El hombre abre los ojos. Hace un movimiento agitado para echar hacia atrás sus cabellos. Observa en su entorno. Agita las brasas para que la languideciente hoguera no colapse. Se estira mientras observa el sueño de los otros acompañantes. Gira la cabeza hacia el rincón donde permanecen, bien protegidas, las últimas reservas de despensa. Por inercia comprueba el pequeño ajuar doméstico y el arsenal de caza que tiene que revisar. Cuchillos que debe aguzar, buriles cuyos perfiles conviene inspeccionar con frecuencia, raederas de diminutos dientes afilados, puntas de flecha desmochadas que habrá que modificar, núcleos de pedernal que deben tallarse lentamente hasta lograr sus lascas, bifaces perfeccionados de tamaño adecuado. Comprueba que los huesos de animales están suficientemente secos como para labrarlos y hacer de ellos punzones, azagayas, arpones, percutores. No conoce la prisa pero no ignora que no debe caer en el desabastecimiento.
Avanza hacia la boca de la oquedad. Mira el amanecer, aún frío. Se despereza. Puede ser una distensión biológica como la de cualquier otro animal. Puede ser el paso a una celebración al sol, que se insinúa todas las mañanas desde el mismo punto. Su pensamiento entonces es simplemente la admiración. Con esta acompaña el agradecimiento. Espera mucho de aquel astro que es misterio para él, pero sobre todo supervivencia. Todo lo contrario a su gran enemigo, las tinieblas. Cada gesto hacia la bondad de la naturaleza lo considera una compensación por su parte. No sabe que es ya un ritual, pero la sinceridad arropa sus gestos que son compartidos por los demás miembros de la tribu.
Sale, tiene ya suficiente luz para caminar ladera abajo. Va vigilante, aguzando el oído, distinguiendo sonidos, rumores, crujidos. El rocío deja resbaladizo el suelo herboso, pero las callosidades de sus pies obran como sujeción. No patina, no cae, si quiebra un poco su cuerpo sabe enderezarse con energía. Es una bajada a saltos medidos, en ocasiones agarrando pequeños arbustos a los que sabrá también dar un uso.
Ha llegado al borde de una corriente de agua ante la que se detiene. Como hizo antes frente al sol dedica su tiempo a contemplar el flujo veloz, caudaloso. No solo mira. También se deja deslumbrar. Le parece tan acogedora aquella agua veloz como generosa. Mira con satisfacción y gozo los peces saltarines que no cesan. De pronto se arrodilla. Es una función anatómica para llegar con comodidad al correntío. Pero entre este y él hay una correspondencia. Habla con el río como antes lo hiciera con el sol. Con miradas, ademanes, voces guturales tenues. Como en otros momentos lo hará con animales o plantas o cualquier otro individuo de su especie que llegue a su lado y le dé y le permita dar.
El racheado paso de las aguas apenas le permite observarse con nitidez, pero sabe buscar un remanso, junto a la orilla. Allí se agacha, ve reflejada su imagen. Se sonríe y se perturba. Luego se moja la cabeza, la sumerge incluso. Bebe. Necesita sentir su ablución fuera y dentro de su cuerpo. Con el agua entra más naturaleza en la propia. Eso le parece. Empapa su torso. Se siente más vinculado a cuanto hay fuera de él. Hasta el aire ligero que seca su humedad lo recibe placenteramente. Participa de la vida, tan llena de intercambio. Su instinto es también, o sobre todo, conciencia. Ignora los conceptos y las palabras, pero no las sensaciones y lo que estas impulsan dentro de sí. Extrañas reacciones que le dejan alegre, con iniciativa, esperanzado. Sacude su cabeza. Hunde sus manos fibrosas y curtidas en el uliginoso cieno. Siente entonces pleno su despertar.
La ablución, ese ritual del cuerpo con el fin de purificarlo, de despertarlo.
ResponderEliminarTal vez lo sintieran entonces así.
EliminarSupongo que ese gesto primitivo o primigenio nos lleva a las abluciones de muchas religiones.
ResponderEliminarSalu2, F.
Todas las religiones beben de otras, de otros mitos, de otras adoraciones, de otras creencias, de otros absurdos.
EliminarEste, bien podría ser el origen del animismo.
ResponderEliminarAquellos sabían qué era lo que era aliado y lo que era enemigo, en materia de naturaleza y peligros.
EliminarPobre bichos sin civilizar. ¿Y va a tener que permanecer así hasta que se le ocurra partir la cabeza de un congéneres con un fémur de jabalí muerto? O usará algo de su arsensl de caza? Y luego ablucirse.
ResponderEliminarAbrazoo
Seguimos asomándonos al día, en busca de la luz de fuera (tan opaca hoy) como de dentro (tan perdida hoy)
EliminarPara eso se crearon las religiones, para que con una confesión o una ablución los sinvergüenzas del mundo quedaban libres de pecado y otras lindezas, así podian empezar de nuevo cometiendo sus actos delictivos.
ResponderEliminarLos rituales en las religiones cumplen un papel fundamental de vínculo entre los adeptos. También en organizaciones laicas de carácter político, sobre todo, o de ideologías varias, se dan los rituales. Los aplausos, en cualquier ámito, ¿no son una forma de ritual?, por ejemplo.
EliminarCreo que todas las criaturas tienen ese tipo de rituales, los pájaros cuando son puro gozo al meterse en el agua, los elefantes jugando con el agua... Es como que tenemos una conexión primitiva con el agua, como si fuese nuestro origen y el lugar al que volvemos cuando queremos paz.
ResponderEliminarDicen que somos agua.
EliminarQué fue primero, el texto o los magníficos versos de Claudio Rodríguez?
ResponderEliminarTe lo pregunto porque después de leer los versos adentrarse en el texto es casi una deliciosa continuidad.
Rodríguez nos devuelve a esos orígenes, a esa mirada y reflexión, aunque más que reflexión al mundo sensorial y de aguda contemplación que hemos perdido.
En medio de tanta ruina esa mirada debería ser recuperada.
El texto. Luego llegaron los versos para apoyar el texto. Siempre me apasiona el tema de nuestro origen. El cómo tanto o más que el por qué del devenir primitivo. Cuando el lenguaje verbal no había nacido ya cundían muchos sentidos que habilitaban otros lenguajes, motivaban emociones y generaban sentimientos, probablemente. La prehistoria humana me merece el mayor respeto y admiración. Así que hoy, con miradas tan extraviadas, resulta vital recuperarlas.
EliminarCreo que coincido contigo en la importancia de conocer aquel pasado remoto gracias al cual estamos hoy aquí. Ya entonces operaba una evolución múltiple, con sus tiempos, sus ritmos más pausados, con sus recursos limitados pero no obsoletos. Tal vez hoy nos faltan aquellas paradas ante el río. O acaso no, al libre albedrío de cada uno.
ResponderEliminarAnder
O ahora las paradas son más necesarias que nunca. La vorágine en todo, desde la invención y la producción al consumo, ha impregnado todas las formas de vida actuales de un modo tan complejo que no invita precisamente a la reflexión. Por cierto, esta tarde he estado viendo un documental sobre Olduvai, parece mentira que podamos habitar el mismo planeta nosotros y nuestros antepasados de hace millón y pico de años.
EliminarHay palabras que no dicen nada, otras se evaporan y duran tan poco como si nunca hubieran sido escritas. A veces, las menos, nos permiten distinguir entre lo que es pura cháchara y lo que es un texto escrito con la destreza necesaria para sobrevivir.
ResponderEliminarPrecioso, Fackel. Donde la naturaleza estalla hay siempre muchas lecturas. Mucha vida.
Chiloé
Simplemente se trata de sobrevivir: desde el principio de la humanidad (o pre humanidad si prefieres) Te saludo, Chiloé
Eliminar¡Espectacular!
ResponderEliminarEl hombre que abre los ojos y hace todo ese ritual podría ser yo.
Pues me alegra saber que hay personas que lo detectan así. El pasado lejano nos cura en salud.
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