"...soltad las riendas a esa naturaleza incontrolable, a ese animal indómito, y esperad en vano que ellas mismas pongan límite a su libertinaje, si no lo hacéis vosotros".
Tito Livio, Libro XXXIV, 3
¿Por qué tanto miedo de los hombres hacia las mujeres? Naxos se turba con sus propios pensamientos. Allá por donde voy se ven análogas conductas. Da igual que sean labriegos, artesanos, o guerreros. Da igual ser pudiente o ser esclavo. Se tenga el nacimiento en la misma patria o sean metecos los hombres y las mujeres se comportan parecido. Naturalmente, ningún hombre va a reconocer que teme a la mujer. ¿No hacen, al fin y al cabo, ellas lo que ha sido ordenado desde tiempo ancestral? ¿No les conceden los favores requeridos sin rechistar? ¿No mantienen el hogar y las necesidades y cuidados con los hijos? ¿No paren aunque muchos no lo acepten como un acto sublime y se las cuelgue aun el baldón de impureza? Ciertamente que yo también pensaba igual antes, pero lo atribuía a mi inexperiencia. Que ahora escuche a las mujeres que no se conforman con la sumisión me rompe pero me construye. Hace que me enfrente con el pasado de modo más efectivo que a través de la aventura con Odiseo. Creo entender ahora mejor a aquellas con las que hablo libremente. Escapan de su condición a su manera. La artista huye con su arte sin freno a la imaginación. La hetaira, haciendo de su cuerpo dominio. La que recoge flores buscando las fuentes de la naturaleza. La anciana se rebela, ya inconsolable, con su propia vejez. La pitonisa, ¿no se aparta del destino mismo con mayor energía y brusquedad? Me pregunto si para las mujeres no hay otra salida que la huída hacia un mundo personal, diferenciado, aunque esté mal visto por los hombres. ¿Por qué algunos llegan a considerar a las mujeres como de una condición meramente animal? ¿Por qué se las reduce al gineceo? ¿No es el afecto que manifiestan ellas por los hijos el primer aprendizaje que estos reciben y que tendría que durar toda la vida? La devastación de la ciudad debería servir para revisar lo que se ha tenido como intocable y pensar en un futuro nuevo. ¿No basta contemplar las ruinas de la urbe para evitar que también sus moradores perezcan en sus creencias injustas? ¿No nos hace reflexionar lo acontecido sobre la necesidad de acabar con lacras heredadas desde siglos? Me asusto de lo que pienso. Pero creo que hay también hombres que, aunque no lo digan, no aceptan tanta tiranía y cooperan o simpatizan con disimulo con aquellas mujeres que quieren ser otras mujeres. ¿Cómo no van a temer tantos hombres a las mujeres si están poseídos por sus propios prejuicios y comodidades? He escuchado decir a algunos más prudentes: si llegaran más hombres como tú, con nuevas ideas y sobre todo con ganas de modificar las costumbres, acaso todo sería distinto poco a poco. Pero, ¿dónde están esos otros hombres? ¿Es tan inamovible este culto rígido al orden establecido que seguimos observando? Uno debe llegar o, mejor, ascender desde lo más profundo de sí mismo, les respondo. Allí dentro los campos tienen que dejar de ser pedregosos, las playas más amables, las ciudades más laboriosas, el ocio más creativo, pues hay mucho paisaje rico dentro de cada hombre. ¿O creéis que solo la fuerza de las armas y la demagogia política puede proporcionar satisfacción y seguridad? Pero los hombres a los que me dirijo con estos comentarios callan. Ellos me dicen: ve al ágora y expon tus pensamientos. Tal vez muchos piensen como tú, pero no lo saben. Pero yo no he sabido nunca que es el ágora, ni dónde hay que exponer las ideas, ni cómo es posible defenderlas. Y todo esto, aún tan nuevo para mí, me aturde.
Thera, la que pinta copas con hombres y mujeres iguales y a la vez diferentes, se acerca al rincón donde Naxos medita. ¿Qué piensas?, le inquiere. Naxos balbucea. Pensaba que no puedo devolver a mi madre ni a mis hermanas la vida que no tuvieron. Pero aquí también pueden estar tu madre, tus hermanas y hasta la esposa que en el fondo deseas, le replica Thera con gustosa ironía. Lo malo, se le ocurre a Naxos, es que también me gustaría que mi padre, mis hermanos o mis amigos tuvieran otra vida que jamás tendrán. Pero yo, al menos, no quiero perdérmela.
(Fotografía de Ata Kandó)