Leo que hay revuelo por el hecho de que haya aparecido una hormiga dentro de la urna donde habita el sueño eterno la Gran Dama española. Sí, porque la Gran Dama española nunca fue la Duquesa de Alba, ni la Reina Católica, ni la Preysler, por mucho que la prensa del corazón de turrón pugne a favor de estas señoras para venta de sus papeles amarillos. Dama, dama, y lo tengo grabadito desde niño, solo cabe llamar así a la de Elche. Tampoco porque fuera de Elche, sino porque la hallaron allí. Probablemente ni siquiera procedía del lugar donde fue encontrada bajo tierra. Si fue aquella mujer de caliza un elegante producto de un demiurgo ibero, que es lo que habitualmente se dice, o tarteso o procedente de culturas del mediterráneo oriental para el caso me da igual. ¿Que si es netamente ibera dice mucho en pro de la calidad técnica y estilística de tal cultura? Sin duda, y habla a favor de lo esponjosos que fueron los iberos recibiendo influencias orientales y adaptándolas a su medio.
Pero ahora hay revuelo porque aparece una hormiga en su entorno. ¿Eso es malo? ¿Es que algunos no han oído hablar de la simbiosis y de cómo se hacen favores mutuos entre seres diferentes? Tal vez se trate de una admiradora de otra especie que no ha podido soportar que el metacrilato le impidiera manifestar su amor por la Dama. Dos mil quinientos años de belleza sin photoshop dan para enamorar a cualquiera. Yo mismo estuve enamorado en mi niñez de esa hermosura atávica que en nada se parecía a las mujeres de Castilla, de Navarra o de Andalucía. Porque la fisionomía de la Dama tiene poco de las mujeres de la historia de los últimos siglos. Pero allá por el siglo V de antes de nuestra era, tanto hombres como mujeres ¿tendrían otros rasgos? Las facciones de la Dama, ¿eran características lejanas o emuladas en estos pagos peninsulares? Yo me colgaba de ella. La contemplase perimetralmente o de frente o en perspectiva alejada la Dama se reproducía con diferentes bellezas y, en mi enamoramiento infantil pero carnal, me embelesaba con sus tics recónditos, con la tersura de su piel, con la caída en aguja solar de su nariz, con el dibujo suave de sus labios y con el almendrado fascinador de unos ojos que parecían estar hechos solo para los míos. Con su tocado y ornato no me sentía tan atrapado, no obstante resultar deslumbrante. Y es que las diosas tan puestas nunca me fueron demasiado, he preferido siempre las de servidumbre y anonimato. Y hete aquí que ahora una hormiga, quién sabe si no será la reencarnación de un guerrero ibero, de aquellos jinetes que aparecían en las monedas de diez céntimos acuñadas durante el reinado del guerrero del antifaz, accede de manera subrepticia a la intimidad de mi Gran Dama.
Pero ahora hay revuelo porque aparece una hormiga en su entorno. ¿Eso es malo? ¿Es que algunos no han oído hablar de la simbiosis y de cómo se hacen favores mutuos entre seres diferentes? Tal vez se trate de una admiradora de otra especie que no ha podido soportar que el metacrilato le impidiera manifestar su amor por la Dama. Dos mil quinientos años de belleza sin photoshop dan para enamorar a cualquiera. Yo mismo estuve enamorado en mi niñez de esa hermosura atávica que en nada se parecía a las mujeres de Castilla, de Navarra o de Andalucía. Porque la fisionomía de la Dama tiene poco de las mujeres de la historia de los últimos siglos. Pero allá por el siglo V de antes de nuestra era, tanto hombres como mujeres ¿tendrían otros rasgos? Las facciones de la Dama, ¿eran características lejanas o emuladas en estos pagos peninsulares? Yo me colgaba de ella. La contemplase perimetralmente o de frente o en perspectiva alejada la Dama se reproducía con diferentes bellezas y, en mi enamoramiento infantil pero carnal, me embelesaba con sus tics recónditos, con la tersura de su piel, con la caída en aguja solar de su nariz, con el dibujo suave de sus labios y con el almendrado fascinador de unos ojos que parecían estar hechos solo para los míos. Con su tocado y ornato no me sentía tan atrapado, no obstante resultar deslumbrante. Y es que las diosas tan puestas nunca me fueron demasiado, he preferido siempre las de servidumbre y anonimato. Y hete aquí que ahora una hormiga, quién sabe si no será la reencarnación de un guerrero ibero, de aquellos jinetes que aparecían en las monedas de diez céntimos acuñadas durante el reinado del guerrero del antifaz, accede de manera subrepticia a la intimidad de mi Gran Dama.
No quiero pensar que se trate de un acto terrorista de nuestros días. Pero tal como ha reaccionado cierto grupo político valenciano exigiendo, denunciando y evidenciando lo mal tratada que estaba en el Museo Arqueológico Nacional nuestra fabulosa Dama, según ellos, el grito en el cielo de ese partido me ha asustado. ¿Solo por el tono? No. Más porque les ha faltado tiempo para reclamar su vuelta a Valencia, guiados por ese antiguo espíritu taifa o cantonalista que tan estrepitosos fracasos cosechó en siglos pasados. Les oigo decir, en su afán redentorista, que "han fallado todos los protocolos básicos y mínimos del museo y que de haber estado en su lugar de origen eso no hubiera pasado". ¿Su lugar de origen? ¿Qué me dicen? En todo caso que maticen: su lugar de hallazgo. Y si se refieren a esto, a uno se le ocurre: ¿es que en la Comunidad que la reclama no hay hormigas? Esa presunción que les lleva a pensar que la Gran Dama estaría mejor cuidada entre los suyos me confunde. ¿Los suyos? Los suyos, que ya no existen, podrían ser los iberos o la cultura que la diera vida. Los ilicitanos de ahora llegaron mucho después, incluso después de después, es decir tras la estancia de los moros, por decirlo en términos coloquiales y con todo respeto, naturalmente.
A mí que no me la quiten de donde está. Que no sea objeto de negociación para cualquier gobierno que busque apoyos por mantenerse. Que me la dejen ahí. Que no me la politicen y menos que me la partidicen. Me viene cerca para ir a verla y recuperar una brizna de amor que creía olvidado.