martes, 9 de diciembre de 2008

Te habla Mathew (Memphis II)


...desde que aquella mujer se distanció de Hubert mi vecino no es el mismo. Créeme que te entiendo, Hubert. Sientes ahora mismo que un filo de acero te rasga el vientre y acuchilla tus vísceras. Yo conozco esa sensación. Respiras agitadamente por la boca, sin saber por qué, y te sorprendes de ello. El aire regatea a través de tus conductos habituales y no te llega con comodidad a los pulmones. Con cada inhalación forzada se marca sin embargo la huella de una sequedad gélida en tu paladar, bajo la lengua, entre las encías. Notas sobreesfuerzo aun estando parado. Y ese agarrotamiento que va llegando lento pero profundo a tus extremidades impide que puedas seguir de pie. Te dejas caer sobre el sillón más gastado de tu cuarto, el que te resulta más acogedor. La comezón de tu piel te pone inquieto, incluso rabioso. No encuentras la postura. Aunque estiras las piernas no te relajas. Después de un rato te levantas precipitadamente y abres la nevera. Palpas las botellas de cerveza, coges una y te frotas con ella la nuca, las sienes, el cuello, los labios, el pecho. ¿Qué esperas de la frialdad del vidrio? ¿Por qué aprietas con tanta insistencia el recipiente contra tu piel? ¿Acaso te recuerda la frigidez con que ella te despachó el último día que os visteis? Abres una cerveza, la saboreas lentamente, como si fuera una cata nueva. La segunda la ingieres a mayor velocidad, de manera compulsiva y enajenante. Te lo pide el ansia que escala por tu esternón. Luego caen varias cervezas más; al principio te dejas atrapar por la euforia y una desigual seguridad se adueña de ti. Espejismo. Porque más tarde la garganta excreta un amargor que viene desde muy al fondo, desde más allá de tus entrañas. Y que envuelve tu mente. El sabor de la cerveza negra es agradable en comparación con el regusto que se adhiere a tu esófago, como si una costra se te estuviera formando a lo largo de todo el tubo digestivo. Como si un ser oscuro y denso tomara cuerpo dentro de tu cuerpo y paralizara tus órganos. Entonces es cuando te vuelves más inconexo en las formas, pero más sincero en tus opiniones. Yo he pasado por ello. Es una percepción irregular, poco clara, pero que va tomando sentido dentro de tu sistema lógico. Sólo sirve para ti. Una extraña turbulencia que trata de arrojar luz en tu mente sobre todo lo que ha acontecido los últimos meses, desde que conociste a Bárbara en la tertulia del bar del viejo brigadista. He vivido yo también esta misma vorágine que ahora te consume a ti. Donde se ven hasta los rincones menos iluminados de tu vida, donde te atenaza una fatalidad a la que te resistes, donde tienes la impresión que la costa se aleja y vas a permanecer a la deriva largo tiempo. Tienes los ojos sumamente enrojecidos. Están llenos de sangre. Eres sangre por todas partes. Sangre en tus neuronas, sangre en tu piel, sangre en tus testículos, sangre en la lengua que merma estéril dentro de tu boca inapetente. Y mientras el alcohol recorre cada milímetro de tus venas empuja un haz luminoso que trae recuerdos, pero que en cuanto pasa los barre, los expulsa por tus poros, por tu orina, por tu cólera, por tu mirada de animadversión que no queda fijada sobre ningún horizonte. He visto las mismas fantasías autodestructivas que ahora estás tú viendo. No la odias a ella, te desprecias injustamente a ti mismo. Aborreces fenómenos que adquirieron vida propia, que surgieron como si no hubiera voluntades detrás. Siempre te parecieron espectros que no pudiste conjurar a tiempo. Pero ¿y si nunca es tarde? Esa misma pregunta me la hice yo. Y te aseguro que mereció la pena esperar a encontrar la respuesta. Escuché durante un tiempo. Agucé toda mi sensibilidad. Apuré mi cautela. Brindé con la paciencia que jamás hubiera pensado que podría protegerme de la intemperie. Probablemente tú estés a punto de atravesar una ciénaga semejante. Y aunque no me escuches claramente, te lo digo: no te pierdas. No capitules...

(Fotografía de Martín Stranka)

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