Recordando a R.M.S., un amigo desaparecido por voluntad propia hace pocos años, que se quedó el libro de Orwell que le había prestado y que jamás me devolvió. Recordando a mis amigos catalanes honestos, consecuentes y que buscan siempre caminos de entendimiento, más allá de los intereses de las castas y de la despersonalización de los cantos de sirenas. No pretendo estar en verdad alguna sino transmitir lo que he recibido.
Si viera la actual inversión endogámica de cierta gente en Cataluña, ¿qué diría aquel internacionalista que vino a apoyar en 1936 una causa tan paradigmática como la de la República Española? ¿Qué pensaría de los catalanes de ahora inmersos en la máxima aspiración de cambiar un Estado por otro Estado, sin que varíe en ambos casos el control del mismo por análoga élite social? ¿Se identificaría con una causa que solo piensa en sí misma en tiempos de plena abundancia económica y de mayor exigencia de solidaridad entre pueblos? ¿Comprendería los devaneos supremacistas en una época en que los países europeos caminan hacia una trascendencia supranacional? ¿Se sentiría extraño al ver el silencio del mundo trabajador cuando no la alineación de parte de éste con un aventura nacionalista? ¿Se sumergiría en el desconsuelo tras constatar la nula influencia de los obreros, empleados y emprendedores mileuristas de hoy día sobre la política que se hace contra ellos mismos?
Orwell se comprometió con la causa republicana española para ponerse del lado de los trabajadores y de los que defendían a los trabajadores, a pesar de todos los claroscuros y complejidades que caracterizaban a la zona legítima. Escribió un espléndido relato basado en la experiencia de su estancia en España titulado Homenaje a Cataluña, que es, en cruda realidad, una narración de lo mal que fueron las cosas en el período que estuvo en Barcelona y en el frente de Aragón. Vinculado al POUM hizo la guerra con los anarquistas, y en el frente resultó seriamente herido. He desempolvado del anaquel de mis libros favoritos el Homenaje a Cataluña porque mi perplejidad acerca del secesionismo catalán me tiene desasosegado, me lleva a hacerme mil preguntas y a plantear serias dudas tanto sobre Cataluña como sobre España, acerca de la demagogia y el falseamiento de la historia y acerca de la falta de diálogo, sobre el valor de una Constitución y las leyes y sobre la sublimación de los mitos históricos, sobre el Gran Hermano que cunde en todas partes, incluso en gobiernos nonatos todavía y como inoculación del ciudadano fiel a una causa. En definitiva me preocupa la dudosa sensatez de los humanos en esta tierra que pisamos. Pero no salgo de ahí. Debe ser que pertenezco a otra época y que ahora su memoria vuelve para que tenga en cuenta sus lecciones y para exigirme que sea cauto, alejados como tengo ya de mi costa personal los cantos de sirena de la política.
Para algunos rebeldes de otro tiempo de la España interior y provinciana (también existente en las cuatro provincias catalanas) el interés, la atracción y la admiración por Cataluña -y por qué no decir también cierto grado de amor y comprensión- no nos vino en aquellos años de juventud por la vena nacionalista, que desconocíamos. A mí por lo menos me llegó por la lectura de ese libro -reconozco que leí el texto interesado por el lado de una aventura real acontecida en la guerra de España y acaso no tanto por el trasfondo político, que más tarde llegué a comprender mejor y aún sigo en ello- y, principalmente, por el compromiso de otros jóvenes del cinturón rojo de Barcelona a los que conocí. Entre aquella gente de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo XX que yo traté no se hablaba del país nación ni de otro Estado que no fuera uno de trabajadores ni de apoyar a la clase pudiente catalana y española que explotaba a obreros catalanes y a trabajadores charnegos (esto último algo que los independentistas parecen haber olvidado y algún día lo lamentarán, si no lo están haciendo ya) Se soñaba con ideales más elevados, que nunca se consolidaron, y por lo tanto más ilusorios, obviamente, y que a muchos llevó más tarde a moderarse o a frustrarse para siempre. Las veleidades militantes de aquellos jóvenes querían emular dimensiones internacionalistas y fines que se consideraban de alto valor. Idealismo donde se distinguía capital y trabajo, donde se hablaba de la abolición de clases, de tomar el poder e instaurar mecanismos de control, de ir más allá de acabar con la dictadura, etc. Ya digo: idealismo y limitada reflexión cultural probablemente. Lo queríamos todo sin tener nada. Justo cuando ya había quebrado el internacionalismo al uso que tanto se había sublimado, cuando nada cabía esperar de la nación faro con que engañaron durante décadas los burócratas de los partidos ortodoxos, cuando los partidos comunistas habían quedado definitivamente al descubierto de que no eran sino aparatos burocráticos y de influencia de la maquinaria pseudo soviética.
Pero acaso aquel mundo nuestro era un mundo de fantasía y bienintencionado por el que, sin embargo, nos jugábamos el pellejo y no solo los cuartos. Tal vez era nuestra aventura juvenil, cargada de indagación, no siempre acertada, de emociones y de valores excesivamente sacramentados por nosotros mismos. ¿Viene mi aprecio y reconocimiento a Cataluña solo por el lado político? En absoluto. Viene sobre todo por la fraternidad con que siempre fui acogido, por la convivencia abierta con personas de allí, por la generosidad y cuidado con que me trataron, por la admiración ante la entrega, a veces alocada, a la reivindicación de clase (ya sé que hoy suena esto a cuento del abuelito), por la decisión que jóvenes sencillos demostraban ante las tropelías de patronales y gobierno, por el ánimo y desparpajo en plantar cara a la patronal y a la fuerza pública, por el interés en desarrollar temas de debate que parecía que allí se veían más claros que en otras zonas del país, ese debate permanente, no siempre razonable y con los pies en la tierra, y con frecuencia rígido, según influyeran unos líderes u otros, pero que nos sacaba a todos de la afasia y nos alejaba del pensamiento amorfo generalizado o bien del agotado y agarrotado pensamiento único del régimen nacional catolicista. Fue el sentido del apoyo mutuo de gentes pares mi primera percepción de la Cataluña que hoy podría denominar orwelliana. Y aquella experiencia, finiquitada más bien antes que tarde, no la olvidaré nunca. Son esas pequeñas cosas las que componen el bagaje del individuo y no las grandes parafernalias ni los montajes míticos con pies de barro.
Cuando las viejas y oníricas aspiraciones de un sector de la izquierda se vinieron abajo tuve la gran suerte de seguir manteniendo lazos de amistad amplios con catalanes. Con viejos compañeros de fatigas, con amigos coyunturales pero abiertos, aunque a la mayoría los perdiera y, principalmente, con personas nuevas que conocí más tarde a través del ámbito laboral y la cadena de relaciones que por inercia se va estableciendo en la vida si eres receptivo y escuchas con atención y tolerancia. De gente de allí he recibido mucho, con gente de allí he hablado mucho y he querido mucho. Cataluña se me había mostrado también como terreno de aportación cultural, de lo suyo y de lo ajeno. Podía saber y entender de una región de la que no me habían hablado prácticamente en mi infancia y juventud castellana y franquista. Aunque siempre se la había citado con respeto y reconociendo el valor tradicionalmente productivo y con vocación moderna, al menos en Barcelona y grandes núcleos industriales. Los prejuicios, la ignorancia y la losa política imperante modelaban conciencias y había que ser muy decidido e incluso valiente para romper la baraja.
Podía saber, en fin, de las capacidades desarrolladas en materia cultural, de diálogo, de influencia de ideas internacionales, del papel esponja que la Cataluña mediterránea y europea jugaba. Pero ¿era y es toda Cataluña así? Acaso no, porque en esa comunidad, como en todas las españolas, hay regiones profundas y regiones más accesibles. Hay zonas abiertas y modernas y zonas conservadoras cuando no retrógradas. Creo que Barcelona, más que Cataluña en general, era el paradigma. Barcelona y su área de influencia, la metropolitana, la de las grandes poblaciones circundantes de la industria y de una clase obrera numerosa y exigente, abiertas a las ideas del mundo, receptivas a otros españoles. Ciertamente nunca conocí lo suficiente la Cataluña rural, probablemente apegada a atavismos y tradiciones, donde más prendía el mensaje del pasado, y menos la modernidad, donde la influencia católica sigue latente y que es más sensible al mito nacionalista y a la manipulación social a través del clientelismo debido a las clases ricas. ¿No se acuerda ahora nadie de lo que fue el caciquismo y el clientelismo seculares, con hondas raíces en Cataluña y toda España? Para mí lo avanzado, lo moderno, lo abierto de par en par, donde se cuece el presente fértil y bulle el futuro esperanzador ha estado en las capitales, en las metrópolis, en los núcleos donde la clase trabajadora ha generado cultura sobrepasando a la religión y a las viejas costumbres que siguen remitiéndose a conservar lo que tenían. Pero ¿sigue siendo hoy así? Las últimas manifestaciones pro independencia me confirman que son más partidarios de la misma los núcleos de población rurales, la Cataluña profunda. Si a ello se suma las noticias que me llegan de reacciones intolerantes, acciones contra disidentes, presiones por las redes sociales, amenazas varias, etcétera, uno se pregunta cómo pueden empezar a prender prácticas propias del totalitarismo y mi preocupación aumenta.
Podía saber, en fin, de las capacidades desarrolladas en materia cultural, de diálogo, de influencia de ideas internacionales, del papel esponja que la Cataluña mediterránea y europea jugaba. Pero ¿era y es toda Cataluña así? Acaso no, porque en esa comunidad, como en todas las españolas, hay regiones profundas y regiones más accesibles. Hay zonas abiertas y modernas y zonas conservadoras cuando no retrógradas. Creo que Barcelona, más que Cataluña en general, era el paradigma. Barcelona y su área de influencia, la metropolitana, la de las grandes poblaciones circundantes de la industria y de una clase obrera numerosa y exigente, abiertas a las ideas del mundo, receptivas a otros españoles. Ciertamente nunca conocí lo suficiente la Cataluña rural, probablemente apegada a atavismos y tradiciones, donde más prendía el mensaje del pasado, y menos la modernidad, donde la influencia católica sigue latente y que es más sensible al mito nacionalista y a la manipulación social a través del clientelismo debido a las clases ricas. ¿No se acuerda ahora nadie de lo que fue el caciquismo y el clientelismo seculares, con hondas raíces en Cataluña y toda España? Para mí lo avanzado, lo moderno, lo abierto de par en par, donde se cuece el presente fértil y bulle el futuro esperanzador ha estado en las capitales, en las metrópolis, en los núcleos donde la clase trabajadora ha generado cultura sobrepasando a la religión y a las viejas costumbres que siguen remitiéndose a conservar lo que tenían. Pero ¿sigue siendo hoy así? Las últimas manifestaciones pro independencia me confirman que son más partidarios de la misma los núcleos de población rurales, la Cataluña profunda. Si a ello se suma las noticias que me llegan de reacciones intolerantes, acciones contra disidentes, presiones por las redes sociales, amenazas varias, etcétera, uno se pregunta cómo pueden empezar a prender prácticas propias del totalitarismo y mi preocupación aumenta.
No sé qué cambiará en los próximos tiempos respecto a mi percepción por los catalanes, a los que he defendido en infinidad de ocasiones -digo catalanes, no planteamiento nacionalista y menos el actual- en la tierra en que vivo, donde los prejuicios (empezando por lo que siempre costó admitir el uso del catalá, lengua románica hermana del castellano o del portugués o del gallego), el desconocimiento histórico y el vivir de espaldas ha dominado durante décadas, constituyendo una de las más trágicas señas de identidad con que sentenció el franquismo las relaciones entre españoles. Diga lo que diga ahora a los amigos catalanes independentistas me lo van a refutar con su código de valores ideológico porque, engullidos como están por el mito alimentado desde hace tres siglos, no van a dar el brazo a torcer por las buenas. Ellos, que siempre han manifestado la queja de que sus problemas históricos han sido causados por España -el uso indiscriminado por su parte de los términos Estado y España siempre me ha parecido lamentable, el primero es poder y el segundo es principalmente sociedad, no solamente instituciones- olvidando por benevolencia o ignorancia interesada los problemas que les han causado sus propias clases dirigentes y en abundantes casos corruptas, resulta que ahora están al borde de generar nuevo problema para sí como colectivo y para los españoles, no solo para el Estado de España. Y ahí, en que los españoles podamos sufrir las consecuencias de una aventura de película cuya productora y realizadora que se lo ha permitido es la misma Democracia (esa misma que a muchos nos causa insatisfacción, pero no hay otra, y de la que las clases pudientes tanto catalanas como españolas se han aprovechado en abundancia, ¿o hay que recordar los mil y un pactos y apoyos entre el nacionalismo catalán y el centralismo españolista, tanto bajo el franquismo como en la etapa democrática, para repartirse entre todos poder y ganancias?) es algo que probablemente muchos tengamos que repensar en el futuro si el secesionismo nos afecta. No sé en qué cambiaré yo también. ¿Tendré que decir aquello de jo tinc por, por mí, por mis paisanos del resto de España y por los mismos catalanes? Maldita la gracia.
(Fotografía que hice hace tiempo en la plaza del mismo nombre)