Cuando mi amigo se queda pensativo en mi presencia no sé si es un acto espontáneo y natural o un ardid para ignorarme. A veces me dan ganas de decirle: si te aburre mi compañía mejor nos separamos y nos vemos otro día. Pero me callo. Espero sus reacciones. De pronto viene a este lado de la existencia y me sorprende: ayer tuve una fantasía onírica. Con frecuencia tienes esa clase de fantasías, replico sin mucho interés en escucharle. Pero esta fue especial o, mejor dicho, espectacular. Corrijo, no es que la tuviera sin querer, es que la forcé. ¿Cómo es eso?, digo. Si es en sueños, ¿qué podrías hacer tú voluntariamente? Pone un gesto confuso y prosigue. Fue inhabitual. Iba y venía entre dos mundos, tan pronto me parecía soñar las imágenes como inducirlas y alimentarlas a propósito, de tal modo que no sabía muy bien qué parte de mí imaginaba y qué otra parte soñaba aquellas escenas representadas. Me veía muerto, observándoos a todos vosotros. Como se suele decir, ni frío ni calor por mi no estar. No sentía nostalgia de nada ni aprecio por ninguno. Ni odios ni amores. Os contemplaba, no sé si por encima o entre vosotros, en vuestros quehaceres ordinarios, y disfrutaba al comprobar que podía traspasar paredes y pisos, acortar kilómetros y atravesar paisajes. Lo curioso es que me veía como un viajero de paso que de pronto llega a un lugar y lo observa todo sin afectación, libre de compromisos, sin una decisión previa de entrar en contacto con nadie, si no quiere. ¿Curiosidad? Sí, relativa. Esa mirada del muerto que le da a uno en pensar: mira mi amante con quién está ahora o mi compañero de trabajo que se desahoga ante mi desaparición o mi amigo de ocio, aunque no era tu porte, que se siente afectado dos días, o el funcionario con el que no me entendí nunca y que malévolo piensa: ya me lo quité de en medio. Ese mirar inquisitivo que le permite a uno saber de los demás a qué se dedican más allá de las apariencias, cómo se manifiestan dentro de sí mismos, cómo piensan y urden planes, cómo sienten ante una adversidad o se regodean en el placer, porque lo que me maravillaba era poder verles en una intimidad total, colándome en sus mismas profundidades, esa intimidad que cualquiera de ellos protegería ante mi presencia viva. Pero ahora estaba tan cerca de cada uno que casi podría ser yo, el muerto, uno de ellos, porque desde la prodigiosa instancia de la mirada incisiva penetraba en cada cuerpo, sin apenas ganas de permanecer en los cuerpos, que si eran ya ajenos cuando vivía ahora no me apetecía habitar, solamente pasar de largo. He querido provocarle. ¿No te hubieras quedado dentro de ninguno de ellos?, le he preguntado con retintín. Lo digo porque a veces me has comentado: me gustaría ser como aquel hombre tan seductor al que no se le niega ninguna mujer o como aquel otro que vive de las rentas o como aquel individuo que siempre va de aventura en aventura por países exóticos o como ese ser tan apacible que nunca se incomoda ni se altera por nada. Mi amigo hace una mueca escéptica. Se dicen muchas cosas sobre aquello de lo que carecemos o no llegamos a concluir cuando vivimos, matiza. Se expresan deseos, relativamente creíbles y sinceros, porque no es que queramos ser este o aquel otro, es que desearíamos ser de otra manera, o probarlo todo, y buscar formas de vida que nos hagan sentirnos diversos, porque acaso lo somos y no hemos llegado a descubrirlo y menos a revelarnos. Nos persiguen la monotonía y la obligación hasta hundirnos en el tedio. Tal vez por ello yo sueño, o imagino, ya no sé, que soy un muerto.
* Figura alada, grabado de José Hernández.