martes, 30 de diciembre de 2008

Asomarse


Asomarse al interior, hacer que la luz ilumine la estancia, pasear la mirada por las sombras indefinidas, observar cómo van adquiriendo formas los espacios, cómo se van delimitando los objetos, cómo se desprenden las coloraciones envejecidas, buscar desde la pequeñez de la distancia la encarnación de una imagen invocada, zarandear el asombro, marginar la soledad no querida, escuchar el rumor de lejanos oleajes oceánicos, dejarse acariciar por un aire más cálido, respirar el perfume de otras latitudes, intuir el cobijo de un cuerpo que se encarna en su propio tránsito, que se agranda poco a poco, ignorando medidas, prescindiendo de pasados, hay algo de vuelo cómplice entre la figura que mira y la que emerge desde lo umbroso, ésta se deja ocupar como un territorio que necesita la presencia del visitante, que urge la posesión del aparecido, y éste se desprovee de sus espectros y de sus ansias y de los temores de su recorrido para tomar el ámbito que se le ofrece nuevo, y el viajero evoca entonces su pensamiento largamente mimado: asomarse al interior del otro para asomarse al interior de sí mismo, dejar que el otro se apodere de él para vivir una nueva existencia.


(Composición de Michal Hustaty)

domingo, 28 de diciembre de 2008

Dos manos




Una mano extendida puede ser la apertura.
Una mano extendida puede ser una partida.
Una mano extendida puede ser un gesto.
Una mano extendida puede ser un reflejo.
Una mano extendida puede ser una propuesta.
Una mano extendida puede ser una actitud.
Una mano extendida puede ser una cesión.
Una mano extendida puede ser una concesión.
Una mano extendida puede ser un envite.
Una mano extendida puede ser un órdago.
Una mano extendida puede ser un ruego.
Una mano extendida puede ser una solicitud.
Una mano extendida puede ser aproximación.
Una mano extendida puede ser entrega.
Una mano extendida puede ser la prolongación.
Una mano extendida puede ser la búsqueda.
Una mano extendida puede ser un encuentro.
Una mano extendida puede ser el reencuentro.
Una mano extendida puede ser intercambio.
Una mano extendida puede ser atracción.
Una mano extendida puede ser coincidencia.
Una mano extendida puede ser generosidad.
Una mano extendida puede ser templanza.
Una mano extendida puede ser conciliación.
Una mano extendida puede ser una llama.
Una mano extendida puede ser el oasis.
Una mano extendida puede ser un rostro.
Una mano extendida puede ser una voz.
Una mano extendida puede ser una llamada.
Una mano extendida puede ser un clamor.
Una mano extendida puede ser una cuita.
Una mano extendida puede ser una confidencia.
Una mano extendida puede ser el puente.
Una mano extendida puede ser la marcha.
Una mano extendida puede ser el avance.
Una mano extendida puede ser un salto.
Una mano extendida puede ser una red.
Una mano extendida puede ser el trance.
Una mano extendida puede ser el tiempo.
Una mano extendida puede ser memoria.
Una mano extendida puede ser el hambre.
Una mano extendida puede ser la calma.
Una mano extendida puede ser la espera.
Una mano extendida puede ser la sangre.
Una mano extendida puede ser el valor.
Una mano extendida puede ser el origen.
Una mano extendida puede ser destino.
Una mano extendida pueden ser dos manos.


(Sobre una fotografía de Jorge Molder)

28 de diciembre


En la tradición de la religión cristiana, el Día de los Inocentes recuerda, que no me rememora, cierta matanza que llevó a cabo un rey de Judea llamado Herodes sobre la población infantil. Nunca he sabido si fue cierta esa barbaridad, si se produjo históricamente, si el mito que lo invade todo fue el móvil -el intento de que otro supuesto rey nacido según la tradición hebraica para ser el verdadero Rey de los Judíos no llegara a tal y no le hiciera la competencia a Herodes- o si de haber tenido lugar esa ejecución masiva pretendía otros fines.


Con el acontecer de los tiempos, en España de aquel relato de los Inocentes presumiblemente perseguidos en el año 1 de Cristo ha quedado una reconversión surrealista, muy nuestra, que, por cierto a mi de niño me encantaba: lo de gastar bromas y expandir bulos que no se sostenían, pero que hacían picar a mucha gente, era la inocentada.





















Pero he aquí, que la prensa de este domingo gris nos trae una inocentada mal entendida, es decir, la sangrienta noticia, que no es nada nueva, de la última masacre de palestinos de Gaza por parte del ejército del sionista estado de Israel. Yo no quiero hacer aquí ningún análisis ni comentario mayor sino, simplemente, rememorar por medio de algunas fotografías, que el asunto de la muerte o de la mala vida de los inocentes en el mundo es una realidad latente.

Sí quiero sugerir que la actitud de ciudadanos como nosotros que gozamos de recursos no se debería limitar ni a un “oh, qué horror” , "oh, qué miseria", ni a obras de caridad ni a meras aportaciones a onegés que nos dejan feliz nuestra dudosa conciencia y las manos libres para seguir manejando nuestras cuentas corrientes. La situación de la infancia en el planeta es un asunto político, porque va vinculada al desarrollo y elevación de las condiciones de la vida de todas las sociedades. Pero ahí ya tocamos lo gordo: procurar esa promoción de los humanos maltrechos de otros territorios cuestiona nuestro egoísmo, nuestra avaricia y nuestra hipócrita desfachatez.















































Por otra parte, si ustedes quieren considerar demagogia, banalidad o simple acción lacrimógena que me haya permitido la tontería de colgar estas fotos, siempre les quedará el recurso del cuadro de Magritte: c’est n’est pas une pipe. En efecto, estos no son niños que las pasan putas, no son niños que se tienen que buscar la vida cada día, ni aguantar sus miserias cada día, estos no son niños como nuestros bien amamantados niños. Eso es fotografía, eso es pose, eso es representación. O lo que ustedes quieran. Por lo demás, ya saben, las noticias duran hoy día veinticuatro horas. El 31 podremos alzar las copas de cavita y corrernos el cotillón padre, porque c'est n'est pas une enfance malheureuse.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Salto sobre / al vacío



Créanme. No suelo saltar así porque sí. Cuando salto es porque el obstáculo me lo exige. O porque el objeto que persigo me lo reclama. De por medio un abismo se muestra justo al borde de mis pies. Un vacío al que niego que deba ser ocupado con un cuerpo -mi cuerpo- cuyo efecto de caída, lo sé, sería la nada. Para el vacío la caída de un cuerpo más sería una nimiedad; el vacío está acostumbrado a engullir todos los cuerpos del mundo. En él caben más, siempre más; en su espiral sin fondo se diluyen todos los volúmenes de hombres y de animales. ¿Imaginan la cantidad de cuerpos que a lo largo de la existencia han caído en fosas, mares, lagunas, desfiladeros, concavidades, pozos, abismos, ríos, cañones, simas y quebradas? Podría aseverarse que el vacío, paradójicamente, está lleno de vacíos. Contemplar a distancia el vacío, como un paisaje atractivo y deslumbrante, es una cosa. Percibir oscuras tentaciones cuando sientes que una extraña imantación te atrae hacia el límite en que crees que no podrás detenerte es otra cosa. Cierta experiencia de infancia dinamizó en mi el resorte del instinto de superviviente. Una tarde de estío inquieto y juguetón caí por un barranco que parecía no tener fin; arrastré las piedras puntiagudas de derrubio de la ladera y aterricé entre zarzales y endrinos. En el tiempo que duró la caída sólo sentí sobre mi la levedad de la sorpresa y el desaire a eso que llaman ley de la gravedad. No percibí nada más. Mi piel fue atravesada por infinidad de pinchos y espinos, mi cuerpo se llenó de arañazos, magulladuras y contusiones varias, pero los arbustos salvajes impidieron que acabara en el río de aguas profundas. Mi constitución ósea resistió y no tuve ni conmoción ni rotura. Sólo sentí una extraña vergüenza por mi propio descuido. Me embargó un bienestar por no haberme malogrado, tal vez aquello era un signo de fortuna, y esa conciencia que emergía de lo más hondo de mi hizo que arrancara en carcajadas. El propio e íntimo sentido de supervivencia me sonreía. Y después, a lo largo de los años, cuántas veces ha estado uno de nuevo en ese filo engañoso donde la tierra parece que existe lisa y llana y sin embargo se abre a lo incierto. Vacíos sin forma, sin geología, sin espacios definidos por los montes y los llanos. Vacíos más oscuros, confusos y desconcertantes. Vacíos de los pasos y de las direcciones que uno ha ido tomando, en ocasiones con escasa claridad, a veces a ciegas. Es inevitable sentir todavía la presión que le empuja, el viento que lanza su cuerpo asténico hacia un horizonte desconocido, las desganas que se acumulan sobre su imparable y rebelde búsqueda. Y ahí se le plantea de nuevo un fervor alocado e ilusionado de desafiar esa gravedad que nos fija a este suelo de la normalidad aparente, de la costumbre cansina, de la monotonía ilusa, de la claudicación despersonalizante, de la estabilidad resignada. ¿Cómo es de ancho y profundo el espacio hueco que el hombre trata de salvar? ¿Se mide con la vista, con el cálculo matemático, con la regla del alma, con el deseo, con la ansiedad, con la moral del hábito, con las aspiraciones, con los sueños, con las fantasías? Saltar es un lance, pero también una habilidad, también una decisión, también un ejercicio todopoderoso de voluntad, también un signo de resistencia y regeneración. He ahí entonces el dilema: saltar sobre el vacío sin que suponga un salto al vacío. Una simple preposición puede significar la superación de la prueba o el descalabro. ¿Será el impulso la clave del éxito del salto? ¿O el poder de sugestión de lo que se espera al otro lado?


(Michal Hustaty es el fotógrafo de la imagen)

jueves, 25 de diciembre de 2008

Parar, como sea


Hay momentos en que apetece de manera irresistible. Una tentación. A cualquier hora, en una circunstancia improvisada, en el lugar más acostumbrado, ante un reclamo, a contrapelo y contracorriente. Es decir, ignorando obligaciones, desechando quehaceres, contrariando órdenes y saltando compromisos. Indolencia: palabra funesta para un sistema de vida que no se cansa de exigir, de presionar y de dejar de lado a quien no se adecua al ritmo frenético. Mecánica: esbozar un bostezo y dejarse caer. Estrategia: auspiciar el boicot al estrés, desafiar la gravedad, catapultar la relajación casi absoluta. Hipnosis natural: descenso al olvido de lo ordinario, reencuentro con el origen de tu propia sustancia, fantasear sin límites. Protesta: ante los malos humores, contra la falta de estímulo, zancadilla a la depresión acechante. Abandono: dejar todo para rehacernos, sentirnos positivamente solos, exultantemente únicos. El sueño como respuesta al miedo absoluto: por cada vez que me acuerdo/ que me tengo que morir/ tiendo una manta en el suelo/ y no me harto de dormir, decía una copla de Antonio Machado. Bendita quietud. Ocurrencia: parar la vida sin que la vida muera.


(La fotografía es de Willi Ronis)

lunes, 22 de diciembre de 2008

Confidencias (Memphis IV)


No podemos obligar a nadie a que nos ame, Hubert, eso me ha dicho esta noche en voz baja, con su garganta de fumador malherido, el viejo Jackson. Yo una vez amé mucho, creo que demasiado. Corrí riesgos, cambié de ciudades, de oficios, todo para seguir al objeto de mi pasión por donde él quisiera ir. Dejé tanto de mi vida en el intento... y total para qué. Debió verme muy extraviado para llegar a hacerme esta revelación, pero yo disimulé mi asombro, y él siguió largando, como si le viniera bien aprovechar mi desánimo con objeto de practicar su propio exorcismo. Pero, ¿por qué después de tanto tiempo necesitaba hacerlo? Perdí la razón por él, sí, y él se dejaba llevar por la atracción que yo ejercía sobre su juventud, que todo lo admitía, y por la aureola de mi aventura. Pero cuando cesó el ímpetu, cuando los equívocos lo entorpecieron todo y no supimos ya hablar, cuando las exigencias destapaban fantasmas incongruentes e irracionales que no deberían tener acogida entre los vínculos cuerdos de los amantes, la espiral del desentendimiento comenzó a carcomernos a ambos. Y luego, los nuevos acontecimientos en que se vio inmerso este maldito país nos cambiaron la vida de nuevo a muchos, y la distancia nos jugó una mala pasada, y no era fácil adaptarse a la carencia de suelo para amarnos bajo nuestros cuerpos y nuestros reclamos. Y lo que es peor, cuando no pude aceptar la decisión del otro, que anhelaba emular mi propia experiencia guerrera en otras coordenadas, me vi maltratado por la limitación y humillado por lo imposible. Ya no era perplejidad lo que yo sentía. Las palabras del veterano barman me impresionaban, y cierta inquietud se apoderó de mi. ¿Más por su carácter de confesión que por el mensaje en sí mismo? ¿O por lo que implícitamente me trasladaba? Nunca hubiera esperado que el reposado Jackson, el varonil brigadista de la guerra de los españoles, el hombre que padeció con entereza y fe los fríos y las miserias de un país abandonado a su suerte, así como las traiciones de los gobiernos que se decían sus amigos y los odios tribales heredados de un largo pasado, me revelara acontecimientos tan íntimos de su vida. ¿Lo hacía porque me veía frágil? ¿Porque las cervezas que yo ingería desesperadamente se le antojaran excesivas para mi cuerpo? ¿Se lo inventaba tal vez? ¿O acaso le venía bien utilizar la debilidad que yo mostraba para memorizar de nuevo su pasado, y aliviar una vez más sus frustraciones? Cuando regresé de España no fui bien visto por muchos de mis vecinos y familiares. Me costó encontrar trabajo, y cada vez que hallaba uno resultaba de peor calidad que los que había realizado antes de marcharme. Percibía hosquedad por todas partes. Muchos de quienes me habían animado a incorporarme a la brigada se mostraban fríos conmigo, cuando no recelosos. Los demás me veían como un fracasado. Sentí en aquel momento que perdía dos guerras. Una, la que me había reclamado con tanto sentimiento y que había asumido con arreglo a mi rebeldía natural y a mis convicciones, había acabado en una derrota definitiva. Y luego, la del retorno, la que de una manera latente iba marcándome en medio de una sociedad que no gustaba de aceptar a los partidarios de las causas perdidas, y menos de las sospechosas. Jackson me miró largamente con sus ojos turbios, brillantes, en medio de la negrura de su rostro cargado de arrugas, de muecas inermes, de párpados ojerosos que ahuecaban aún más sus pómulos huesudos. Sólo sus dientes sorprendentemente blancos, escasamente estropeados, procuraban una sonrisa sarcástica que cuestionaba cualquier tema que saliera a discusión. Fue aquel chico blanco que trabajaba en la fábrica de levadura que había a la orilla del río el que me salvó del círculo vicioso en que me veía sin salida, sin recursos, desasosegado y solitario. Me salvó por partida doble; él habló con el encargado de las contrataciones y me aceptaron como mozo de almacén. Pero me salvó sobre todo porque llenó mi vacío afectivo. Jamás se me había ocurrido pensar que pudiera llegar a amar a un hombre blanco, ni que pudiera suscitar su interés. Fue un clavo ardiente al que me agarré instintivamente, apasionadamente, y que me ayudó a compensar la iniquidad y el desastre de la experiencia española. ¿Mereció la pena conocerle? Lo que a la corta me estimulaba y me levantaba del ostracismo cotidiano se revelaba a medio plazo como algo efímero, tal como te he adelantado antes. La noche avanzada, cuando quedan pocos clientes en el bar, y los que permanecen allí están inmersos en sus soledades o en sus confidencias, es propicia para el desahogo y para confiar los secretos que deberían haberse guardado profundamente. Pero Jackson ya no necesitaba preservar ningún escondite de su intimidad. Yo veía claramente que los secretos le habían hecho mucho daño; le habían encerrado en un caparazón que él suponía protector y olvidadizo, pero cuya sustancia melancólica le había martirizado las entrañas, acaso hasta el extremo de sentirse anulado. Un hombre en fuga que no encontraba espacio donde apaciguar sus pasiones maltrechas. ¿O era la visión sobre mi mismo la que yo trasladaba a aquellas atormentadas palabras de franqueza huérfana? Me asomé a la calle. Había llovido y los adoquines del tranvía que ya había cesado aquella noche relucían en su desamparo.

(Fotografía de Martín Stranka)

domingo, 21 de diciembre de 2008

Anti-geometría


Acoplada a la geometría más pura, ¿qué sientes detrás de ti? La observación innumerable, dirás. ¿Eso te basta? Pero el examen al que te someten los objetos no se traduce en aproximaciones. Pero tu mirada sólo se encuentra o en tu propio interior o en el vértice. Hablas con las aristas. Formas parte de ellas. Armonizas su rigidez y la tuya. Pretendes diluirte en el filo de su cavidad. Desaparecer entre sus intersecciones. Ése es el límite. Si volvieras la espalda sería otra cosa. Verías el campo a través. La geometría no sería ausencia, sólo proyección. Llamarías a sus ángulos, rincones. A la concurrencia de los planos, paisaje. A las rectas que rozan el infinito, cielo. A lo fractal, oleaje. Así, lo niegas. Y esa introspección, ese arrinconamiento, ¿hasta qué punto es útil? Al fusionarte con la geometría que te atrapa, pretendes rescatar la tuya propia pero tal vez cedes a ella. Al situarte en la vertical del vértice niegas el avance. Al pretender ese paso la fusión será posible, sí. Pero a diferencia de las Cariátides tú no sostienes el entablamento del pórtico del Erecteion, y te espanta ser un eco de las antiguas esclavas de Caria. Sólo tu pie izquierdo sugiere la última posibilidad. La apertura nueva. El retorno. Emprende la marcha. Gira sobre su talón. No vaciles. Nada es inmanente. De la posición de un pie depende que la nervatura de tu cuerpo se recupere y abandone la opacidad de lo inmóvil. Rebélate contra la geometría que encarcela tus dimensiones. No eres línea, sino despliegue.


(Fotografía de Misha Gordin)

sábado, 20 de diciembre de 2008

Ubicaciones



¿Por qué el hombre se imagina su vida como la ocupación del espacio por los volúmenes? No nació para la contemplación, por más que en ocasiones la desea. Desear lo que no se ha tenido ¿es añoranza? Se pregunta si es posible una nostalgia de lo inexistente. Porque dentro de él transcurre un cierto clamor por una calma de su mente, por una visión tranquila de las cosas, por un estar de otra manera entre las manifestaciones agitadas. ¿De dónde procede esta reclamación silente que puede incluso excitarle? Vive todo como tentaciones. La tentación del silencio puede tanto como la tentación de la sonoridad. La tentación de la quietud puede tanto como la del ritmo. La tentación del desaprender, tanto como la de conocer. La tentación de la saciedad tanto como la de la apetencia. Acostumbrado como está desde los primeros aprendizajes a ubicar el objeto en los espacios hueros, no sabe lo que es parar. Sospecha que no parará nunca, y morir, ya se sabe, es otra cosa (estamos hablando de vida, el abandono de ésta no es objeto de interés para él) Una enfermedad, por ejemplo, ¿hace parar? ¿O reconduce por otros caminos sinuosos y atormentados la ocupación del vacío que el hombre tanto teme? Puede haber cambios, alternancias de equilibrios, revelación de alteridades. He aquí una de las maneras en que parar casi se toca. Sentirse otro en un pulso o un maridaje con el yo. Y ese desencadenamiento de ubicar alteridades, sean cúbicas o esféricas en ese efecto de representación simbólica que los volúmenes exigen, es un ejercicio de dispersión en que el hombre se reconoce. Está acostumbrado a ello, pero no soporta que le marquen. La exigencia de trasladar los mismos objetos como todos los demás hombres le llena de pesar. Hay algo de mandato hacia lo imposible que le atrae y le vuelve inseguro. Se dirá que es su destino, pero ¿por qué se rebela en su fuero interno? Por añoranza. Por nostalgia de un dios que nunca fue pero cuya tentación le martiriza tratando de rozar de alguna manera su esencia. Entonces se ve en su propia rebeldía como un ser que anhela lo inexistente. Mientras, los quehaceres cotidianos los considera castigo. El hombre acaso sea un ángel caído. Pero al ser un hombre que dice NO, se despega de la condena. Al precio de la inquietud y el desasosiego. Al coste de no parar jamás.


(Misha Gordin fotografía)


miércoles, 17 de diciembre de 2008

El hombre que dice No


Y, sin embargo, el hombre que dice No se crece. Incluso en el estertor de su libertad prima, aun débilmente, un vagido residual de su conciencia. Una ligera brizna de esperanza le dice que su energía puede evitar el desenlace funesto. Pero ¿qué puede una sola energía en medio del marasmo inerte? Trata de vadear la ola con un esfuerzo que le rinde. Desafía la presión de los innumerables hombres grises que le arrastran. Pugna por abrirse paso más allá de las ideas que se abandonan y que claudican a las órdenes. Saber que te pueden no debe significar que te anulen, piensa en un osado y contradictorio ejercicio de empecinamiento. ¿Hay alguna clarividencia en los términos de su dudoso silogismo? ¿Existe alguna clave oculta en el pulso entre forzamiento y dejación? El hombre díscolo no quiere renunciar, mientras poco a poco siente que le engulle la vorágine de la mediocridad y de la resignación. Dirige su mirada hacia todas partes. En su observación desesperada busca atormentadamente alguna referencia que le salve. Sabe que salvarse él sería salvarse todos. Y que perecer los demás también sería perecer él. Los destinos son unánimes, van ligados. La salvación individual ya no existe. Permanece la ficción recurrente. Puede huir desplazándose en círculos viciosos, apartarse temporalmente, mirar ciegamente hacia otro lado, incluso jugar con el factor tiempo. Pero la época de las opciones individuales que garantizaban la redención ya pasaron. Estamos embarcados todos en la nave de los necios, se dice a sí mismo. Un gesto del azar, eso desea. Una señal, pero ¿de dónde? ¿De quién? ¿Cabe esperar algo que no sea de tu propio suelo? ¿Cabe confiar en alguna entidad ficticia de la que ni siquiera se sabe si es algo más que simple concepto abstracto? ¿Es posible soñar aún con el renacer de los mejores, como confiaban platónicamente las viejas culturas? ¿Puede recuperarse el instinto colectivo de la supervivencia para empezar de nuevo? Saber que te abducen no tiene por qué significar que te ocupan, se repite. El hombre que dice No vigila desde sus cuarteles de invierno de la incertidumbre.

(Misha Gordin es el autor de la foto)

lunes, 15 de diciembre de 2008

El grito



Tiempos inciertos. ¿Acaso es que antes fueron más seguros? Y todo va veloz, confuso, contradictorio, turbio, violento. Acaso la línea es única, y todo cuadra perfectamente en ese rompecabezas en que las piezas humanas están colocadas. En ésta que podría ser nueva versión de El grito, de Munch, el vacío se mueve, como es característico, entre la multitud opaca. Porque la masa ocupa espacios abstractos, pero no llena el alma individual. ¿Hay algo más vano que su deambular sin horizonte? ¿Más temeroso que su agrupamiento despersonalizado? ¿Más preocupante que su oscuridad uniforme? ¿Más peligroso que su dinámica inconsciente? He ahí ese gesto entre dolor y angustia (dos formas de dolor) Alguien se ahoga o solamente discrepa. O precisamente en eso consiste el grito: alguien se da cuenta de que no acepta que le arrastren a la fuerza y que se apoderen de su voluntad y lo dice. Tal vez primariamente. Grita casi sin energía y se gira apenas sin espacio sobre sí mismo. Trata de ir contra la corriente. Se resiste. Porque la corriente no lleva a ninguna parte. Porque los hombres se convierten en oleada en vaivén. Sin futuro, sin desembocadura, sin conciencia. Y el hombre que no quiere dejarse llevar, el hombre que dice que no, consume su rebeldía sin esperanzas. Sólo el gesto, el grito, la escasa luz de sus tenues facciones. ¿Y después?



(Fotografía de Misha Gordin)

sábado, 13 de diciembre de 2008

Bodegón

¿Cuándo comienza el festín de ti mismo? ¿Con el primer amamantamiento, quizás? ¿Antes, incluso, o a la vez? Puede que cuando te acogió el calor de unos brazos que se parecían al ámbito profundo y amable donde fuiste hecho. Un calor que no era mera temperatura, sino lenguaje también. Antes de que supieras qué son las palabras había habido todo un mundo a tu disposición y, después, al comenzar definitivamente a ser, los gestos. Te nutrieron con leche y con ternura, ¿o era el orden inverso? Llegar a este otro lugar tan diferente a la nada fue una necesidad en la que desembocaste sin elección. También un golpe, ¿o sólo un contraste llevado con dificultad? No siempre disimulaste bien. Sigues sin disimular bien. Pasas tu tiempo celebrando, o al menos intentándolo, tu propio festín, pero con la nostalgia del lejano territorio donde te estuviste construyendo. ¿Continuas con el mismo reflejo? ¿Sigues edificándote aun cuando te parezca ya difícil alcanzar ciertas alturas? Entre impulsos, rechazos y atracciones te ofreces a ti mismo las viandas que quieres degustar. Cocinas tu alimento, en ocasiones recurres a las reservas. Incluso careces de él. Entonces quiebras, la idea de sentirte muerto te abruma, te desconcierta. No hay nada peor para un vivo que sospechar que habita en su muerte. Y reemprendes desde mínimos, o desde las posibilidades ofrecidas sorpresivamente por el azar, el banquete que te justifique seguir aquí. En el fondo, deseas que tu alimento y tu constitución se fundan taumatúrgicos. Y que se desparramen por encima y por debajo de ti, como si siempre estuvieras naciendo.

(Fotografía de Joel-Peter Witkin)

jueves, 11 de diciembre de 2008

Abrir la ventana




Abrir la ventana a la noche y sentir que late una incandescencia recóndita. Recibir la mano del invierno en pleno rostro. Un viento revoltoso que forma remolinos y que te escarba los cabellos desde atrás. Asomarte a la distancia. Peor: al alejamiento. Esforzar la mirada, imaginar un contorno. Buscar un aroma, acertar al inhalarlo. Registrar un sonido, tal vez una voz. Palpar un tacto con unas manos que no encuentran el objeto, tal vez la figura. Abrir la boca, abrirla mucho, mientras queda congelada la palabra, no la intención. Proteger el pecho, porque al pecho hay que preservarlo de la noche, del silencio indeseado, de la indiferencia gélida. Impedir que el pecho sea atravesado por una descarga de claudicación. Dejar que la habitación se ventile de ti mismo. Aceptar que sea morada por la inconsistencia del deseo, que entra, se queda, se mueve entre la abstracción de tu caída. Renovar tu presencia, eres y no eres el mismo de antes de que la noche te rasgara. Permaneces y a la vez has cambiado. Los sentidos tiritarán tras el esfuerzo. Una nube de pensamiento roza los muebles de tu cuarto. La calle seguirá fuera, como siempre, inmóvil, ignorada por ti. Sólo los signos del cielo te parecen sinfonías. El eco verídico de cuanto no te llega, a pesar de la plegaria. Cuando cierres la ventana habrá pasado todo por ti. No estarás tan solo.



(Fotografió la noche el griego Stelios Tsagris)

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La carta (Memphis III)



...no capitules, es el consejo que Mathew ha dado al hombre al que yo no entiendo. Y no le entiendo porque no sé si es él quien se aloja en un paisaje al que no quiere renunciar o soy yo la que no es capaz de descubrir el que me ofrecía. ¿Por qué le habrá dado ese consejo si lo nuestro está tan sentenciado? Además, Mathew es el primero que no debería estar interesado en estimular a Hubert en lo imposible. Pero yo lo entiendo, es su vecino, su amigo, siente preocupación por su deterioro, casi ha ejercido de padre con él. ¿No capitular? ¿De qué? ¿Es que acaso no me ha tenido Hubert lo suficiente para saber de qué estoy hecha? No soy ninguna plaza fuerte a conquistar, más bien todo lo contrario; pero esta fragilidad mía, tan quebradiza, resulta inhóspita e incomprensible para otros, incluso para ese tipo de conquistadores advenedizos que aterrizan en mi vida pero no me interpretan.

He estado charlando un buen rato con Mathew esta tarde, quien, aunque ya no bebe lo de antes, no perdona su bourbon puntual. Me ha hablado de la situación de Hubert. Me lo ha puesto tan mal que casi he sentido compasión, y cierta agitación me ha llevado a representármele mentalmente en su abandono. Incluso he tenido ganas de que le transmitiera un recado: dile a Hubert que lo siento, eso me apetecía encargarle, pero no me he atrevido, no le he dicho nada; a Hubert le hubiera sonado a insulto, a falsedad, y le habría hundido más, seguro.

Por si fuera poco el testimonio de Mathew, el viejo Jackson me ha entregado una carta que Hubert dejó para mi en su taberna. Al principio me resistía a abrirla. Siempre he temido sus reproches, sus enfados recurrentes, sus reservas, sus presiones, las exigencias que no comprendí bien. Pero a la vez me vencía la curiosidad. Dentro del sobre venía una foto mía que él tomó, sin que yo me diera cuenta, un día soleado de primavera en que nos acercamos a los muelles del río. En su momento me pareció una foto más, incluso vulgar. Ni siquiera se me ocurrió considerarla artística. "No me digas que no te gusta, no me digas que no es la mejor que haya sacado jamás de ti". "Pero si no se me ve la cara", le dije enfurecida. "Pero tus piernas, tu mano, el reflejo del sol en la blancura de tu piel, todo eso tiene la expresión misma de tu rostro". Este tipo de frases me llegaban mucho. Desvanecían cualquier opinión mal fundamentada sobre sus iniciativas.

Cualquier situación tensa él la resolvía con una frase ingeniosa, con un halago inesperado, con un cambio de rumbo de la conversación en la que pudiéramos estar enfrentándonos. Recuerdo que aquel mismo día pasaron varias barcazas camino del desguace. Hubert había estado bastante callado toda la tarde y dijo de pronto: "Voy a comprar una de esas antiguallas" . "¿Para qué quieres tú una barcaza que sólo te daría gastos?", le repliqué. "La voy a convertir en un lugar de tertulia, donde los artistas y los escritores de la ciudad vengan a pasar el rato. Donde la gente sensible tenga un espacio de alejamiento del ruido y de la estupidez. La fijaré en el muelle, a ser posible en una zona que no sea ni de fácil acceso pero tampoco demasiado extraviada. Para que la clientela que venga lo haga interesada en el ambiente, y a la vez espante a los buscadores de la novedad". A mi me parecía una salida desmesurada: "Pero si eso no te va, si no es lo tuyo. ¿Crees que vas a abandonar alguna vez la taberna de Jackson el brigadista? ¿Verdad que no?" Y él, tenaz: "Traeremos aquí la taberna. Él se trasladará, no me cabe duda. Además su ubicación actual está amenazada por el vandalismo inmobiliario". Yo sabía que no se trataba más que una fantasía de tantas, pero él era así. De pronto soñaba, necesitaba creerse el sueño como una posibilidad de vida real. Y de paso utilizaba sus ideas luminosas para sorprenderme. Y yo entraba en su juego, y me dejaba llevar hasta el límite.

Pero ahora, con la carta en la mano y la presencia escrutadora de Mathew, aquellos recuerdos se desvanecían. Y leí...

"Si abrieras el puño, ¿que liberaría tu mano? De momento, tu pulgar actúa como llave de cerradura. Una llave puesta en su sitio. No guardada en un oscuro cajón, ni extraviada, ni tirada al río. Crees no temer que nadie pueda hacer girar la llave. Tú posees su tacto frío. Tienes el resorte bajo control. Pero, ¿y si alguien lo intenta? ¿Cómo reaccionarás? En tu puño apretado contienes tus dudas, disfrazadas de pensamientos, tal vez de fantasías, acaso de sombras indefinidas. Sólo son intuiciones, suspicacias, tanteos fugaces que no sitúas en un contexto firme porque te desbordan. Porque has recelado insensatamente. Porque acaso los insólitos desengaños del pasado gravitan sobre tu presente demasiado obsesivos. ¿Vas a permitir que marquen tu futuro? Por eso comprimes la fuerza de tu mano. Por eso aprietas las piernas para blindar con doble energía el poder de la confianza que precisas que te salve, y que te salve precisamente de ti misma, pero que no logras cuajar en razonamientos. Tus esperanzas comprimidas en un puño. Tus entusiasmos desconfiados, tus aspiraciones desdibujadas, tus desubicaciones. Eres la dueña del puño. Pero el puño sólo es una postura, que puede variar. De ti depende que la mano se abra generosa, que el aire la acaricie limpiamente, que la piel se unte de fe, que las palabras se adecuen a la verdad. Libérate de los fantasmas, de las imprecisiones, de la visión que reduce tu mundo a un puño cerrado. No acojas dentro de él la mera oquedad, el vacío. Redímete de tu propia inseguridad. No por atenazar la mano sobre tu alma garantizas la supervivencia. Porque se trata de algo más. Algo más que no sabes claramente si deseas tener. Algo más que te espera y que es un clamor de vida."

Miré a Mathew hipnotizada y dudé al mantenerle la mirada. Él, como yo, también había apostado, y esta carta me quemaba algo más que las manos, nos ardía en esa frontera entre destinos. Sentí un vacío paralizante. Bebí de su bourbon.


(Fotografía de Leopoldo Pomés)

martes, 9 de diciembre de 2008

Te habla Mathew (Memphis II)


...desde que aquella mujer se distanció de Hubert mi vecino no es el mismo. Créeme que te entiendo, Hubert. Sientes ahora mismo que un filo de acero te rasga el vientre y acuchilla tus vísceras. Yo conozco esa sensación. Respiras agitadamente por la boca, sin saber por qué, y te sorprendes de ello. El aire regatea a través de tus conductos habituales y no te llega con comodidad a los pulmones. Con cada inhalación forzada se marca sin embargo la huella de una sequedad gélida en tu paladar, bajo la lengua, entre las encías. Notas sobreesfuerzo aun estando parado. Y ese agarrotamiento que va llegando lento pero profundo a tus extremidades impide que puedas seguir de pie. Te dejas caer sobre el sillón más gastado de tu cuarto, el que te resulta más acogedor. La comezón de tu piel te pone inquieto, incluso rabioso. No encuentras la postura. Aunque estiras las piernas no te relajas. Después de un rato te levantas precipitadamente y abres la nevera. Palpas las botellas de cerveza, coges una y te frotas con ella la nuca, las sienes, el cuello, los labios, el pecho. ¿Qué esperas de la frialdad del vidrio? ¿Por qué aprietas con tanta insistencia el recipiente contra tu piel? ¿Acaso te recuerda la frigidez con que ella te despachó el último día que os visteis? Abres una cerveza, la saboreas lentamente, como si fuera una cata nueva. La segunda la ingieres a mayor velocidad, de manera compulsiva y enajenante. Te lo pide el ansia que escala por tu esternón. Luego caen varias cervezas más; al principio te dejas atrapar por la euforia y una desigual seguridad se adueña de ti. Espejismo. Porque más tarde la garganta excreta un amargor que viene desde muy al fondo, desde más allá de tus entrañas. Y que envuelve tu mente. El sabor de la cerveza negra es agradable en comparación con el regusto que se adhiere a tu esófago, como si una costra se te estuviera formando a lo largo de todo el tubo digestivo. Como si un ser oscuro y denso tomara cuerpo dentro de tu cuerpo y paralizara tus órganos. Entonces es cuando te vuelves más inconexo en las formas, pero más sincero en tus opiniones. Yo he pasado por ello. Es una percepción irregular, poco clara, pero que va tomando sentido dentro de tu sistema lógico. Sólo sirve para ti. Una extraña turbulencia que trata de arrojar luz en tu mente sobre todo lo que ha acontecido los últimos meses, desde que conociste a Bárbara en la tertulia del bar del viejo brigadista. He vivido yo también esta misma vorágine que ahora te consume a ti. Donde se ven hasta los rincones menos iluminados de tu vida, donde te atenaza una fatalidad a la que te resistes, donde tienes la impresión que la costa se aleja y vas a permanecer a la deriva largo tiempo. Tienes los ojos sumamente enrojecidos. Están llenos de sangre. Eres sangre por todas partes. Sangre en tus neuronas, sangre en tu piel, sangre en tus testículos, sangre en la lengua que merma estéril dentro de tu boca inapetente. Y mientras el alcohol recorre cada milímetro de tus venas empuja un haz luminoso que trae recuerdos, pero que en cuanto pasa los barre, los expulsa por tus poros, por tu orina, por tu cólera, por tu mirada de animadversión que no queda fijada sobre ningún horizonte. He visto las mismas fantasías autodestructivas que ahora estás tú viendo. No la odias a ella, te desprecias injustamente a ti mismo. Aborreces fenómenos que adquirieron vida propia, que surgieron como si no hubiera voluntades detrás. Siempre te parecieron espectros que no pudiste conjurar a tiempo. Pero ¿y si nunca es tarde? Esa misma pregunta me la hice yo. Y te aseguro que mereció la pena esperar a encontrar la respuesta. Escuché durante un tiempo. Agucé toda mi sensibilidad. Apuré mi cautela. Brindé con la paciencia que jamás hubiera pensado que podría protegerme de la intemperie. Probablemente tú estés a punto de atravesar una ciénaga semejante. Y aunque no me escuches claramente, te lo digo: no te pierdas. No capitules...

(Fotografía de Martín Stranka)

lunes, 8 de diciembre de 2008

Apostillando a Montaigne



Leyendo los Ensayos de Montaigne uno lee casi todo. Y esta frase le hace saltar del asiento: "Todo contento de los mortales es mortal".

El recordatorio ¿es oportuno? Acaso se trata de una constatación de quien de vuelta de todo intento vital se apresura a recordarnos la trayectoria de lo vano. Pero si bien la vanidad se muestra como calidad de lo vano, también hay que decir que no todo es vacío entre nuestros pasos. Porque sea también mortal el motivo que anima e incentiva a los hombres, ¿hay que dejar de vivir todas las circunstancias de la vida? No hay elección. Vives pretendiendo apartar lo dañino, intentando remontar lo penoso, esforzándote en atrapar lo que consideras plenitud y tratando de retener lo que te parece divino de ti mismo. Mas vives. Y lo haces con intensidad.

La fragilidad de la vida se agazapa tras cada afianzamiento de nuestras actitudes. Ya no está claro que a los hombres les acucie la presuntuosidad de vivir como si fueran a ser eternos. Saben que no. Desde que nace un hombre ve caer a su alrededor a otros hombres de toda edad y condición. Sobre eso no tiene duda. Pero la idea del fin la posterga, la oculta; eso no va conmigo de momento, se dice, va para largo. Nace entonces la ficción: vivir como si se fuera a vivir para siempre. Sólo el paso del tiempo, con su secuela de limitaciones, claudicaciones, despojos y abandonos afianza la duda y empieza a invadir la vida del individuo con otro tipo de certidumbres más severas y menos gratificantes. Y más renunciantes.

El malestar del hombre reside en el origen de su misma ficción. Lo que a corto y medio plazo, en el promedio vital de los individuos, da resultado para responder a las expectativas que el acontecimiento de nacer y la consecuencia de crecer y madurar desarrollan en la conciencia de cada uno no es permanente. Ni siquiera es estable en cada etapa de la vida. La metafórica frase de “la lucha por la vida” da fe de cómo la inestabilidad y la pugna por adaptar el entorno y los medios a la vida de los individuos es contradictoria, dinámica, incluso angustiosa.

Angustia. Palabra tabú. ¿O término tótem? Depende también de tu propia ficción. Depende del miedo que crece contigo desde que naces y de cómo te habla, te dirige o simplemente te acompaña y con el que echas pulsos sin caer en la rendición. Si consideras que cada dificultad es insalvable, que cada entorpecimiento no lo vas a mejorar, que cada desliz es un error definitivo, que cada fracaso amoroso o profesional no tiene superación te dejarás arrastrar entonces por un concepto maldito de la angustia. Si vives amordazado por los miedos, apresado por fantasmas, reducido por el temor a la enfermedad y a la muerte, la angustia te pagará con sus crisis y sus manifestaciones de enfermedad, entre las cuales la ansiedad es la más llevadera. Pero si a pesar de la rabia, del dolor o de la confusión que se generan en ti cada vez que las cosas no te salen como desearías que te salieran, a pesar de sentirte herido y tocado por la angustia consideras que cada asunto se puede retomar, se puede recrear, se puede hacer nuevo, tú mismo serás un nuevo factor cargado de fe en la posibilidad. Tú serás parte de la modificación. Y entonces esa angustia será aceptada como algo integrante de ti, de la misma manera que lo es la sensación de placer; será, por lo tanto, una angustia existencial que te acompañará con otra actitud, que te permitirá ser realista, pero no neurotizará tus actos.

(Fotografía del checo Martín Stranka)

domingo, 7 de diciembre de 2008

Observación bis


Las heridas nunca acaban en sí mismas. Se llaman unas a otras. Como gargantas. Grandes gargantas que se suceden ululando. Cuidado al acercarse. Cuidado al escucharlas. Las proximidades de una herida son siempre pantanosas, huelen a cieno y su sonido es húmedo y gelatinoso. Contagian el mal del deseo, el mal de querer ser más que el destino, el mal de querer, de querer siempre lo que quiero por encima de todo querer ajeno. Una herida es la guerra.


(De Filosofia en los días críticos, Diarios 1996-1998, de Chantal Maillard. Fotografía de Leopoldo Pomés)

Observación




Yo necesito heridas para ver
con ellas -ojos rojos- la batalla
en que perezco a manos de mí mismo.


(De un poema de Juan Vicente Piqueras y fotografía de Martín Stranka)


martes, 2 de diciembre de 2008

Metamorfosis de Asterión


transfigúrame
el laberinto permite la huída a los audaces

cabalgarás sobre mi hasta que el caballo azul
alcance el confín del desierto

las ciudades estarán esperando
el amanecer y llegaremos de improviso

entrarás en mi embocadura
y abriré para ti de par en par el universo

la sangre será dulce
y ambos seremos las víctimas del sacrificio

y la ofrenda tendrá sentido
pues es imprescindible perder la conciencia

el olvido dará en parir nuevos signos
sobre los cuerpos y las vidas de los prófugos

haré de ti otra materia y segregaré otra sustancia
que te fije en el barro de los orígenes

entonces, Asterión, habrás perdido tu destino fatal
mas no temas pues tu dominio no es ya la salvación

haremos del laberinto una de las ciudades enterradas
en la memoria impura de los hombres

dormirás a mi lado el sueño de las bestias perplejas
que supieron al fin encontrar el camino

y la luz de mi piel derretirá tu máscara fiera
y me pedirás que te dé hijas del deseo

mis brazos te ceñirán sin miedo a tu presencia
sólo excitados por la galopada sedienta

entonces oirás la historia nueva y haré sangrar tus labios
hasta la extenuación de mi misma


(Recogido por el viajero culto Ibn-al-Moussarek-al-Qtubi de una tradición grecolatina. Cuadro de Picasso)

lunes, 1 de diciembre de 2008

Vuela, Mikel Laboa

Agur, Mikel Laboa. Que el universo te acoja, incluso más allá de tu nada.
Aquellos a quienes nos emocionaste alzamos la copa del deleite de la vida.
Sin reservas.



Hegoak ebaki banizkio
nerea izango zen,
ez zuen aldegingo.
Bainan, honela
ez zen gehiago txoria izango
eta nik...
txoria nuen maite.



Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.
Pero así,
habría dejado de ser pájaro.
Y yo...
yo lo que amaba era un pájaro.