lunes, 22 de diciembre de 2008

Confidencias (Memphis IV)


No podemos obligar a nadie a que nos ame, Hubert, eso me ha dicho esta noche en voz baja, con su garganta de fumador malherido, el viejo Jackson. Yo una vez amé mucho, creo que demasiado. Corrí riesgos, cambié de ciudades, de oficios, todo para seguir al objeto de mi pasión por donde él quisiera ir. Dejé tanto de mi vida en el intento... y total para qué. Debió verme muy extraviado para llegar a hacerme esta revelación, pero yo disimulé mi asombro, y él siguió largando, como si le viniera bien aprovechar mi desánimo con objeto de practicar su propio exorcismo. Pero, ¿por qué después de tanto tiempo necesitaba hacerlo? Perdí la razón por él, sí, y él se dejaba llevar por la atracción que yo ejercía sobre su juventud, que todo lo admitía, y por la aureola de mi aventura. Pero cuando cesó el ímpetu, cuando los equívocos lo entorpecieron todo y no supimos ya hablar, cuando las exigencias destapaban fantasmas incongruentes e irracionales que no deberían tener acogida entre los vínculos cuerdos de los amantes, la espiral del desentendimiento comenzó a carcomernos a ambos. Y luego, los nuevos acontecimientos en que se vio inmerso este maldito país nos cambiaron la vida de nuevo a muchos, y la distancia nos jugó una mala pasada, y no era fácil adaptarse a la carencia de suelo para amarnos bajo nuestros cuerpos y nuestros reclamos. Y lo que es peor, cuando no pude aceptar la decisión del otro, que anhelaba emular mi propia experiencia guerrera en otras coordenadas, me vi maltratado por la limitación y humillado por lo imposible. Ya no era perplejidad lo que yo sentía. Las palabras del veterano barman me impresionaban, y cierta inquietud se apoderó de mi. ¿Más por su carácter de confesión que por el mensaje en sí mismo? ¿O por lo que implícitamente me trasladaba? Nunca hubiera esperado que el reposado Jackson, el varonil brigadista de la guerra de los españoles, el hombre que padeció con entereza y fe los fríos y las miserias de un país abandonado a su suerte, así como las traiciones de los gobiernos que se decían sus amigos y los odios tribales heredados de un largo pasado, me revelara acontecimientos tan íntimos de su vida. ¿Lo hacía porque me veía frágil? ¿Porque las cervezas que yo ingería desesperadamente se le antojaran excesivas para mi cuerpo? ¿Se lo inventaba tal vez? ¿O acaso le venía bien utilizar la debilidad que yo mostraba para memorizar de nuevo su pasado, y aliviar una vez más sus frustraciones? Cuando regresé de España no fui bien visto por muchos de mis vecinos y familiares. Me costó encontrar trabajo, y cada vez que hallaba uno resultaba de peor calidad que los que había realizado antes de marcharme. Percibía hosquedad por todas partes. Muchos de quienes me habían animado a incorporarme a la brigada se mostraban fríos conmigo, cuando no recelosos. Los demás me veían como un fracasado. Sentí en aquel momento que perdía dos guerras. Una, la que me había reclamado con tanto sentimiento y que había asumido con arreglo a mi rebeldía natural y a mis convicciones, había acabado en una derrota definitiva. Y luego, la del retorno, la que de una manera latente iba marcándome en medio de una sociedad que no gustaba de aceptar a los partidarios de las causas perdidas, y menos de las sospechosas. Jackson me miró largamente con sus ojos turbios, brillantes, en medio de la negrura de su rostro cargado de arrugas, de muecas inermes, de párpados ojerosos que ahuecaban aún más sus pómulos huesudos. Sólo sus dientes sorprendentemente blancos, escasamente estropeados, procuraban una sonrisa sarcástica que cuestionaba cualquier tema que saliera a discusión. Fue aquel chico blanco que trabajaba en la fábrica de levadura que había a la orilla del río el que me salvó del círculo vicioso en que me veía sin salida, sin recursos, desasosegado y solitario. Me salvó por partida doble; él habló con el encargado de las contrataciones y me aceptaron como mozo de almacén. Pero me salvó sobre todo porque llenó mi vacío afectivo. Jamás se me había ocurrido pensar que pudiera llegar a amar a un hombre blanco, ni que pudiera suscitar su interés. Fue un clavo ardiente al que me agarré instintivamente, apasionadamente, y que me ayudó a compensar la iniquidad y el desastre de la experiencia española. ¿Mereció la pena conocerle? Lo que a la corta me estimulaba y me levantaba del ostracismo cotidiano se revelaba a medio plazo como algo efímero, tal como te he adelantado antes. La noche avanzada, cuando quedan pocos clientes en el bar, y los que permanecen allí están inmersos en sus soledades o en sus confidencias, es propicia para el desahogo y para confiar los secretos que deberían haberse guardado profundamente. Pero Jackson ya no necesitaba preservar ningún escondite de su intimidad. Yo veía claramente que los secretos le habían hecho mucho daño; le habían encerrado en un caparazón que él suponía protector y olvidadizo, pero cuya sustancia melancólica le había martirizado las entrañas, acaso hasta el extremo de sentirse anulado. Un hombre en fuga que no encontraba espacio donde apaciguar sus pasiones maltrechas. ¿O era la visión sobre mi mismo la que yo trasladaba a aquellas atormentadas palabras de franqueza huérfana? Me asomé a la calle. Había llovido y los adoquines del tranvía que ya había cesado aquella noche relucían en su desamparo.

(Fotografía de Martín Stranka)

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