martes, 10 de enero de 2012
desde más adentro
Me reconozco en tus manos rudas, que cercaban como un pincho áspero mi cuerpo. Me reconozco en tus dedos tensos y en el crujido que producían al aferrarme como si el destino se te escapara, padre mío. Nadie más que yo podría haber resistido el abrasamiento que producían. Porque yo sabía de qué materia estaba compuesta aquella energía que te consumía por exceso. Hay seres en este mundo que perecen por inanición o por carencia. Seres que jamás han sido amados. No era tu caso, como seguramente no es el mío. Y ese es el riesgo que precisamente nos perseguía a ambos. Te alarmaba el pensamiento de que tuvieras que ceder tu reino. Te espantaba aún más que yo te lo disputara. Y a mí, padre irrenunciable, me angustiaba contemplar la mera posibilidad de tener que enfrentarme a ti. ¿No había un espacio común que pudiéramos haber compartido sin querella? Si a los dos nos sobraba vigor y magnanimidad, ¿qué destino nos abocó a no encontrarnos? Nunca pude entender que la abundancia acabara con nosotros. ¿Por qué ninguno de los dos dimos un paso atrás? ¿Por qué no rebajaríamos nuestras exigencias? Era demasiado pedir a dos almas volcánicas. Condicionadas por orígenes lejanos y fuerzas en constante ebullición, ese tipo de energía y de capacidad no entiende de control, de voluntad ni de parada. En su carácter está su condena. Lo voy entendiendo. Tal vez por esa razón yo sienta en tus enormes manos, en las argollas de tus dedos, la caricia deliciosa que transporta. Al no ceder a ti te desarmé. Y a su vez comprobé que eras el más frágil de los seres que ha habitado este mundo.
Desaparece en este texto la violencia de la víctima, como si se diera eso que se niega: el encuentro. Golpea el padre al hijo díscolo y, cuando está tirado en el suelo, con la rodilla del padre en la cabeza, aquél comprende la inutilidad del acto, la consumación de un "telos" subterráneo que no parecía pertenecernos. Nace la imposibilidad de matar al hijo como se degüella a una liebre. Ahí, humillado, gana el hijo y la ira se monta sobre el padre, que queda embargado por la venganza de la sangre. Y, en este quiebro del texto, es ahora el hijo, en la cima de su poder, el que no puede seguir la secuencia de lanzamiento y recuerda la posibilidad del encuentro, del abrazo que no destripe. Como Beuys con la liebre. Una pizca de delicadeza casi femenina en el encuentro de los dos machos envueltos en capas de sangre y amnésicos ya sobre el poder que los envolvía.
ResponderEliminarUn saludo
Experiencias compartidas. Bs.
ResponderEliminarL, es increíble y magistral la posibilidad que describes. Una interpretación que no podría negar (y tampoco afirmar), pero que tú explicitas donde yo no pretendía ni por asomo hacerlo. Me asombra tu torrente narrativo. Si ves todo eso en la ambigüedad de lo que yo expongo es digno de considerarse. Los textos se abren ilimitadamente y se construyen unos sobre otros. ¿No es esa la historia de la literatura al fin y al cabo? ¿No es la proyeccción de los mitos lo que engendró -y aún lo hace- la primera literatura en la historia?
ResponderEliminarTe felicito (y me hacen pensar tanto tus desarrollos...)
Un abrazo.
Emejota. Experiencias compartidas ¿a toda banda?
ResponderEliminarCada cual se piensa que su banda es toda. Para comprobarlo habría que hacer una especie de contabilidad emocional y eso.... como que no ... ¿verdad?.... Bs.
ResponderEliminarSaturno devora a su hijo.El hijo se deja devorar,pero existe una complicidad existencialm en el hecho. Repito, todos somos Saturno,todos somos el hijo devorado.
ResponderEliminarLa genética influye en nuestros conceptos y nuestras obras. Somos como fueron y serán lo que somos.
Eternamente los mismos.
Un abrazo
Emejota, un poco críptica te veo. No sé qué decirte.
ResponderEliminarGene, tal vez. Quieres decir, entiendo, que todos pasamos por ambas situaciones. Es probable, pero la primera que conocemos puede que nos marque para toda la vida. Ojo, no digo que peor o mejor, sino de manera que decide un futuro. Un futuro en que los roles vuelven cíclicamente y los devorados de ayer podemos ser los devoradores del presente...Mitos, mitos.
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