Últimamente sueña con sombras. Sombras que se estilizan o se expanden. Sombras que escalan sobre su cabeza o que se encorvan hasta rozar sus pies. Sombras que se desdoblan, que adquieren auras concéntricas, haciendo crecer extrañas figuras. Sombras que giran sobre sí mismas y elevan y dejan caer unas extremidades difusas, de difícil precisión corpórea. Sombras que le mueven el aire y sombras que le ahogan. Tal es la intensidad con que se despliegan que atraviesan su sueño ordinario y cree verlas en el lado de acá de la vida. No sabe de dónde provienen. Desconoce si surgen de un humo, de los últimos rescoldos de alguna hoguera aún no extinta. O si son proyecciones que los rincones difuminados de su calle deslizan a través del ventanal de su cuarto. Cuando ha considerado que alguna de las sombras adquiría proporciones desmesuradas se ha levantado de la cama y se ha asomado con cautela. Pero la calle permanecía brumosa, apenas sugerida por el menguante hilo de luz de la farola. Nada hay afuera. Cuando transita algún noctámbulo y se oyen sus pisadas él se tranquiliza. Si es una cuadrilla que habla alto o canturrea se relaja. Pero el silencio le desasosiega y hace que crezcan nuevas sombras. Hay un momento impreciso en que no sabe si está dormido o despierto. Y una visión que se multiplica en otras visiones semejantes le oprime. Entonces, la sensación de un terror incontenible le hace sudar. Tiene una reacción de autodefensa, que en lugar de hacerle saltar le bloquea. Su cuerpo permanece agarrotado entre las sábanas. Si sueña, las ve. Si se despierta, las sigue teniendo delante, más agitadas, como si hubieran perdido un territorio y le exigieran que les devolviera a él. La frecuencia recurrente de este sueño le preocupa. No se lo ha dicho a nadie.
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