¿Cuándo comienza el festín de ti mismo? ¿Con el primer amamantamiento, quizás? ¿Antes, incluso, o a la vez? Puede que cuando te acogió el calor de unos brazos que se parecían al ámbito profundo y amable donde fuiste hecho. Un calor que no era mera temperatura, sino lenguaje también. Antes de que supieras qué son las palabras había habido todo un mundo a tu disposición y, después, al comenzar definitivamente a ser, los gestos. Te nutrieron con leche y con ternura, ¿o era el orden inverso? Llegar a este otro lugar tan diferente a la nada fue una necesidad en la que desembocaste sin elección. También un golpe, ¿o sólo un contraste llevado con dificultad? No siempre disimulaste bien. Sigues sin disimular bien. Pasas tu tiempo celebrando, o al menos intentándolo, tu propio festín, pero con la nostalgia del lejano territorio donde te estuviste construyendo. ¿Continuas con el mismo reflejo? ¿Sigues edificándote aun cuando te parezca ya difícil alcanzar ciertas alturas? Entre impulsos, rechazos y atracciones te ofreces a ti mismo las viandas que quieres degustar. Cocinas tu alimento, en ocasiones recurres a las reservas. Incluso careces de él. Entonces quiebras, la idea de sentirte muerto te abruma, te desconcierta. No hay nada peor para un vivo que sospechar que habita en su muerte. Y reemprendes desde mínimos, o desde las posibilidades ofrecidas sorpresivamente por el azar, el banquete que te justifique seguir aquí. En el fondo, deseas que tu alimento y tu constitución se fundan taumatúrgicos. Y que se desparramen por encima y por debajo de ti, como si siempre estuvieras naciendo.
(Fotografía de Joel-Peter Witkin)
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