Si Alisa supiera que no tengo más mundo que el que transcurre de la mañana al anochecer. Que el día siguiente me es siempre incierto. Que desde que mi cuerpo fue marcado por aquella maldita bala que llevo alojada no sé nunca si seguirá moviéndose a mi son o si cumplirá su cometido sin aviso previo. No pienso contarle el incidente. Fue casual, nada épico. Mi instinto me llevó a evitar que otro recibiera el mal y resulté ser yo la diana. No, no me siento satisfecho de ninguna acción. Al contrario, estoy arrepentido de haber hecho algo que otros calificarían de acción buena o humanitaria. Al diablo con mi reacción salvífica. Fui yo quien pagó las consecuencias de mi propia estupidez. Nadie lo supo y jamás he contado la verdad. A veces veo al que se libró del tiro gracias a mi reacción refleja. ¿Qué me llevó a interponerme en una trayectoria que no estaba reservada para mí? En ese instante en que me cruzo con el otro, que va con su apariencia ufana y ágil, quiero alegrarme por él, incluso casi lo logro. Pero entonces pienso en el metal que se ha adaptado a mi cuerpo, no sé si fosilizado dentro del hueso o jugando a su particular e ineluctable ruleta, y un amargo dolor moral me atraviesa. El otro dolor, de vez en cuando lo acuso. Y el peor de todos resulta ser siempre la angustia. ¿Moriré de viejo con ese trozo de mierda dentro sin que se haya revelado jamás? ¿Me pudrirá un cáncer mientras la bala se ríe en ese rincón de la infamia donde se esconde? Es hermoso contemplar la ciudad desde aquí arriba. Sin promesas evangélicas. Sin ofrecimientos generosos. Sólamente mirar en silencio. La presencia de Alisa me permite olvidar las sugerencias negativas que intenta traerme el río. Si uno recuerda una ciudad sin río puede tener nostalgias aceptables, digamos. Pero si lo que le trae la memoria viene a través de una ciudad bañada por un curso que ya procede de antes de que el lugar fuera poblado, la propia arquitectura húmeda del río parece acariciar sus recuerdos y hacerlos más benevolentes. Una carretera no será nunca un estímulo. Tal vez una senda polvorienta lo sea, como un arroyo, como este afluente apacible del Bosna. Hay mucha vida y mucha muerte acumulada por los siglos en el lecho de un río. Mi viejo profesor de Geografía siempre lo decía. La gente opina que vivir y morir está en las calles o en los edificios o en los talleres o en los caminos. Créeme, decía con su voz templada, como revelando secretos que se desconocen. La vida y la muerte se aloja en el fondo del cauce de los ríos. A veces incidía áspero: incluso en el subsuelo. Subo aquí arriba porque advertir el paso del Miljacka me ayuda. Alisa me ayuda, incluso cuando calla y me sonríe. Tal vez expectante a algún comentario mío. Tratando de leer en mis silencios lo que yo no le cuento.
(Fotografía de Inés González)