Puede doler más o menos en función de la cercanía del individuo que desaparece o de la tragedia con repercusiones colectivas, por ejemplo una guerra. Se estará derrumbando el mundo a tu lado pero si tú te ves y te sientes vivo percibes una alegría interior, enormemente egoísta y por ello más sincera, como si te dijeras: esta vez no es la mía. Amigo mío, continuó su perorata franca, la muerte es una representación como tantas otras, aunque sea más significativa porque es más decisiva. Precisamente por ello, intenté razonar, es un fenómeno que nos tiene más en vilo, un pensamiento que no por fugaz es menos recurrente. Incluso a muchos individuos les asusta si no les atormenta. 

Mi acompañante tosió repetidas veces, contuvo el pecho con la mano izquierda y a la vez inhaló el aire fresco que recorría la altura de la ciudad. Todo lo que tenga que ver con la muerte, dijo, es ficción. Un montaje escénico, donde las religiones, y algunas más que otras, se han prestado siempre a hacer del hecho natural un mundo tenebroso con que afectar a los vivientes. No le voy a discutir de la necesidad humana, sobre todo en las épocas más remotas y oscuras de las sociedades, de generar representaciones que compensaran los límites. Pero esos límites siguen existiendo, le interrumpí. Como imposición personal y también colectiva. Y ya ve que millones de personas no cambian su sistema de representarse el mundo y la vida. 

Mi amigo hizo un alto al comenzar a bajar de la colina. Tomó aire, como si allá abajo pudiera faltarle y quisiera llevar consigo una provisión. Cierto. De ahí que me interese tanto el tema de lo que muchos llaman la conciencia. ¿Ha pensado alguna vez que no tenemos conciencia clara de nuestro nacimiento y que jamás tendremos ni recuerdo ni conciencia de nuestra propia muerte? ¿No le parece la gran paradoja de la vida? Toda la existencia pretendiendo controlar nuestras situaciones y la reacción de nuestras capacidades, es decir viviendo por inercia e instinto, siendo conscientes, que no siempre comprendiendo, de lo que damos de nosotros mismos, para que el alfa y el omega que llevamos cada uno sin revelarse sino en su justo momento  no se nos sometan a control alguno.

Él se detuvo de pronto bajo unos tilos. Quédese unos instantes aquí. No piense, dijo. Respire, compruebe cómo el aroma se reparte por las venas. Déjese llevar por la fragancia de estas flores que crecen hacia abajo, como si desearan hacer felices a los humanos a través de lo sensorial. ¿No le parece que son los sentidos los que nos proporcionan las mayores compensaciones?



domingo, 16 de junio de 2024

El hombre ante la cámara de la posteridad



 

Nos habíamos sentado en un banco de una de las calles de Josefov cuando el acicalado joven me hizo aquella pregunta extraña. ¿En qué piensa usted cuando le van a tomar una fotografía? Tampoco me he hecho tantas, le repliqué mientras hurgaba una explicación en mi mente. Creo que siempre estoy pendiente de la pose que me ordenen. Si estoy en tensión nunca pienso. No ceso de moverme o de intentar ajustarme a las observaciones que recibo. ¿A usted no le pasa lo mismo? Mi amigo permaneció un instante callado. No. Me abstraigo, simplemente. Debo poner una cara o una actitud corporal que nunca preveo, y que queda desvelada al ver posteriormente la imagen. Jamás me preparo, se lo aseguro, se lo pongo fácil al maestro fotógrafo. Pero si se abstrae del momento, insistí, ¿recurre a pensar en los quehaceres del día, por ejemplo? ¿O se queda acordándose de la última persona con la que habló? ¿O se siente instado por algún estado de ánimo que le zahiere debido a alguna preocupación pendiente? Y discúlpeme si me adentro en su vida personal siquiera con arriesgadas hipótesis. Él puso cara evasiva. Ya le digo que me abstraigo, que dejo de ser yo, ese yo de planes y de individuo que tiene que relacionarse con otros. Algo así como si prescindiese de mi cuerpo y me ausentase del porte con que ordinariamente me conocen. Me sorprende que me diga esto, e intenté corregirle. Siempre cuida su exterior, procura ir impecable, atiende a la perfección su afeitado y el modelado de sus cabellos y sabe andar recto, haciéndose valer. ¿Me va a decir que todo eso se viene abajo al ponerse delante de una cámara, cuando es obvio que no es así? No, todo eso que usted señala está ahí, pero yo me desprendo de ese personaje. Me aíslo. Separo lo que ustedes los investigadores llamarían personalidades. Aunque tampoco es exactamente de ese modo. Durante el tiempo que dura la toma he abandonado a uno no para ser otro, sino para no ser ninguno. Humanamente nadie. ¿Entiende ahora que siempre aparezca en las fotografías tan relajado o, mejor dicho, tan condescendiente con la imagen que los demás quieren tener de mí? 



miércoles, 12 de junio de 2024

El niño que pasó a través de una rendija bajo la puerta

 



Sí, en ocasiones me veía pasando a través de la rendija inferior de una puerta. Allá abajo, por donde siempre se cuela la luz de la habitación vecina yo me veía entrando y saliendo en el otro aposento. Qué me tentaba a hacerlo, no lo sé muy bien. La curiosidad acaso, que no tiene adjetivos morales, que es pura como manifestación de defensa de tu propio organismo. La ranura no se abría hacía mí, era yo quien disminuía y atravesaba espacios, atraído por unas voces que tan pronto subían el tono como menguaban. O por unos silencios repentinos que de repente eran quebrados por agudos gemidos. Palabras que vomitaban quejas, que rasgaban reproches, que desparramaban lamentos sin fin. Yo me filtraba aplanado y diminuto por aquel espacio ínfimo, sin lograr distinguir el significado de lo que acontecía al otro lado. Los individuos que allí generaban ruidos y se detenían, que vociferaban y a continuación callaban,  aun siendo conocidos me resultaban extraños. Se turnaban entre la condescendencia y la animosidad. Tan pronto se atraían como se repelían. Rostros de bondad se transformaban en un pispás en gestualidades hoscas. Cuerpos que realizaban aspavientos cargados de energía se trocaban en masas fofas. Movimientos apacibles y ligeros podían desembocar en un instante en ejercicios nerviosos y en desdenes. Caricias amables y tiernas se deslizaban traidoras por el tobogán de los roces molestos. 

¿Qué mundo era aquel tan próximo pero tan ininteligible para mí? Si yo me había encogido hasta límites que me permitieran traspasar fronteras, ¿en qué dimensiones mutantes e inestables vivían aquellos individuos que disponían de espacios más amplios y gratos que los míos, y donde no parecía que se encontraran seguros y sus emociones no se mostraban perdurables? Medroso y observador, ignorado por los presentes, me debatía allí, en el cuarto ajeno, entre seguir presenciando comportamientos que no comprendía o retornar al otro lado de la pared. Respaldado por mi transformación no temía ser reconocido, por lo que podría haberme quedado sin problemas para seguir husmeando. Pero tanta contradicción me resultaba difícil de asimilar y solo me aportaba desasosiego. Tuve la luminosa certidumbre de que era mejor haber visto poco y regresar a mi vida ordinaria y poco estimulante. 

Ya ve usted, qué linea tan fina separa imaginar o confirmar la realidad, sobre todo cuando esta tiene lugar en un ámbito de inframundo. La infancia y la madurez acaso no se diferencian tanto en las experiencias que percibimos, y no sabríamos decir claramente dónde abunda más la ficción. Desde aquellas visiones nunca he distinguido muy bien el sentido de las llamadas y de los avisos. Ni he creído en las advertencias y las normativas. Ni he conseguido armonía al ejecutar funciones y cumplir mandados encomendados. Y muchos días, en mi conducta imaginaria, adopto la personalidad de aquellas figuras que viven en disputa consigo mismas y con quienes les rodean. ¿Pervivirá todavía dentro de mí una especie de curiosidad tóxica?



lunes, 10 de junio de 2024

Los monstruos del hombre del sombrero

 


En el desorden habitual con que se manifiestan los recuerdos de mi mente me ha venido ahora otro de aquellos diálogos breves pero sustanciosos con el hombre del sombrero. Habíamos subido, dando un paseo, hasta Hradcany y a propósito de las gárgolas de San Vito dijo de pronto: los monstruos son tan humanos como los dioses. Él, que no procedía de la tradición iconográfica religiosa dominante, decía sentir predilección por tantos seres fantásticos que poblaban los lugares de culto, los manuscritos antiguos y la literatura en general, incluso laica. Cuando yo le recordaba al Golem, él asentía. Sí, las leyendas judías siempre han tenido muchos personajes fantásticos, pero creo que la tradición cristiana ha sido más multiplicadora. ¿Sabe por qué? Le dije, no, ¿por qué? Porque los seres fantásticos y los monstruos son personajes de carne y hueso y no son difíciles de inmortalizar con palabras o escultura. Tal vez por ello los de su religión, y disculpe que le meta en el ajo aunque sé que usted es un librepensador bastante crítico, han expurgado, o al menos lo han intentado, sus demonios interiores convirtiéndolos en ídolos, dignos de exaltarse o de condenarse, por supuesto. 

Aquel mediodía el hombre del sombrero me asombró. Nunca le había escuchado tal aleccionador. Con esto, prosiguió, no le quiero decir que tenga razón. Son observaciones que hago y que distan mucho de tener base científica. ¿Por qué dice que los monstruos son tan humanos como los dioses?, le interpelé. Mire, pienso que ambos proceden de la misma cuna y probablemente terminen en el mismo sepulcro. Hay muchas culturas, algunas poco conocidas aún, en que las divinidades tienen corporeidad fantástica y rostros terroríficos. ¿Van a valer menos para los creyentes que las adoren que las imaginaciones reducidas de las religiones que se basan en el libro proporcionado por lo hebraico? Pero si vamos más allá verá que la vivencia peermanente entre animales y hombres ha sugerido una simbiosis recurrente y a la vez cambiante en la mente humana. Los humanos han utilizado características animales para dotarse a sí mismos de autoafirmación y a la vez de autocomplacencia y de algún modo se han revestido con la representación animal. Esas gárgolas, serían un ejemplo, o los manuscritos medievales sobre el Apocalipsis, o toda la parafernalia de los templos hinduístas pletóricos de dioses y animales extraordinarios que son y no son una cosa u otra, según dicen. Por no citar genios y demonios, que son conceptos antiguos que luego han sido reinterpretados de modo equívoco. Pero, ¿no le parece que va más allá la simbiosis que ha citado?, insistí. Por supuesto, no hace falta ir tan lejos para saber que la imaginación y los sueños posibilitan nuestra cohabitación con monstruos y con dioses, llegado el caso, y según lo que cada uno busque. Mire, si le dijera que más de una vez me he visto trasuntado en un bicho repulsivo y he errado por las calles sin querer comunicarme con nadie y sin que nadie advirtiera mi paso, ¿me creería? Probablemente sea más usual de lo que se piensa, amigo mío, le respondí para que no se sintiese incomprendido.

Mientras se alejaba contemplé su elevada y afilada figura. Se marchaba ajustándose el sombrero. ¿Sacaría sus propios seres fantásticos de él, como un prestidigitador?



sábado, 8 de junio de 2024

Y aquella otra charla bajando por las calles de Kampa



Un día, mucho antes de que dejara de pasar por el café, aquel hombre asténico me dijo: he perdido las ganas de escribir y no tengo muchas de leer. O dicho de otro modo: no sé qué quiero leer y tampoco sé de qué y cómo quiero escribir. Me pareció una confidencia tan íntima, él que era un hombre pudoroso y prudente, que yo no sabía si darme por enterado o ignorar aquella exposición de crisis personal. En definitiva, ¿debía decirle algo que le animara? Aunque bien pensado si uno no quiere animarse a sí mismo ¿de qué sirven las palabras externas? Opté por hacer como si aquella revelación me afectara. Me pasa también con frecuencia, le dije. Es como si tuviese descompensada la balanza entre dos necesidades. La de indagar en las expresiones ajenas y la de dar rienda suelta a mis propias veleidades con forma literaria. Usted me lo está planteando, me interrumpió, en términos de un símil de la justicia. Y recuerde que no hay nada menos justo, afortunadamente para nosotros, que nuestras lecturas caóticas o, si prefiere, caprichosas. Y no le digo nada sobre el desempeño alocado y febril con que tantas veces hemos escrito. Es lo más alejado del ejemplo de una balanza y de la poco afortunada justicia que forma parte de las instancias burocráticas y deja que desear. Yo no había pretendido llegar a tanto, me avergoncé. Una utilización del lenguaje impensada él se la había tomado a la tremenda. Advirtió seguramente en mi rostro el desasosiego que me causaba la inoportunidad. Me consoló. Esté tranquilo, soy yo quien vive en la zozobra permanente causada por una humanidad confusa y condescendiente con los poderes, muchos de estos en las sombras. Y que me cuesta aceptar, por lo volátil y poco consecuente que es para nuestras sociedades construir nada estable. Y no le digo de qué manera los individuos se pierden con frecuencia en sus emociones estériles. Volví a asombrarme de que se abriera a mí. Prosiguió. Una humanidad que se deja engullir por las fantasías que le proponen quienes la utilizan para sus fines descabellados y que genera una y otra vez sus propios monstruos y monstruosidades, es una humanidad de poco fiar. Pero usted me dirá con razón: por esa causa leemos, por ese motivo llenamos folios en blanco. Con eso me conformo, y no le negaré que no es mi intención que mis escritos endebles y volubles sobrevivan a mí.

Me pareció tan excesiva su confianza que hizo que me sintiera halagado, aunque encontrara discutibles algunas de sus opiniones y no captara el sentido de otras.



miércoles, 5 de junio de 2024

Aquella conversación interrumpida en el café de la Staré Mesto

 


Desde mi oscuridad lo veo todo claro, me dijo. Debí poner cara de no entenderle porque insistió. Muy claro. No hay como la oscuridad para ver. Pero esa propiedad nos está reservada exclusivamente a una especie dentro de la especie. A los que no nos dejamos deslumbrar por la claridad aparente, que esa sí es la peor clase de oscuridad. Es fácil dejarse atrapar en lo que se ofrece como obvio y más si nadie lo discute, si es algo admitido generalmente. Cuando todo el mundo coincide en el mismo punto de vista es sospechoso. Es como si se hubiera renunciado a ver las dimensiones de lo existente. No lograba comprender cada puntada de su argumentación, se dio cuenta de ello. Mire, y fue paciente conmigo, lo que se da por hecho admitido suele ser el interés de alguien o de muchos, e incluya usted a la misma sociedad incluso, para obtener una satisfacción inmediata que acaso al día siguiente ya no sirve. ¿Eso es claridad? Pero usted debe vivir en una crisis permanente pensando de ese modo, fui osado al replicarle. Por supuesto, pero una crisis es un campo fértil si usted quiere que lo desea. Porque la vida de los hombres no puede ser exclusivamente un terreno estéril, pero para fecundarlo usted o yo debemos saber qué queremos. ¿Nos responde a ello el funcionamiento impuesto de las cosas? ¿O nos considera solo como parte del engranaje que obvia al individuo que llevamos dentro? Entiendo que usted se refugie en  sus escritos, dije. No me refugio en ellos. Ellos soy yo en toda su amplitud. No es refugio sino la expresión natural, oscura si usted cree, pero yo no tanto, por la que deambulo. No tengo que justificarme por ello ante nadie.

Fue una tarde en el café habitual de la Staré Mesto, en que de pronto se interrumpió al darle un ataque virulento de tos y salió deprisa. No le volví a ver.   



lunes, 3 de junio de 2024

Espérala, poema del palestino Mahmud Darwix. Canta Amal Murkus

 




Con la copa engastada de lapislázuli
la espero,
junto al estanque, el agua de colonia y la tarde
la espero,
con la paciencia del caballo preparado para los senderos de la montaña
la espero,
con la elegancia del príncipe refinado y bello
la espero,
con siete almohadas rellenas de nubes ligeras
la espero,
con el fuego del penetrante incienso femenino
la espero,
con el perfume masculino del sándalo en el lomo de los caballos
la espero.
No te impacientes. Si llega tarde
espérala
y si llega antes de tiempo
espérala,
y no asustes al pájaro posado en sus trenzas.
Espérala,
para que se sienta tranquila, como el jardín en plena floración.
Espérala
para que respire este aire extraño en su corazón.
Espérala
para que se suba la falda y aparezcan sus piernas nube a nube.
Espérala
y llévala a una ventana para que vea una luna bañada en leche.
Espérala
y ofrécele el agua antes que el vino, no
mires el par de perdices dormidas en su pecho.
Espérala
y roza suavemente su mano cuando
poses la copa en el mármol,
como si le quitaras el peso del rocío.
Espérala
y habla con ella como la flauta
con la temerosa cuerda del violín,
como si fuerais dos testigos de lo que os reserva el mañana.
Espérala
y pule su noche anillo a anillo.
Espérala
hasta que la noche te diga:
no quedáis más que vosotros dos en el mundo.
Entonces llévala con dulzura a tu muerte deseada
y espérala...






sábado, 1 de junio de 2024

Aleksandr Mijáilovich eterniza a la vieja

 


"Es absurdo que viva angustiada
y que los recuerdos me acosen.
No visito a menudo la memoria,
pero ella siempre viene a asombrarme".

Del poema El sótano de la memoria, de Anna Ajmátova.


Acaba de una vez, Aleksandr Mijáilovich, que me canso. Ya sé que te gusta probar una y otra vez ese artilugio diabólico. Y luego encerrarte en un cuarto sin luz. Vas contando por ahí que tus imágenes son algo natural. Pero yo ahora mismo estoy posando -¿lo llamáis así los de tu gremio?- para ti. Te estoy mirando por encima de la lente y me río por dentro de tanto movimiento que te traes. Esa cara risueña y a la vez atrevida que pones se te turbaría si supieras que soy yo quien te observa y te capta. Y entro en el juego de hacerte creer que lo que esa máquina plasma es lo que existe. Pero tal vez no es lo que es sino lo que parece que es. Sí, Aleksandr Mijáilovich, piensas que al mirar a la vieja, tú lo llamas eternizar, estás viendo su pasado, el pasado que, de alguna manera, también es tuyo. Pero no necesito de esas estampas que pretendéis que las cosas, o las personas, son tales como son. Si quiero verme, me contemplo dentro de mí. Y recuerdo.

Tú y tu Varvara y ese grupito de muchachos que os coméis el mundo hacéis grandes cosas, al menos lo que nunca se había hecho antes. Pintáis, diseñáis, escribís, confeccionáis trajes para los trabajos, os volcáis en mil imágenes que llegan a todos. En pro de la nueva era, repetís. No hay un caramelo de niño o una cajetilla de tabaco o un anuncio de pasta de dientes o un escenario de teatro que no lleve la marca de vuestra imaginación. Para unos es divertido, otros no lo entienden. Pero todos dicen: son los nuevos tiempos. Esa exclamación que deseáis colectiva os compensa. 

Aunque te parezca ausente yo sí entiendo lo que hacéis. Y lo aplaudo. Porque ya estaba aburrida de un mundo viejo y poco imaginativo en que los periódicos, por ejemplo, a los que tan aficionada he sido, solo sabían ensalzar a zares y popes y calcular los réditos de los propietarios seculares. No caigáis vosotros en los mismos vicios que cayeron antes los paniaguados y falsos intelectuales que justificaban los actos de los caciques. 

Pero no me estás escuchando, Aleksandr Mijáilovich, y entiendo que mi voz interior no te llegue y cuando acabes tampoco tendré ganas de sacarla. Tal vez otro día, si volvéis por aquí y traéis a ese poeta gigante y a su novia y al marido de su novia, yo os cuente mi versión sobre la vida, a vosotros que con tantas ganas enunciáis que hay que cambiarla. Al menos en algunos de sus aspectos formales y, como decís, estéticos. No os parece poco porque consideráis que la estética es la expresión del alma noble de quien no se rinde a la mediocridad ni a la sumisión. Y esta actitud puede ser la mejor senda para tocar algo de verdad.

Mas, ¿acaso la vida se puede cambiar de la noche a la mañana? Sin duda, muchas de las maneras y condiciones en que se vive deben modificarse simplemente para que la gente no padezca tanto. Otros dice que para ser felices, pero a mí me suena a palabrería de estos advenedizos funcionarios que ahora prometen y prometen. ¿Quién no ha prometido nunca antes? 

Me parece hermoso lo que os traéis entre manos,  Aleksandr Mijáilovich, aunque no me entre todo en la cabeza. Me tendrás que ayudar a entenderlo. El que sea vieja no significa que esté fuera del mundo. Y te habrás dado cuenta que vida y pasión por vivirla no me ha faltado nunca. ¿Ves cómo me permito leer aún los periódicos que tanto se llenan de propuestas de incautos y de órdenes veladas? Pero yo solo me creo lo que me apetece creer, que es casi nada. Leo entre líneas para saber. Leo lo que no está escrito para intuir.

Además es como si leyera la mitad. Este ojo casi del todo opaco me obliga a esforzar al menos malo, que es con el que me valgo. ¿Sabes que ese amigo vuestro que se dedica a otro de los inventos modernos, lo llama cinematógrafo, siempre me dice que lo mejor de ver con un solo ojo es que no ves sino la mitad de lo malo? Y yo le digo demoledora: ¡y de lo bueno! Y él siempre se ríe, con lo serio que parece, porque le gusta provocarme. Así que termina este trajín que te traes, Aleksandr Mijáilovich, que no soy una venus. Aunque lo fui.  



*Fotografía de Aleksandr Mijáilovich Rodchenko