"Mi padre me acaba de traer el TBO. Esta semana es especial porque está acabando el año. Lo llaman el almanaque. Qué excitado me pongo cuando cae en mis manos. No sé ni por dónde empezarlo.
Hace frío en toda la casa. Solo vivimos tres familias en el edificio, dos arriba y una abajo. La galeria no hay quien la pise en invierno, y en verano el calor pega lo suyo. Aquí en la cocina se está calentito. Es donde hacemos la vida.
Mi madre prepara la cena de la Nochebuena mientras en la radio ponen canciones de uno que canta no sé qué de unos angelitos negros. También dan villancicos. Mi madre tiene encendida la radio mientras para en casa. Por las noches escucha bajito una emisora con muchas interferencias y ruidos donde hablan desde fuera de España y que al principio ponen una canción que le gusta mucho a ella titulada algo así como Suspiros de España. A veces la voz se va, otras vuelve, mi madre tiene mucha curiosidad por lo que dicen, pero no me quiere explicar de qué se trata. Me hace callar. Yo suelo seguir jugando o leyendo un cuento de aventuras.
El fogón donde se cocina es de esos que llaman bilbaína, y se calienta con piñas y carbón. Para encenderlo mi madre quita primero las arandelas por donde se mete el combustible y con una hoja de periódico prende las piñas. Cosa de la resina que aún conservan; cuando cojo alguna de esas piñas me pringo de esa sustancia pegajosa. Luego las piñas transmiten el fuego al carbón y el calor arreciará. Ver cómo las bolas de carbón se convierten poco a poco en brasas es algo que me gusta mirar, y dan ganas de tocarlas. Eso sí, hay que vigilar de vez en cuando que no falte y que no se apague. Y cuidar el tiro de la chimenea para que el humo salga y no se concentre dentro. La cocina es el alma de la casa. Para hacer las comidas y para refugiarnos.
Los pucheros y las cazuelas tienen ya sus años y, por lo tanto, sus abolladuras. O algún asa desprendida. En el horno siempre hay uno o dos ladrillos, porque por la noche, envueltos en papel de periódico, se meten en las camas y así uno no tirita. En un vasar hay tazas, unos platos de sopa y otros planos, y en un cajón se recogen los cubiertos. Mi cuchara y tenedor son pequeños, como corresponde a mi edad y al tamaño de mi boca. Mis padres utilizan además un objeto circular para la servilleta, o bien hacen un nudo con ella y así diferenciarlas.
Mi madre ahora está aderezando el besugo, es el plato rey de esta noche. Antes, entre mi padre y mi madre han estado pelando un cardo monumental. Poca gente conoce el cardo en esta ciudad y en el mercado las mujeres le preguntan a mi madre cómo lo prepara. Ella, todo orgullosa, se deleita explicando lo que hay que hacer. Lo sé porque la acompaño algunos días a los puestos de fruta y verdura que hay al aire libre. En estos días fríos las mujeres que venden suelen ponerse un brasero. Se echan encima un chal. Mientras, algunos hombres acarrean desde el mercado de abastos lo que ellas van a vender en sus puestos. Así que la calle se llena de carros, los que se llevan a mano, otros con caballería. De vez en cuando aparece el carro de piñas arrastrado por una mula lenta y vieja o el lechero con el burro y las alforjas de lecheras grandes para ir repartiendo por las casas.
Es un espectáculo ver cómo limpian mis padres ese tronco pesado, separando las hojas duras de fuera, rallando las que se van a aprovechar, para quedarse con el cogollo interior limpio. Se les ponen las manos de un tinte verdoso que les cuesta quitar, pero frotando con arena y estropajo lo consiguen. Luego mi madre ha partido en trozos lo más tierno del cardo porque va a servir para dos comidas. El cardo de primer plato en la cena y otra parte la reserva para la menestra de mañana, que es también fiesta grande, como dice mi padre. La menestra es un plato único, completo, y mi madre prepara una perola enorme porque suele participarla con vecinos. Luego los vecinos, como otros años, la elogiarán y mi madre con esos halagos suma puntos para lo que ella piensa que será ganarse el cielo. Tal vez ahora yo no lo entienda bien, pero de mayor seguro que apreciaré no solo la bondad de mi madre, sino cualquier clase de bondad que tengamos unas personas con otras.
Así que como la cocina es pequeña va tomando olor a lo que se cuece en los pucheros. Mientras, en el rincón desde el que me siento para las comidas echo nervioso un primer vistazo al TBO y también al Pumby. Mi padre se ha permitido en esta ocasión comprarme dos tebeos. Hay que celebrar las vacaciones con la Familia Ulises, dice. Y encima me regala otro, aunque añade: para que seas buen chico. ¿Qué mas querrá? ¿Pensará alguna vez que no lo soy? Desde aquí veo en la poyata de la ventana que da a la galería una bandeja con el turrón. Mis padres dicen que es el único gasto extra que quieren permitirse. Pero yo creo que es que mi madre es muy golosa y como mujer del Norte más próximo a Francia tiene el sentido del gusto más finolis.
A la familia Ulises no siempre la entiendo, pero mis padres se ríen mucho con los despropósitos del cabeza de familia y la bronca que tiene con los demás, y las ocurrencias y chaladuras de la abuela. Yo prefiero a Morcillón y Babalí, porque el criado negro es más listo que el cazador blanco, que es un tontorrón y le salen mal las cosas. Y también me gustan los grandes inventos del TBO, que son como un laberinto, que nunca consigo saber si funcionan o no, si son de verdad o de mentira, pero eso me da igual porque me entretienen. En este número extra del TBO viene también una página con figuritas de belén para recortar y pegarlas a una cartulina. Luego se doblan por la base y ya está. El año pasado empecé a recortarlas pero me cansé pronto, porque no teníamos pegamento y mi madre preparó un engrudo con harina y era un rollo porque se pegaba mal.
Han llamado a la puerta. Seguro que son los vecinos de al lado. Nos llevamos bien entre familias. No sé por qué me da que la señora María ha hecho mantecados y rosquillas ricas y trae un plato para nosotros. Sí, es ella. El olorcillo de las pastas me abre el apetito".
(Aquí se corta la redacción infantil. Ocupaba cinco hojas, escritas a mano por las dos caras, de un cuaderno cuadriculado. Estaban metidas en el libro Miguel Strogoff, editado por Ramón Sopena, que adquirí en una librería de lance)