viernes, 26 de agosto de 2016

Aquellos estos árboles, 37




"Bebía una y otra vez 
de aquella fontecica
y no había cansancio.
Y cuanto más bebía
más clara era la agua
y más creciente y ávida
tornábase mi sed".

Anónimo sefardí del siglo XVI.




Hoy he bebido de aquel charco, como cuando lo hacía en mi etapa primitiva, y me agachaba mientras fluía lentamente un hilo de agua hasta saturar la pequeña oquedad, brotaba aquel agua con suavidad, apenas era perceptible, y yo bebía mojándome la nariz, sorbía con una avidez que se iba calmando, la modesta corriente nada rumorosa no dejaba vaciar el plato de la roca, y nunca olvidaré aquella sensación del recorrido del agua desde mis labios hasta mi tripa, y es verdad que bebía con cierto afán, más que con ansia, aunque a veces llegábamos jadeantes de las carreras, sudorosos por el sol justiciero, y el ansia trataba de poderme, pero era tal la bondad de aquella fuente leve que conteníamos los nervios y nos dejábamos atrapar en el placer, al que contribuía la técnica rudimentaria, el recurso más natural, y muchas veces he pensado en ello, en aquella huella de retorno al primitivismo en que lo salvaje era armonioso, si es que en la naturaleza puede haber algo armonioso, pues no es precisamente confluencia pacífica lo que nos rodeas en el universo, así que nunca supe quién tuvo la ocurrencia de hablar de armonía cuando en realidad habría que decir de satisfacción pasajera, pues lo que hoy parece estable mañana ha dejado de existir, y esto vale para los bosques, las montañas, nuestro propio suelo, nosotros mismos, pero si es armonía la serie de paradas que a veces hacemos en el devenir y el conflicto latente, continuo, con los elementos, pues llamémoslo así, pero sin creer que tal armonía es duradera para siempre, y era al acercarme a la pequeña patena de caliza desgastada cuando sentía una excitación inusual, me ofrecía voluntario al ritual de beber, no bebía solamente para saciar la sed, ni para dejarme absorber por el frescor, mientras el agua manaba ofreciéndose sin fin, la claridad del fondo que con su quietud me ofrecía complementaba la escena del salvaje que yo era, y aquella fascinación por mantenerse el agua dentro de los bordes de la piedra que nunca he vuelto a percibir ni con situaciones u objetos más sofisticados de nuestro tiempo, me parecía que aquella fuente no iba a cesar nunca, volvíamos al día siguiente y nada había mermado, nada se había alterado, y aquella modestia de la pequeña charca me parecía ejemplar, lo cual valoro ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, cuando ya no sé ni qué habrá sido de ella, porque los hombres habrán destruido probablemente el paisaje de la zona, y hoy, al beber del vaso de cristal fino análogas sensaciones han venido a mi mente, y he operado con gestos semejantes a los que hacía cuando era más primitivo, he llenado el vaso hasta el borde, me he asegurado que ni una gota huía hacia el exterior, he mirado fijamente la inmovilidad del recipiente, la carencia de color, la visión del fondo del vaso se me antojaba aquel otro fondo más blanquecino pero tan transparente, me acerqué con sumo cuidado, un ligero temblor habría desequilibrado el contenido, un movimiento en falso habría alterado el objeto, pero también la recuperación de mis recuerdos, con el consiguiente desafecto a la prueba que intentaba, con la sinuosa traición a apoderarme de un tiempo irrepetible, y pensando que si revitalizaba la memoria de las cosas de entonces también me estaba ahora mismo recuperando del desgaste que he tenido después, he tratado por lo tanto que mi aproximación al vaso fuera tan hipnótico como el acceso al hontanar del origen, y he bebido no solo por sed del calor sino por sed del retorno imposible, y al sorber he notado un instante de revelación, el leve flujo que sorbía del vaso tenía que ver con cuanto había sorbido anteriormente, y sentía que mis labios se modificaban en su textura, se reducían de tamaño para ganar en sensibilidad, y el cuenco dejaba de ser vidrioso y no era solamente de roca sino que lo sentía también de carne, y me detuve apenas mi barba se humedecía y mi nariz se untaba de la humedad, y no quise moverme y dejé que mi nariz respirase dentro del agua, por ver si las propiedades de los peces habían llegado por algún oscuro camino de la evolución a mi propio cuerpo.

      


(Fotografía de Daido Moriyama)


4 comentarios:

  1. no han llegado, pero bien cierto es que provenimos evolutivamente del agua
    has arrojado a la red una formidable prosa, gracias
    te mando un abrazo y un hasta siempre

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    1. El devenir continua, más allá de nuestro tiempo y nuestras vidas. Un abrazo, Omar.

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  2. Beber para ser. Ser para beber.

    Saludos,

    J.

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